Tomas en el Instituto Nacional: legalidad y política
22.08.2014
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22.08.2014
Hace algunos días, la Corte de Apelaciones de Santiago acogió un recurso de protección, declarando que un protocolo firmado por la Municipalidad de Santiago y el Centro de Alumnos del Instituto Nacional era un acto ilegal y arbitrario que vulnera la libertad de enseñanza, el derecho de propiedad que los estudiantes tienen sobre su derecho a ser educados (sí, tal como lee) y la integridad síquica y física de los estudiantes que no desean paralizar. La corte, además, ordenó a los estudiantes abstenerse de hacer llamados a futuras y eventuales tomas o paralizaciones —¿es ello posible?— y a la municipalidad le prohíbe firmar acuerdos que permitan canalizar institucionalmente las tomas. La Corte de Santiago fue demasiado lejos y demasiado rápido en su fallo. Veamos por qué.
En primer término, el tribunal considera que las tomas siempre son actos violentos sin dar razones suficientes y específicas en el caso particular. Este presupuesto queda de manifiesto cuando al referirse a la Ley General de Educación destaca que los consejos escolares—instancias que, entre otros fines, promueven la participación de los estudiantes—deben “prevenir toda forma de violencia física y psicológica”. Lo que hace la ley es muy sensato: la violencia no puede tener cabida en los colegios, y a los consejos escolares les cabe responsabilidad en “prevenir” que eso ocurra. Pero de ello no se sigue que todas las tomas sean violentas. Falta algo ahí. La corte no muestra cómo ello es así; no lo hace en general, ni tampoco en este caso en particular. Más aún, a la Corte de Santiago no le importa que, por ejemplo, para adoptar la decisión de protestar los estudiantes realicen una votación, lo cual dista de ser un acto de violencia. Por otro lado, si como resultado de una toma hay daños, como la destrucción del mobiliario de un colegio o paredes rayadas, entonces la autoridad obviamente puede y debe tomar todas las acciones que estén a su disposición. Afirmar que una toma no es ilegal no implica que lo que allí suceda escape al derecho.
En segundo lugar, la corte reprocha tanto a la municipalidad como a los estudiantes la subscripción de un protocolo. Acá la corte incurre en dos errores; primero, el concebir el protocolo como un instrumento jurídico y, segundo, tratar a los estudiantes que concurren al mismo como entidad estatal con facultades acotadas legal y reglamentariamente. Así, señala que el Reglamento sobre Consejos Escolares (Decreto No 24 de 2005) “no les otorga facultades para resolver sobre tomas.” Pero el decreto tampoco concede facultades, por ejemplo, para organizar campeonatos deportivos. ¿Declararía la corte ilegal un acuerdo para organizar un campeonato de fútbol? Lo mismo ocurre con el reglamento que establece las funciones del centro de alumnos. ¿Es razonable reclamar de organizaciones internas de estudiantes, como sí lo es respecto a los órganos del Estado, que estas no adopten decisiones sino respecto a las funciones específicamente establecidas en sus reglamentos? Acá, insistimos, la corte peca de entender un acuerdo político transitorio —el protocolo—, como un estatuto jurídico permanente. Equipara, además, a la municipalidad con los estudiantes. A estos últimos, y sus organizaciones internas, las trata indebidamente como organismo de derecho público.
En tercer lugar, la corte cita el artículo 10 de la Ley General de Educación, que dispone el deber de los sostenedores —en este caso la Municipalidad—, de “garantizar la continuidad del servicio educacional durante el año escolar.” De nuevo, una norma sensata es interpretada por la corte de modo absurdo: el protocolo que la municipalidad suscribía (al momento de resolver el recurso éste ya no existía y, sin embargo, la corte falla de todas maneras) buscaba justamente canalizar la forma de protesta de manera de conciliar legítimos intereses en tensión: por una parte, el derecho de los estudiantes de llamar la atención de la autoridad (en eso consiste la protesta social, nos guste o no) y, por otro, el deber del sostenedor de asegurar continuidad en el “servicio educacional”. Al firmar un acuerdo, la autoridad no aprueba el acto de protesta, sino que lo reconoce e intenta darle una salida institucionalizada a él, evitando el uso de la fuerza.
En cuarto lugar, y que resulta totalmente contradictorio en el razonamiento de la corte es que, al reconocer que en Chile se garantiza la libertad de expresión, afirma que “como todo derecho tiene límites resultando obvio que en uso de ella no se puede imponer medidas de fuerza.” Pero el protocolo buscaba justamente satisfacer la condición de ejercicio de la libertad de expresión que la corte reclama; la de deliberar y votar el curso de la acción estudiantil. Por eso la corte debe ir a buscar jurisprudencia nacida en dictadura, pues allí las tomas se caracterizan como actos intrínsicamente violentos, como la imposición por medio de la fuerza, no deliberada, de una decisión a terceros. Pero, como hemos dicho, no basta con afirmar tal cosa; debe mostrarse que ello es efectivamente así en el caso concreto.
El voto disidente es escueto pero certero: señala que este es un asunto político donde los tribunales debieran tener el tacto suficiente para saber cuándo mantenerse a distancia; una suerte de autorrestricción judicial que reconoce, como alguna vez señaló el ministro Hugo Dolmestch, que “el derecho es un instrumento limitado, que solo puede solucionar determinados conflictos de la vida humana”. Los críticos del activismo judicial, como los profesores José Francisco García y Sergio Verdugo, debieran festejar el voto de minoría de este fallo, aunque hasta ahora no se les ha escuchado una sola palabra.
Quienes redactaron el fallo tienen derecho a pensar que las tomas y las paralizaciones (ellos las tratan como un todo) son malas, molestosas o inconducentes. Pero para afirmar que son siempre ilegales, no basta con manifestar su desaprobación. Si lo que hay en juego son derechos fundamentales, incluso aquellos cuyo ejercicio genera molestias en otros, entonces el estándar de argumentación es mucho más alto. La corte no ve esto y maltrata el derecho con una sentencia pobre en razones e ilusa en sus pretensiones.