Prats según Burgos
20.10.2014
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20.10.2014
La opinión o visión sobre el general Carlos Prats y de los hechos que le tocó vivir, para una persona que, como yo, observaba al hombre y los acontecimientos desde los años de la adolescencia, es sólo posible de construir de forma indirecta: por el conocimiento general que uno se ha formado de aquellos años a partir de las más variadas fuentes: historias de familia, conversaciones con testigos de la época más competentes que uno y, sobre todo, documentos.
Uno de los documentos fundamentales es, qué duda cabe, las memorias que el general escribió durante su forzada permanencia en Argentina. No todas las memorias son tan reveladoras e importantes como esta, porque no todas pasan la prueba fundamental de la refutación: si caen o no en el auto-halago o la auto-justificación. En este caso, el libro del general Prats pasa esta prueba con creces.
Se trata de un documento peculiar, distinto a otras memorias que exhiben un tono más ensayístico. Estas memorias tienen por base un diario de vida, con entradas por fechas precisas. Esto no sólo muestra en el autor una clara conciencia acerca de la importancia de la historia que le toca vivir, del significado que van teniendo los acontecimientos diarios de Chile, sino que le permite al lector pulsar los sentimientos y el pensamiento del protagonista frente a los datos que anota casi a diario.
Lo primero que sorprende es su serenidad al escribir el testimonio de hechos que vivió –y sufrió en carne propia– tan escaso tiempo antes. Uno podría haber esperado que el texto estuviera lleno de “acrimonia maliciosa” de su parte, como reza el título de la primera parte del prólogo. Sobre todo porque, como lo dice en su “Carta a mis compatriotas”, también incluida en el prólogo, “hubo hombres y mujeres que –anónima o públicamente– zahirieron mi prestigio profesional y mi dignidad personal, sobre la base de la intriga, la calumnia, la injuria y la mentira”. Sin embargo, Prats no toma la pluma para caer en un juego verbal revanchista. Todo lo contrario. Y así lo declara: “No amaso odios ni sentimientos de venganza”. Incluso, advierte al lector sobre cuál será la regla rectora de su testimonio:
“He puesto especial empeño en adjetivar al mínimo la relación de los hechos y pensamientos ajenos y, desde luego, declaro solemnemente que lo que escribí es la versión más fidedigna de lo que vi, escuché y pensé, coetáneamente”.
Si uno es capaz de mantener en la mente esta regla que el autor se impone, como un rasero o un espejo de referencia a todo lo largo de la lectura del libro, creo que la única conclusión al finalizarlo es que Prats fue un autor coherente y honesto consigo mismo. Y, por lo tanto, con nosotros, los lectores.
Sin duda, la serenidad que trasunta el texto, escrito por un hombre que, como parece obvio, tenía razones para no ser sereno al momento de escribirlo, tiene que ver con dos cosas, a mi entender: primero, con la calidad de sus sentimientos y, segundo, con su convicción de que por la investidura y por la responsabilidad que alcanzó, la actitud correspondiente no podía ser otra que la serenidad.
En su “Carta a mis compatriotas”, Prats da una serie de razones de por qué, y notemos lo que dice, siente el deber de divulgar su testimonio. Si uno explora ese “sentir”, verá que sus sentimientos son los de un hombre de calidad humana. Y, entonces, nos parece razonable, lógico y adecuado que utilizara esa expresión: “siento el deber” en vez de “tengo el deber”, que es una frase parecida, pero que tiene connotaciones distintas.
¿Y cuáles son esos sentimientos?
Primero, una cierta humildad: la ausencia de aspavientos de todo tipo.
Alude al “destino” que lo colocó en el centro de acontecimientos trascendentales del país. Afirma que eso ocurrió “inexorablemente”, esto es, sin que pudiera evitarlo, ni buscarlo. Su opción no era entre querer o poder. Él simplemente tenía que estar donde estuvo, porque sus circunstancias mandaban sobre lo que, quizás, en algún momento pudo haber deseado. ¿Y cuáles eran están circunstancias? Tres, en lo fundamental: ser miembro del Ejército, ser segunda antigüedad del Ejército al momento del asesinato del general Schneider, en 1970, y ser comandante en jefe del Ejército, en su reemplazo, al momento de asumir Allende la Presidencia del país. Prats no era un hombre para dar un paso al costado, pese a ser perfectamente consciente de los enormes desafíos y sacrificios, personales e institucionales, que se avecinaban. Piensa, al contrario, que tiene “un deber ineludible”. Y así actúa.
¿Cuáles son sus sentimientos, por ejemplo, el día del atentado contra Schneider?
Los confiesa así:
“Siento un intenso dolor ante la tragedia del gran amigo y me siento como si rodara por un negro precipicio, en medio de una vertiginosa iluminación de imágenes siniestras en que se alternan multitudes enloquecidas y despavoridas que gritan desaforadamente en medio del agudo traqueteo de ametralladoras y el ronco estallido de bombas”.
Después, cuando acude al lado del General Schneider, que acaba de morir, estas son sus palabras:
“Contemplo acongojado su noble rostro y experimento una pena indescriptible, mientras médicos y enfermeras atienden el cadáver del querido amigo de tantos años y excelso cultor de las más nobles virtudes militares. Siento que mi dolor personal se agudiza gradualmente en este instante desgarrador y experimento una extraña sensación de angustia y soledad ante el presentimiento de días borrascosos para el Ejército y la Patria”.
Refiriéndose a declaraciones de un imputado en los hechos, dirá: “no puedo concebir cómo una persona, que supongo educada, puede mentir con tanta maldad y desenfado, por muy desesperada que sea su calidad de reo”.
El juicio que se obtiene de párrafos como estos es que uno está frente a un hombre de sentimientos no sólo intensos, sino sentimientos que, pese a ello, logra mantener en su más profunda intimidad, sin que turben su conducta. Es reveladora, por ejemplo, su reacción al ser informado por el juez militar del avance de las investigaciones y de la implicancia en el complot de algunos altos mandos y, particularmente, del general Camilo Valenzuela:
“Quedo abrumado con la sorprendente novedad… Me traslado al domicilio de Camilo Valenzuela… y le pido me confiese si estuvo implicado… Me veo en la dolorosa necesidad de llamar por teléfono a mi compañero de promoción, el general Valenzuela, para informarlo de que no tengo otra alternativa que dar curso a su expediente de retiro… Me traslado al Hospital Militar, donde se ha hospitalizado el general Camilo Valenzuela, quien está acompañado de varios matrimonios amigos en actitud expectante. Es un momento duro por el conflicto entre la amistad y el deber”.
Lo que uno ve es humildad, sufrimiento verdadero y también fortaleza moral.
Una sola nota final sobre este tema.
Prats no se siente poseedor de la verdad. Hay una frase notable en su “Carta a mis compatriotas” que cito a continuación:
“Dicen que en los antagonismos históricos, cada frente opuesto es poseedor de una parte –tal vez desigual– de la Verdad; porque la Falsedad absoluta no existe y, en algunas ocasiones, esta última es como un trozo de roca que contiene incrustaciones de pequeñas verdades”.
Este es el autor de “Memorias: testimonio de un soldado”. Mejor dicho aún: este es el espíritu del general Prats.
Hay una necesaria correlación entre los sentimientos que he descrito tan sucintamente con el pensamiento del general Prats. Creo que no puede ser de otra manera.
En uno de sus primeros documentos como comandante en jefe del Ejército, una circular denominada “Definición Doctrinaria Institucional”, Prats revela el núcleo de su pensamiento doctrinario. Resumiría sus ideas de la siguiente manera:
1. La función del Ejército es exclusivamente profesional.
2. El sentido profesional del Ejército es una garantía de la vigencia del mandato popular.
3. La confianza nacional descansa en esta tradición.
4. La unidad entre el pueblo y su Ejército –permítanme subrayar ese adjetivo posesivo– es más fuerte que cualquier acción de la política contingente.
5. La misión del Ejército es “garantizar la soberanía nacional ante amenazas externas e internas”.
6. Como parte intrínseca del pueblo de Chile, el Ejército no puede mantenerse al margen de la legítima ambición general de lograr el más alto grado de desarrollo autárquico en aras del bienestar ciudadano.
7. Como fuerza armada en un Estado de Derecho, al Ejército le está vedado deliberar frente a las alternativas políticas nacionales.
8. Como parte constitutiva de la “fuerza pública”, el Ejército asegurará leal y firmemente la estabilidad del gobierno institucional.
9. Su participación eventual en situaciones internas la dispone expresamente el Supremo Gobierno, para imponer el imperio de la ley cuando exigencias de la seguridad nacional lo hacen indispensable.
10. La disciplina y cohesión institucional son el factor fundamental para que el Ejército cumpla el rol superior que le compete dentro de la sociedad chilena.
¿Cómo juzgaríamos este decálogo en la actualidad, teniendo el beneficio de saber lo que ocurrió desde el 11 de septiembre de 1973 hasta el 11 de marzo de 1990?
Seguramente, hay algunas cosas que matizaríamos: ¿cómo se entiende, exactamente, la misión del Ejército de garantizar la soberanía nacional ante amenazas internas?, ¿cuáles son?, ¿quién las define?
A mi juicio, la respuesta está en el propio decálogo descrito: esa misión no puede ejecutarse si no la dispone expresamente el Supremo Gobierno, con un fin, por lo demás, específico: imponer el imperio de la ley cuando esté en juego la seguridad nacional.
Y añadiría más: ese Supremo Gobierno no puede ser otro que el que expresa la vigencia del mandato popular, cuya estabilidad el Ejército debe asegurar leal y firmemente.
En la actualidad globalizada no postularíamos el modelo de un “desarrollo autárquico”. Sin embargo, creo que hoy tampoco auspiciaríamos un modelo de Fuerzas Armadas encerradas o enclaustradas en sus cuarteles, escindidas de la sociedad a la que sirven. Cuando, en la tercera parte del libro –titulada “Niebla sobre el campamento”– se refiere a la política militar del Presidente Allende, Prats escribe:
“Compartió e hizo suya la nueva concepción de ‘soberanía geoeconómica’ que le propusieron las FF.AA. No radica ahí el rol de ellas, en la tradicional y estática lucha fronteriza, sino que las hace contribuir en las tareas del desarrollo económico-social que tengan incidencia en la seguridad nacional”.
En una concepción actual, ¿no hablaríamos de que hay una función de “responsabilidad social” que las Fuerzas Armadas pueden cumplir?
En definitiva, con los matices que las lecciones de la historia y la evolución de las ideas aconsejan considerar, el pensamiento doctrinario del general Prats conserva una vigencia indudable. La sola idea de que la confianza nacional descansa en la función exclusivamente profesional del Ejército es vital para la institucionalidad democrática y la convivencia democrática de nuestra República. Porque lo que esta idea dice es que, en virtud de ese sentido profesional, la nación chilena tiene una garantía de cómo el Ejército actuará a futuro. En esto radica la confianza: la seguridad del comportamiento futuro. La confianza de la nación será más plácida, más firme, más robusta si ese sentido profesional del Ejército es asumido como una convicción doctrinaria. Este era el postulado de Schneider y de Prats. Es lo que Prats llama una “digna tradición sesquicentenaria” y es la tradición en la que hoy el Ejército se encuentra inmerso decididamente.
El general Carlos Prats fue un militar interesado en el relato histórico, en la escritura. Pero más que eso: fue alguien que muestra en su libro un gran conocimiento de la historia de nuestro país y no alguien que se limita a repetir consignas patrioteras. Este libro ofrece, incluso, interesantes observaciones e interpretaciones sociológicas respecto de Chile.
Estas “Memorias” muestran a un hombre que se va quedando solo, en un doble sentido: por una parte, en sus hondas convicciones constitucionalistas y democráticas. Incluso se observa cómo, progresivamente, se va desencantando del ambiente político y sorprendiéndose de que, al final, son muy pocos los que auténticamente adhieren al sistema democrático. Para su desencanto, una mayoría apostaba por un golpe militar. Pero también se va quedando sólo en términos de soledad. En parte, buscada:
“Desde que renuncié a mi cargo de comandante en jefe del Ejército…quise hundirme en el anonimato, abrumado por la incomprensión de los obcecados y hastiado del preconcebido desenfreno politiquero”.
En parte también, porque le fue impuesta:“Creí, honestamente, que habiéndome alejado del tinglado de la vida pública… tenía derecho a un legítimo descanso, en mi patria y junto a mis seres queridos… Pensé que, entonces, merecía –si no el respeto– por lo menos la consideración o el olvido de quienes con tanta saña me atacaron… Sin embargo, ha sido triste comprobar que –hasta la fecha en que escribo esta carta, más de un año después de mi marginación– se ha mantenido la campaña en mi contra…”.
Al final, lo rodea su familia, le quedan algunos amigos como el general Ervaldo Rodríguez y, sobre todo, tiene a su esposa Sofía, cercana, incondicional, inclaudicablemente a su lado. Pero, en el fondo, estaba sólo. Y en esta soledad, con Sofía, sale rumbo a Buenos Aires.
Sus “Memorias” muestran, en fin, a alguien que no hace aspavientos de su condición de militar legalista, constitucionalista ni democrático. Aquellas virtudes surgen naturalmente de lo relatado. Son parte de la esencia del autor. Fluyen naturalmente de su persona. Algunos podrán criticar su conducta en los acontecimientos que le tocó vivir y protagonizar, pero no habrá muchos que puedan cuestionar la actitud e integridad que refleja en las páginas de este libro, escrito objetiva y ponderadamente.
Agradezco y felicito a la familia del general Prats y a la editorial Pehuén que hayan tenido la feliz idea de entregarnos a todos, pero sobre todo a nuevas generaciones de chilenos, estas “Memorias: testimonio de un soldado”.