Los 12 nudos de la Reforma Educacional: N° 1 La libertad de enseñanza
05.09.2014
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05.09.2014
En los últimos años hemos sido testigos y partícipes de masivas movilizaciones debido al mal funcionamiento de la educación chilena. Lo que antes parecía natural y evidente, es decir, que quien puede pagar más, recibe mejor calidad de educación y más oportunidades, se fue alejando del sentido común y pasó a transformarse en un símbolo de la injusticia. Ya no se tolera que los niños en nuestro país vivan su proceso de desarrollo en condiciones desiguales o que haya que endeudarse de por vida para poder acceder a la educación superior. Por esta razón, las banderas de lucha del movimiento estudiantil fueron compartidas por muchos, transversalmente. Desde liberales, que ven cómo la meritocracia no es posible sin igualdad en el sistema educativo, hasta los sectores de izquierda, que ven un sistema educativo que profundiza desigualdades, en vez de un derecho social donde no hay espacio para el mercado. Tiendo a pensar que dicha transversalidad se hizo explícita cuando, a pesar de la criminalización del movimiento estudiantil, la mayoría de la población apoyó e hizo suyas las demandas por una reforma profunda a la educación chilena.
Primero fue el gobierno de derecha de Sebastián Piñera, cuya estrategia de negación de la demanda los llevó a perder sintonía con la ciudadanía. Luego, el momento de nuevas elecciones hizo más explícito este fenómeno. Un botón de muestra fue cuando la entonces candidata y hoy Presidenta, Michelle Bachelet, tuvo que cambiar su posición: tras afirmar a su llegada a Chile que “no sería justo que el Estado pagara la educación de mi hija”, no tardó una semana en desdecirse para afirmar que se debía “avanzar hacia la gratuidad universal”.
Así, los programas de seis de los nueve candidatos y candidatas a la Presidencia, asumían como objetivo la educación gratuita y de calidad para todos. Luego, los resultados mostraban que las candidaturas que hicieron propia esta causa obtuvieron el respaldo de más del 74% de los votantes en primera vuelta.
La transformación de un sistema educativo tiene distintos pasos: la demanda por un cambio, la bandera adoptada por quienes aspiran o ejercen el poder político, la disputa política y social en su tramitación legislativa y, finalmente, su implementación. En todas estas fases, es esencial que la ciudadanía sea activa, que no “delegue” el defender su opinión en los órganos representativos. La presión social es factor clave para que el espíritu de cambio se mantenga y no se diluya en el camino hacia “el consenso”.
Hasta el momento el Gobierno ha presentado tres proyectos en materia educacional. Por un lado, se discutió y aprobó en la Cámara de Diputados, el proyecto del Administrador Provisional y de Cierre (boletín 9333-04), que posibilita la acción pública para resguardar el derecho a la educación tras situaciones de abandono o abuso. En segundo lugar, se presentó un proyecto para generar la Nueva Institucionalidad para la Educación Parvularia (boletín 9365-04), que crea una Subsecretaría y la Intendencia de Educación Parvularia, dedicadas a coordinar los esfuerzos nacionales y locales de las salas cunas y jardines infantiles. En tercer lugar está el proyecto que regula la admisión de los estudiantes, elimina el financiamiento compartido y prohíbe el lucro en establecimientos educacionales que reciben aportes del Estado (boletín 9366-04).
En las primeras páginas de este último mensaje, el proyecto señala claramente que éste es una parte de la reforma educacional, y no toda la reforma. En el ámbito escolar, se anuncia para el segundo semestre el envío de un proyecto sobre la nueva Carrera Docente, como también uno para reemplazar el actual modelo de gestión y financiamiento de la educación pública, más conocido como desmunicipalización. Sobre las materias de educación superior, técnica y universitaria también se anuncian cambios, pero que quedan ajenos al alcance de este proyecto de ley.
El debate sobre el último proyecto ingresado ha estado marcado por declaraciones cruzadas de múltiples actores. Ciertamente se trata de un tema complejo que ha ido creando un clima de incertidumbre, al que ha contribuido, debo decirlo, la dificultad del Ministerio de Educación para explicar los proyectos y, también, el uso de argumentos falaces por parte de aquellos que ven amenazados los privilegios y principios ideológicos que consagra el actual sistema educacional.
El objetivo de esta serie de columnas es contribuir a este debate, además de ser una invitación a cuestionar los prejuicios, desde los distintos sectores, y poder compartir un análisis (subjetivo, parcial y sesgado desde mis posturas, como cualquiera) que busca tratar de conseguir que las transformaciones por las que tantos hemos luchado durante tanto tiempo se hagan, finalmente, realidad.
N°1: LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA
En la discusión sobre la reforma educacional hemos escuchado innumerables veces el concepto de libertad de enseñanza, sin embargo, en medio una discusión muy polarizada, pocos han hecho referencia al origen de dicho modelo de política pública en nuestro país y qué supuestos lo justificaron.
Ya a mediados del siglo XIX, en medio de pugnas entre liberales y conservadores, uno de los temas controversiales tenía que ver con cómo abordar el sistema educativo. Por un lado, los liberales, afirmaban que era el Estado quien debía mantener, irrenunciablemente, la dirección de las escuelas y liceos, con el fin de proteger los principios de la República por sobre los intereses evangelizadores de la Iglesia Católica. Por su parte, la Iglesia Católica reclamaba que no podía existir una formación en libertad si existía un monopolio en la contratación de docentes, en la rendición de exámenes, en las estructuras curriculares y en los métodos de enseñanza. De esta manera, y luego de un largo debate que imaginarán, se establece en 1874 el concepto de “libertad de enseñanza” como modificación a la Constitución de 1833 (art 12, n° 12).
¿Qué objetivos busca el establecer esta libertad?
Básicamente busca garantizar la posibilidad de que puedan existir proyectos educativos alternativos a la educación provista por el Estado. De esta forma, podrían coexistir en nuestro sistema proyectos educativos particulares junto al proyecto de la educación pública.
Esto se consagró durante los años, tanto en los cuerpos legales venideros, como en el propio ejercicio de la educación chilena. Tanto así, que en 1970 se entendió como una reforma constitucional necesaria el extender la libertad de enseñanza entre los derechos fundamentales (art. 10 n°7). Pero, en todo caso, la comprensión generalizada y que se plasmó en esa reforma fue que debía existir una colaboración por parte de los particulares a la función de educar -primariamente del Estado-, cumpliendo con la normativa vigente y entendiéndose que esa educación debía ser gratuita en la medida que recibía financiamiento estatal. Es más, en ese entonces la FIDE (agrupación de colegios particulares) aprobó en un congreso, que “la existencia de colegios pagados aparece como un anacronismo, ya que éstos son uno de los signos más visibles de la desigualdad social”. Incluso, la educación particular no estaba excluida de los principios de democracia y no-partidismo que debían estar presentes en todo el sistema educacional, plasmados en la garantía constitucional de contar con textos escolares de diversas orientaciones. Es decir, se velaba por la inclusión democrática de todos los ciudadanos y todos los modos de pensar. Resulta evidente, pero cabe señalar que nunca entonces se esgrimió la libertad de enseñanza como una excusa para hacer negocio con la educación, menos con recursos públicos.
Esto fue así hasta que, en 1980, la dictadura cívico-militar introdujo una variante a esta lógica, consagrada en la constitución de Pinochet. En ésta, además del artículo referente al derecho a la educación, se agrega que “la libertad de enseñanza incluye el derecho de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales”, con la mera restricción que éstos no atenten “contra la moral, las buenas costumbres, el orden público o la seguridad nacional”, ni que tengan fines político-partidistas.
Estas nuevas disposiciones, sumadas al cambio de estructura de la educación pública hacia la municipalización, las formas de financiamiento ligadas a la asistencia y la precarización de la formación y de las condiciones laborales de los docentes, generaron el comienzo de una caída sostenida de la matrícula de la educación pública, así como la proliferación de la educación particular subvencionada, motivada en muchos casos por el afán de lucro. Ya en los ‘90, como si fuera poco, la «libertad de enseñanza» llevó al primer gobierno de la Concertación a introducir el financiamiento compartido (cobro de colegiatura en establecimientos que reciben subvención del Estado), acelerando aún más el proceso segregador.
El resultado de este experimento, nos lleva precisamente a una interpretación dual de la «libertad de enseñanza»: (i) como la posibilidad de los padres de escoger la educación para sus hijos, y (ii) como la libertad de emprender con un establecimiento educacional, la libertad de definir parámetros de exclusividad para su acceso, reclamando la obligación del Estado para financiarlo.
Lo que está en disputa en esta reforma es esta última interpretación. Pero ¿estamos hablando de libertad de enseñanza o de libertad de admisión?
Cuando se puede cobrar una mensualidad, o se pueden hacer exigencias de índole cultural y religiosa a los padres, incluso sobre su estado civil, o una entrevista o prueba de selección en los niveles de educación obligatoria, más que libertad de enseñanza, pareciera que los colegios «se reservan el derecho de admisión».
La pregunta en este debate es la siguiente. ¿Cabe dentro de la «libertad de enseñanza», la posibilidad de establecer parámetros que excluyen a niños y jóvenes del derecho a la educación, con la agravante de recibir recursos de todos los contribuyentes para su funcionamiento?
El ex ministro Harald Beyer, en audiencia de la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, sostuvo que sí, que para garantizar la «libertad de enseñanza», no era suficiente la elección de los padres debido a que esta acción no garantizaría un «compromiso real» con el proyecto educativo. Desde su perspectiva, los establecimientos -y sus sostenedores- serían los «guardianes» de ese proyecto educativo, reservándose el derecho a fijar los parámetros de admisión que estimen convenientes.
¿Cuáles serían entonces los límites de la «libertad de elegir”?
¿Se podría excluir a un joven por su orientación sexual? ¿A un joven que no ha recibido el bautismo o no ha hecho la primera comunión? ¿Al hijo de una madre soltera? ¿A quien nació en una familia bajo determinado nivel de ingreso? ¿A quien tiene alguna necesidad especial de aprendizaje?
Las respuestas posibles, negativas o afirmativas, no son técnicas, sino profundamente políticas. Tengamos un debate que asuma las reales consecuencias de las políticas públicas y no sobre eufemismos que intentan esconder la realidad o visibilizar un espejismo.