La fallida promesa democrática
28.07.2014
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28.07.2014
El acuerdo tributario entre la derecha y parte de la Nueva Mayoría no solo nos recuerda a la Concertación y su capacidad infinita para diluir toda reforma económica sustancial; nos recuerda también la difícil relación entre democracia y poder económico.
Esta compleja relación está en la base de la crítica que Gerald Cohen le hiciera, desde una posición igualitarista, al principio de diferencia de John Rawls (1). El principio de diferencia puede ser enunciado de la siguiente manera: se aceptará desigualdad siempre y cuando ésta permita mejoras de bienestar para los más desfavorecidos. De este modo, si fuese verdad lo que dice el empresariado y la derecha, en cuanto a que el aumento de los impuestos a los sectores de más ingresos terminaría perjudicado a los pobres (algo discutible, en este caso al menos), encontraríamos en Rawls una justificación ética para el accionar de la derecha política y económica.
Cohen, sin embargo, no consideraba esta argumentación moralmente válida. El centro de su crítica a la aplicación del principio de diferencia adopta la siguiente forma: resulta aceptable -justo- sacrificar igualdad si tal sacrificio es condición para mejorar la situación de los menos favorecidos, siempre y cuando la causalidad que media entre la desigualdad y el bienestar de los desfavorecidos -el hecho que la desigualdad sea condición necesaria-, no sea endógena para un sector de la sociedad, en tal caso la validez moral del enunciado dependerá de qué persona lo sostenga.
Cohen argumentaba que no tiene el mismo valor moral la afirmación de un detective que dice: señora si no pagamos la fianza lamentablemente su hijo será ejecutado, respecto a la misma afirmación hecha por los secuestradores, señora si no paga la fianza lamentablemente su hijo será ejecutado. En este caso, la palabra «lamentablemente» no puede ser efectivamente sentida por los secuestradores, pues de ellos depende la existencia del hecho por el cual supuestamente se lamentan, son ellos los que hacen cierta la premisa de la afirmación.
Nada muy distinto a la postura del empresariado chileno, a saber, no es moralmente aceptable su afirmación de que si se suben los impuestos serán las personas de menores ingresos las que pagarán las consecuencias, pues depende de ellos, de sus decisiones de inversión, que aquello sea cierto. A este comportamiento de los empresarios se le suele llamar huelga de capital. En otras palabras, no es un principio moralmente aceptable el que nos propone renunciar a lo que deseamos mayoritariamente como sociedad, si producto de la acción desestabilizadora de una minoría esa política que deseamos implementar se vuelve indeseable (o muy costosa).
Así, la crítica de Cohen a Rawls da cuenta de una relación entre poder político y poder económico inherente a las sociedades capitalistas. A su vez, permite distinguir dos agendas políticas que la izquierda debiese empujar. Por un lado, dado los márgenes de lo posible, que se determinan en parte por el poder de veto de los capitalistas (la huelga de capital), la izquierda debe hacer sus mayores esfuerzos para lograr ubicar las políticas distributivas de ingresos en la frontera de tales márgenes. Por otro lado, consciente de lo inaceptable de dicho poder de veto, la izquierda debe promover a largo plazo una agenda que tenga como fin la eliminación de este poder.
Estas dos estrategias, la primera enunciada -pero no llevada a la práctica- por los gobiernos de la Concertación y la segunda simplemente olvidada, son complementarias y ambas necesarias para enfrentar, con cierta probabilidad de éxito, el problema de la desigualdad en Chile.
Como suele ser un debate ausente, en lo que queda me centro en la segunda estrategia (i.e., la limitación del poder de veto).
El sistema de AFPs, además de no dar pensiones dignas, representa una excepción a la lógica capitalista, ya que en este caso la acumulación de riqueza no necesariamente implica mayor poder para quienes la acumulan. Bajo el argumento que lo único importante es la rentabilidad de los fondos, se implementó un sistema en que los ahorros de los trabajadores no le permiten a estos tener mayor incidencia en el curso que toma la sociedad. Más aun, lo más probable es que sus ahorros actúen en contra de sus intereses.
Los mecanismos detrás de esta excepción son múltiples, aunque todos se deben al hecho que la decisión de dónde invertir se basa principalmente en la rentabilidad de la inversión. Por ejemplo, si aumentan los impuestos en el país, los fondos de las AFP -con cierto límite- se pueden ir a otro país, lo que puede afectar el empleo, pudiendo limitar la deseabilidad de tales reformas: ¡una huelga de capital con los propios ahorros de los trabajadores! A su vez, los fondos pueden favorecer empresas que paguen bajos salarios o que tengan prácticas antisindicales; también pueden permitir el desarrollo de empresas que contaminan más que el promedio; todo esto es posible si tales empresas dan una mayor rentabilidad que el resto. De esta manera, a diferencia de la elite económica, que sí logra una sobre representación en el campo político producto de su capacidad de ahorro, los trabajadores comunes y corrientes prestan forzosamente los ahorros de toda su vida aun cuando la dinámica de inversión de tales ahorros limite su poder de negociación al interior de la empresa, destruya el medio ambiente donde habitan o restrinja el conjunto de políticas distributivas viables.
Así como transformar el sistema de pensiones puede limitar el poder de veto de la elite, existen otras agendas políticas que también pueden tener efectos en la misma dirección. A saber, se puede desconcentrar la propiedad privada con una sustantiva política industrial, toda vez que las economías basadas en innovación suelen tener derechos de propiedad más difusos que las economías basadas en la explotación de recursos naturales. También se pueden elevar los impuestos a la riqueza y a las herencias (apostando por su eliminación) o dar un mayor peso relativo a la inversión del Estado, con una preocupación especial por la densidad democrática en tales decisiones. Por último, la izquierda no debe abandonar su búsqueda por transformaciones más radicales de las lógicas capitalistas, por ejemplo experimentando y estudiando los efectos de las cooperativas y de la democracia al interior de las empresas, incluyendo sus decisiones de inversión.
Cabe reconocer cierta ingenuidad en el trasfondo de mis palabras, problema que creo es inherente a toda postura que piensa que es posible hacer transformaciones profundas de modo gradual. En efecto, si la izquierda desarrolla una estrategia que se propone, etapa por etapa, desmantelar los mecanismos que la elite posee para estar sobrerrepresentada políticamente, ¿por qué la elite no utilizaría su poder, aún no debilitado en tal momento, para detener tal estrategia en las primeras etapas? En otras palabras, el gradualismo con horizonte radical presupone la menor capacidad de la elite de prever el derrotero lógico de una estrategia transformadora de este tipo. Y sabemos, gracias a decenas de ejemplos históricos, algunos de ellos dolorosamente cercanos, que este no es el caso.
Sin embargo, la ingenuidad no está solo de mi parte. Existe también una importante cuota de ingenuidad en la elite económica, si es que piensa que era posible echar a correr el ideal democrático, en que los pueblos serían los dueños de su destino, sin que nunca se cumpla tal promesa.
(1) Gerald Cohen (1991). Incentives, Inequality, and Community. The Tanner Lectures on Human Values. Stanford University (http://tannerlectures.utah.edu/_documents/a-to-z/c/cohen92.pdf).