N° 2: Libertad de Elegir
08.09.2014
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08.09.2014
“Lo único que le podré heredar a mis hijos es la educación”. Probablemente, este lugar común explique por sí solo por qué el debate educacional despierta tantas pasiones dentro de una sociedad.
Dentro de este marco se menciona como un principio rector de nuestro sistema, el que los padres y madres tengan el derecho a elegir la educación de sus hijos. ¿Es cierto ese principio en nuestro sistema educacional? Sí y no.
Vamos por parte.
Comencemos con lo evidente, que a veces se olvida, y es que la familia es el factor que más incide dentro de la formación de un niño o niña, por lejos. De esta forma, las enseñanzas que libremente traspasen los padres, madres, hermanos mayores, y todo el núcleo familiar, serán determinantes no sólo para la formación integral de los niños, sino también a la hora de enfrentarse a las evaluaciones del sistema de educación formal.
Por lo tanto, en este caso, ¿tienen los padres el derecho a educar a sus hijos libremente? Claro que sí, salvo por aquellos padres que por condiciones laborales extremas, impedimentos de salud o por estar privados de libertad, se vean impedidos de poder realizar dicha tarea. En todos los otros casos, los padres no sólo tienen el derecho, sino el deber de transmitir lo que consideren mejor para sus hijos, siempre respetando los derechos del niño.
Ahora, entrando en la arena de la educación formal, ¿tienen los padres la absoluta libertad de elegir la educación de sus hijos? No precisamente. Tal como lo menciona Claudia Sanhueza en una columna, los padres no pueden elegir no llevar a sus hijos a algún establecimiento educacional, ya que la educación básica y media son obligatorias. Tampoco podrían llevarlos, si así quisieran, a un establecimiento que no cumpla los mínimos para ser reconocidos por el Estado. Es decir, existe un número de restricciones básicas a la libertad de los padres, pensadas en el bien común, a la hora de involucrar a sus hijos en la educación formal.
Si estamos de acuerdo con estos mínimos. ¿Entonces, cuál es la libertad que se admite?
Se admite toda libertad que no asfixie la libertad del vecino. Esto último es lo que ocurre cuando, en función del legítimo interés de los padres y madres por el bienestar de sus hijos e hijas, la “libertad” que se defiende es una de carácter individual y excluyente. Cuando en nombre de la libertad se reclama el derecho de elegir un establecimiento que utilizando el eufemismo de “proyecto educativo” excluye a quienes no satisfagan un cierto estándar de económico, religioso, de rendimiento escolar o de cualquier otro mecanismos de selección de entrada, no estamos ampliando la libertad, sino restringiéndola de un modo que podría afectar también a nuestros hijos en el momento que nuestra situación cambie.
¿Que yo -individualmente- tenga la libertad de elegir o que todos tengan la (misma) libertad de elegir? Esta pregunta es paradójica, puesto que una libertad que no es universal y deja a unos por sobre otros, deja de ser libertad y pasa a ser un privilegio.
Pero, después de todo ¿qué entendemos por “libertad de elegir”? ¿Es sólo con la libre creación de nuevos establecimientos particulares que se garantiza dicha libertad? ¿Cuál es el alcance en lo que al Estado le compete asegurar, para acceder a dicha “libertad”? ¿Es deseable que el motor de un sistema educativo sea la “libertad de elegir”?
Nuevamente, intentemos separar la paja del trigo.
La libertad de elegir, sería entonces la capacidad de los padres y madres para postular libremente a sus hijos dentro de los establecimientos educacionales existentes (sean públicos o particulares). Ahora, hay quienes intentan anclar esta discusión, referida a los padres y sus preferencias, con la idea de “libertad de empresa”, derivada de la “libertad de enseñanza”, que vimos en la columna anterior. Pero, ¿van necesariamente unidas, la libertad de padres para elegir establecimientos, con la libre e indeterminada creación de nuevos establecimientos particulares subvencionados? Claro que no. No es sólo el razonamiento lógico el que permite negarlo, sino también la experiencia comparada de otros países.
Existen ciudades en las que existe un 100% de oferta educativa pública y no existe la posibilidad de abrir establecimientos particulares subvencionados, pero los padres pueden elegir postular a sus hijos a los distintos establecimientos. Algunas de esas ciudades quedan, al igual que en muchos lugares del mundo, en el país que todos admiran a la hora de hablar de educación: Finlandia. Dudo que padres y madres en Finlandia envidien la “libertad de elegir” que tienen los padres en Chile, ya que en el país nórdico no existen -ni se pueden crear- colegios particulares subvencionados. La diferencia es que su sistema no está basado en la competencia y en el mercado como su motor, sino en asegurar que todos los establecimientos educativos estén correctamente financiados y se den los mejores procesos de enseñanza aprendizaje.
Ahora, volviendo a Chile y en lo que respecta a las funciones que le entregamos al Estado, se debe definir cómo se asegura dicha libertad de elegir. Algunos han planteado que el articulado en el proyecto de ley, que establece que será el Ministerio de Educación el que autorice, bajo parámetros de necesidad demográfica, la entrega de subvenciones a aquellos establecimientos que requieran ser particulares subvencionados por primera vez, establecería limitaciones para la “libertad de elegir” de los padres. Se ocupa como argumentación, por ejemplo, el caso en el que padres con una creencia religiosa, pertenecientes a un barrio donde no existan escuelas religiosas, estarían “obligados” a enviar a sus hijos a una de las escuelas laicas que escoja, lo que atentaría contra “libertad de elegir”, circunscrita en el derecho a la educación. Si extremamos el argumento, el Estado debería estar disponible -con recursos de todos los contribuyentes- para proveer una solución educacional ad-hoc a todas y cada una de las familias, según sus gustos y preferencias. Así, debiese ser una garantía la posibilidad de abrir tantas escuelas como niños presentes en nuestro territorio nacional.
Lo anterior no es sólo un disparate conceptual, sino también financiero. Recuerden que tenemos un sistema que entrega un voucher -o subsidio personal- a las escuelas donde los padres elijan enviar a sus hijos. Es un sistema de suma cero, donde los costos fijos son altos, pero los ingresos son variables y proporcionales a la asistencia media de los estudiantes. Por lo tanto, cada vez que se otorga financiamiento estatal a un establecimiento educacional nuevo, en cuyo territorio existen suficientes cupos para abarcar todos los postulantes, se diluyen y desperdician recursos públicos, lo que puede atentar directamente contra la calidad. Es decir, condicionar la entrega de subsidios públicos a los nuevos establecimientos según la oferta existente, sobre todo pensando que la tendencia demográfica chilena va a la baja, protege la viabilidad financiera de los establecimientos existentes, tanto públicos como particulares subvencionados, frenando la dilución de recursos públicos, permitiendo un mejor uso de las economías de escala y minimizando la capacidad ociosa (sillas no ocupadas) del sistema. Por todo lo anterior esta medida, con un adecuado gasto, es una medida pro calidad.
Por último, siempre será absolutamente deseable que los padres se involucren en el proceso educativo de sus hijos, lo que no puede reducirse a la mera elección de una escuela, sino al acompañamiento diario, la comunicación permanente, el traspaso de principios y valores a través del ejemplo, etcétera. Lo que no es deseable es que la “educación” se trate de llevar a los niños al colegio y pensar que ahí será donde tendrán su formación, sin estar conscientes de la formación de los niños y jóvenes es en todo momento.
Pero cuando el sistema basa su promesa de calidad en una “libertad de elegir” excluyente, se funda en una creencia ideológica muy radical: que la competencia entre escuelas es la que llevará a mejor calidad en la educación. Peor aún, dicho modelo considera natural que algunas escuelas fracasen y otras tengan éxito, pero esconde el costo que implica para los estudiantes que tienen tan sólo una oportunidad de obtener buena educación. En estos modelos, el centro de atención en el proceso educativo lo tienen las escuelas, no los niños. Todos los incentivos para quien dirige una escuela en esas condiciones van hacia mejorar los “indicadores” de la escuela (por cierto, estandarizados, reduccionistas y perversos), y no a brindar una educación integral de excelencia. El proceso de enseñanza-aprendizaje queda desvirtuado por completo, debido al interés de introducirlo en una lógica de producto, con el que se manifiesta la preocupación por publicitar y embellecer la marca, excluyendo, por cierto, a quienes puedan “ensuciar” esa marca.
Nuestra convocatoria es, en cambio, a construir una educación donde todos los niños aprendan. Y este norte, permítame la obviedad, no es posible en un sistema fundado sobre la exclusión, aun si se usa la libertad para intentar justificarlo.