Proyectos de fin al lucro, a la selección y al copago: Un análisis crítico con espíritu constructivo
07.08.2014
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07.08.2014
Los proyectos hasta ahora presentados por el Gobierno no han logrado seducir a una mayoría suficiente de las fuerzas democráticas que protagonizaron y apoyaron los movimientos de 2006 y 2011. Distintos actores del mundo educacional plantean, con justa razón, que la reforma no tiene claro el gran eje de sentido de cualquier cambio educacional democrático: el fortalecimiento y expansión de la educación pública como pilar educativo del país.
Los poderes fácticos y la derecha han tergiversado estos planteamientos, intentando con oportunismo -como siempre- legitimar la defensa de sus intereses económicos y culturales, aquellos beneficiados por las reformas neoliberales de la dictadura y las administraciones posteriores.
No obstante, el oportunismo de la derecha no puede ser excusa para ignorar el carácter de los cambios propuestos por el Ejecutivo y sus déficits.
Algunos de sus redactores y defensores sugieren que, aunque los proyectos presentados no resuelven el problema de la educación pública, ni acaban completamente con el mercado, sí intentan responder a importantes demandas del movimiento social. Por lo mismo, muestran incomprensión ante el hecho de que parte de la izquierda política y las fuerzas sociales no los apoyen y/o asuman como propios. Sería ésta una posición que, en los hechos, ayudaría al bloqueo que levantan la derecha y los poderes fácticos.
Sobre esto hay que ser claros: es positivo el fin del lucro, de la selección y del copago. Por desgracia, en el diseño de los proyectos en cuestión prima un abordaje economicista -particularmente dañino cuando se aplica a educación- que los hace instrumentos, al menos, insuficientes. Este abordaje es consecuencia de un diseño político en que el Gobierno ha optado por prescindir de un acuerdo amplio con las fuerzas sociales y el mundo educacional, al mismo tiempo que blindar mecanismos fundamentales de las políticas neoliberales, como los subsidios a la demanda, que son los que hacen finalmente de la educación un mercado.
Es por ello que el ministro se comporta como un regulador de los excesos del mercado en lugar de ser el constructor de una mayoría política a favor de los cambios. Mientras el primer rol no requiere de capacidad de articulación política sino sólo de ajuste técnico y coherencia lógica, pues los intereses del mercado se juzgan corporativos, el segundo rol involucra la articulación de intereses sociales y políticos diversos. Esta aproximación al problema es la raíz de su debilidad actual, más allá de características personales y déficits comunicacionales.
Por cierto los proyectos tienen elementos positivos. Pero hay problemas en su diseño. Por responsabilidad ante el país no podemos dar soluciones incompletas en este delicado tema y no debemos temer, por lo mismo, a un enfoque crítico sobre ellos.
El proyecto que termina con la selección en la educación escolar, aunque persigue una meta valiosa, arriesga el fracaso de su propio objetivo por una apresurada definición de instrumentos. La fórmula propuesta ignora la complejidad del proceso social tras las dinámicas de elección de escuela y selección, simplificando su respuesta y aplicando coacción -en aras de una solución rápida- en ámbitos particularmente sensibles para las personas.
Debe tenerse en consideración que la legislación ya entrega herramientas, en el papel, para controlar algunas prácticas de selección discriminatorias en establecimientos que reciben recursos públicos hasta el sexto año. Sin embargo, es por todos conocido que el espíritu de la ley es permanentemente burlado, y los colegios siguen seleccionando por los más diversos motivos en todos sus niveles. La prohibición de seleccionar debe consolidarse, fiscalizarse y extenderse a todos los tipos de discriminación arbitraria aún vigentes y hacerse aplicable a la totalidad de las escuelas y niveles educativos, incluidas las particulares pagadas.
Sin embargo, terminar con la selección en un sentido sustantivo no pasa centralmente por aumentar el poder coactivo de los instrumentos o centralizarlos, sino por una transformación social y educacional que enfrente sus causas, entre las que destaca las diferencias de calidad integral (reales y percibidas) entre establecimientos que reciben recursos públicos. Esto es justamente lo que han sugerido estudiantes y apoderados en los últimos meses. Los planteamientos de estos últimos, aun manipulados por la derecha, no pueden ser ignorados y catalogados como “defensa de intereses corporativos”.
Sería razonable que el gobierno asumiera un enfoque más sustantivo que coactivo respecto de la selección. Será incompleto cualquier intento de superarla que no enfrente una refundación de la educación pública en un sentido no subsidiario ni focalizado, es decir, como derecho social universal, de modo tal que amplios sectores de la sociedad se encuentren en ella y puedan tener una experiencia común en contextos de aprendizaje con calidad integral. Por lo tanto, la aplicación de esta prohibición no puede implementarse de manera desvinculada con la desmunicipalización y fortalecimiento de la educación pública.
Sin este paso (el necesario y urgente fortalecimiento de la educación pública), y sumado a la manera en que se plantea el fin del copago, se genera un vacío que la educación pública en su estado actual no es capaz de resolver, poniendo en riesgo su propia existencia. Ello polariza la reforma innecesariamente con una parte relevante de la sociedad.
Estos sectores no son una clase media “aspiracional” o “arribista” que busque distinguirse a través de medios no meritocráticos, contra la cual tenga sentido aplicar la coacción estatal como integración forzosa. Se trata de personas que viven de su trabajo, con ingresos iguales o menores a la media nacional, y que buscan proteger y formar a sus familias en ambientes socialmente integrados. No persiguen hacerse ricos, sino ser parte de la vida moderna, aquella a la que no accede un sector del país justamente a raíz de las políticas neoliberales.
Ha sido la política subsidiaria de la Concertación, y no las familias, la que ha concebido la educación pública como focalizada en las capas sociales más bajas. Integrarse a la sociedad, en el neoliberalismo, obliga a rehuir de la prestación directa de los servicios del Estado -estigma de los sectores sociales más desvalidos y excluidos-, utilizando sus subsidios en el mercado. La conducta de los padres que eligen colegios con copago es perfectamente racional en ese diseño. No se les puede culpar de los déficits de integración social del neoliberalismo chileno. Sobre todo cuando la reforma omite el problema de los establecimientos particulares-pagados, que sí son utilizados por algunos sectores con un interés manifiesto de separarse del resto de la sociedad.
Es por esto que proponemos que el proceso de terminar con la selección mediante un mecanismo centralizado sea pilotado en lugares donde las condiciones en la provisión de la educación sean similares, expandiéndose progresivamente a una cobertura nacional.
En segundo lugar nos referiremos al proyecto que plantea el fin del copago y que busca hacer realidad una de las demandas centrales del movimiento estudiantil: la gratuidad de la educación.
El proyecto propone aumentar el financiamiento a los privados sin cuestionar el subsidio a la demanda (mecanismo central de la política pública neoliberal) ni la criticada Ley SEP (de subvenciones preferenciales), principales palancas que obligan a los establecimientos a competir unos con otros y a entender la preocupación por los estudiantes más pobres como incentivo económico. A su vez, se ha señalado que dicho aumento será progresivo y supeditado a la disposición de fondos, lo que plantea la duda razonable sobre la efectiva realización de la gratuidad. El proyecto tampoco impone nuevos imperativos a los colegios subvencionados que pasarían a formar parte de la provisión universal gratuita, como mayores espacios democráticos, por ejemplo.
De este modo, en vez de diseñar una nueva relación entre la esfera pública y la privada que potencie los proyectos valiosos de muchos establecimientos particulares, se pone en un mismo plano a los distintos proveedores privados, distinguiéndolos por el monto del copago y no por su proyecto. Esto es lógico en la medida que se mantenga el diseño subsidiario, puesto que no se financian instituciones sino estudiantes. Éstas aparecen entonces como proveedores genéricos, cuyos fines son equivalentes para la política pública. El Estado sólo los distingue por cuánto cobran y por sus rendimientos en pruebas estandarizadas. Así, el lógico carácter gradual e incremental de la aplicación de la gratuidad se define por el monto del copago y no por los proyectos que sean más o menos centrales para la sociedad chilena.
Que exista educación particular no es negativo en sí mismo. Debemos recordar que ha sido el mercado el que la ha tergiversado y simplificado. Es decir, en principio, la diversidad no alude a distintas formas (mejores o peores) de producir lo mismo (puntajes SIMCE), sino a distintos modos de educar, que dan lugar a diferencias cualitativas, no de cantidad ni jerarquía.
Si se quiere pasar de una diversidad de mercado a una de proyectos, esto amerita estatutos o tratos diferenciados de proyectos relevantes para la sociedad chilena, sometiendo el financiamiento a definiciones políticas y educativas (donde las distintas congregaciones religiosas tienen un papel relevante) y no al revés. Enfocar la reforma de esta manera hubiese impedido, o al menos dificultado, la alianza de intereses entre establecimientos religiosos y empresas lucrativas en virtud de los mecanismos de financiamiento. Sobre todo cuando se sabe que los actores lucrativos no son los que cobran un copago más alto. Esta es la consecuencia de no cuestionar el subsidio a la demanda como principal mecanismo de financiamiento y de haber prescindido de un acuerdo con diversos actores sociales al momento de diseñar los cambios.
Por último, la proscripción del lucro intenta hacerse cargo del mecanismo de facto utilizado por las universidades para retirar utilidades: el auto-arriendo de inmuebles. En sí esta señal es positiva porque demuestra una voluntad más robusta que antaño para acabar con el lucro en educación escolar.
Para resolver este problema (sólo una de las variadas posibilidades de retirar recursos) el gobierno propuso comprar los inmuebles, sin que por eso el colegio o escuela subvencionada pasase a dominio público. Mismo principio han aplicado para plantear que, con las nuevas indicaciones propuestas por el ejecutivo, los sostenedores no dueños podrán arrendar la infraestructura a un 11% del avalúo fiscal dada la prohibición que tendrían de retirar utilidades.
El error aquí es presuponer que se lesionan los intereses de los proveedores al impedir la capitalización de su inversión por el traspaso del inmueble a una corporación sin fines de lucro. Si se persigue proscribir el lucro, la lesión de intereses a quienes lucran es inevitable.
Como es sabido, una gran cantidad de colegios (sobre todo los fundados con anterioridad a la reforma de los ochenta) no posee fines de lucro explícito. Ofrecer a todos la opción de compra del Estado es ilógico puesto que la mayor parte de estos oferentes no debiese desear tal capitalización, dados sus fines propiamente educacionales. Este argumento ya ha sido planteado por otros sectores progresistas y de izquierda y debe ser atendido.
Otra situación es la que se presenta cuando el inmueble es de terceros o está en proceso de adquisición (hipotecado). Ahí es razonable discutir una solución que permita a los colegios seguir funcionando sin que haya lucro por la vía de la renta. Pero no es lógico que el Estado ofrezca indiscriminadamente la opción de capitalizar los inmuebles con recursos públicos, a no ser que, de facto, busque “recompensar” a los proveedores con fines de lucro costeando el “retiro de inversión” e impulsando su cambio de orientación hacia una no lucrativa.
Si lo que busca evitar el proyecto es una fuga de los proveedores privados con fines de lucro, que deje a la deriva a una gran cantidad de estudiantes, lo lógico sería que la compra de establecimientos sea una opción y no una obligación para el Estado.
En lo que estamos de acuerdo, y creemos no se puede retroceder, es en la prohibición de cualquier tipo de arriendo entre personas relacionadas. Ceder en este punto significaría dejar la puerta abierta a quienes insisten en hacer de la educación un negocio.
Capitalizado el sostenedor con la venta del inmueble (por cómo está planteado el proyecto), queda la incógnita de su ganancia como salario por concepto de administrador. Si este salario es demasiado elevado, o bien se permite al sostenedor poner varias personas de su confianza a recibirlo, se podría proyectar el lucro en la medida que parte de esos dineros no paguen el trabajo de aquellas personas sino que constituyan ganancias encubiertas. Esto, como sabemos, ocurre en otros espacios de la sociedad (como directorios de empresas, por ejemplo).
Asimismo, la administración de los colegios que se financian a través de fondos estatales, debería estar sujeta a los mismos mecanismos de control que se imponen a las escuelas públicas. Por último, sólo una contraloría social democrática y la decisión efectiva de sacar del sistema a los proveedores con fines de lucro puede efectivamente resolver estas cuestiones.
De nuevo, el Gobierno pone en un mismo plano a todos los colegios particular-subvencionados, puesto que la opción de compra se hace extensiva a todos ellos. Lo escandaloso que sería el hecho de que todos o una proporción relevante optara por vender (es decir, que el Estado chileno financiase su capitalización sin que por eso las escuelas sean de su dominio) es visible para cualquiera.
En síntesis, los proyectos llevan implícita una política que sigue concibiendo su acción sobre la sociedad como la regulación de mercado bajo las lógicas neoliberales de subsidios a la demanda. La ausencia de conocimiento de la política sobre los procesos que vive la sociedad, más allá de su dimensión económica, y su incapacidad de proceder en ellos con legitimidad y eficacia, lesiona la construcción de una alianza social que pueda apropiarse de los cambios propuestos hasta ahora e impulsarlos como propios.
La reforma propuesta por el gobierno facilita el agrupamiento de intereses entre los distintos oferentes privados, puesto que en principio los trata como proveedores genéricos, lo que a su vez ayuda al juego de la derecha y los poderes fácticos de presentar toda transformación como un atentado del Estado contra la libertad. Esto no beneficia ni completa el proceso de acumulación de fuerzas para el cambio educativo llevado adelante por los movimientos de 2006 y 2011, sino que, justamente, lo debilita.
En resumen, la reforma planteada debilita el campo propio y fortalece el de los que se oponen a todo cambio. Es más: le dio a una derecha que estaba en el punto más bajo de su historia la posibilidad de reagruparse. Afortunadamente, tal instalación, más allá de golpes mediáticos (como su intento de manipulación de los apoderados), no ha ocurrido. La ventana de los cambios sigue abierta, a pesar de los errores y las confusiones.
El interés de las fuerzas democráticas en que efectivamente se logre una educación sin lucro, gratuita y sin selección, debe ser mayor al cálculo particular de cada actor por separado. Es necesario reconstruir la confluencia de las fuerzas de cambio en este frente y las iniciativas que vendrán. En ese sentido sería un paso importante que las organizaciones sociales propongan términos de confluencia que sirvan de orientación frente a estos proyectos y los que se presenten.
Lo esencial de la unidad es el principal aprendizaje que deben extraer las fuerzas de cambio ante lo que va de reforma. La derecha, los poderes fácticos y la cúpula DC se comportan tal como lo han hecho siempre, no hay sorpresa en ello. Es la unidad de las fuerzas democráticas la que debe inclinar la balanza. Es aquella unidad la que ha quedado cristalizada en las amplias movilizaciones sociales de los últimos años y la que ha abierto la puerta al cambio democrático.
El gobierno tiene espacio aún. Las fuerzas sociales han demostrado en las últimas semanas que son conscientes que derrocar ministros no es un fin en sí mismo. Lo que mueve a la Confech y a las organizaciones sociales del mundo educacional es avanzar en una reforma que se haga cargo de su demanda histórica (ampliamente apoyada por la ciudadanía) de construir una nueva educación pública como pilar central del modelo educativo.
Es necesario obrar en los cambios a la educación pública en base a un amplio acuerdo social democrático, proponiendo una reforma que supere los estrechos marcos tecnocráticos de la política pública actual. Desde ya, nos ponemos en disposición de contribuir a dicho acuerdo.