Y después de los horrores en el Sename, ¿qué?
24.04.2014
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24.04.2014
En un hecho excepcional, la Cámara de Diputados aprobó por la unanimidad de los parlamentarios presentes las conclusiones de la comisión que investigó las responsabilidades en las vulneraciones de derechos en dependencias a cargo del Servicio Nacional de Menores (Sename). La totalidad de los representantes estuvo de acuerdo en afirmar la existencia de violencia en los hogares y la responsabilidad que le compete al Estado por esta situación.
La discusión en la Cámara de Diputados se prolongó por dos días con la presencia del recientemente nombrado ministro de Justicia, José Antonio Gómez. Fue sorprendente escuchar a los parlamentarios con la voz entrecortada, algunos casi no podían dominar la emoción; sus palabras eran arrebatadas por el dolor. Se trató al informe como “desgarrador”, “lo más doloroso que me ha tocado escuchar aquí en el Congreso”, “conmovedor”, “que se describían situaciones horrorosas”, etc. Hablaron numerosos diputados y desde todas las bancadas políticas se mostró la indignación que producía la existencia de graves vulneraciones de derechos que ocurren en los hogares que el Estado ha dispuesto supuestamente para la protección de los niños que han sido objeto de la violencia o la negligencia. En suma, el Estado vulnera cuando busca proteger.
Si bien existían diferencias de matices en la atribución de las responsabilidades, se afirmó unánimemente que esto debe ser cortado de raíz y se concluyó que el Estado de Chile tiene una deuda con las niñas y niños más vulnerables y desvalidos.
Lo más sorprendente de todo esto es que la situación de vulneración de derechos de los niños en los hogares se sabe hace al menos 60 años. Y hasta existen filmes en donde se registra esa vulneración desde aquella época. Uno de los más renombrados son los estudios realizados por Rene Spitz.
La vulneración de derechos en los hogares es conocida desde los años 1950 en adelante. Los estudios se duplican con la internación masiva de niños en hogares durante la Segunda Guerra Mundial en Europa.
Podríamos decir que dos son las formas en que son vulnerados los derechos de los niños y niñas que viven en hogares. Por un lado, por la experiencia a que se somete a los internos en el hogar; muy similar a las instituciones totales descritas por Erving Goffman, en donde se pierde la libertad, la singularidad, la identidad, los límites de lo privado y lo público. Este tipo de instituciones obliga a todos sus miembros a una experiencia homogénea, violentando toda posibilidad de la diferencia. En los hogares todos los niños son sometidos a una experiencia absurdamente homogénea, rutinaria, todo es de todos, todos deben hacer lo mismo, no hay lugar a la intimidad. Es frecuente ver en ellos dormitorios colectivos, cámaras de vigilancia, puertas cerradas, accesos denegados y controlados a voluntad por quien está a cargo en nombre de su protección; se les prohíbe a los padres sacarse fotos con sus hijos, suena una sirena cuando termina el horario de visita, los niños son despojados de sus pertenencias al ingresar al hogar, etc.
Por otro lado, está la experiencia de carencia afectiva del niño en el hogar. La falta de una mano para acompañarlo cuando llora en momentos de angustia y en situaciones de dolor. La situación no se da por la mala voluntad de nadie, sino simplemente porque no existen los recursos para tener al personal necesario para acompañar a los niños. No hay recursos económicos, dicen desde la institución. Y los niños no tienen el afecto personalizado de alguien que acoja su dolor y que renueve sus esperanzas.
A todo lo anterior se han sumado ahora, en los sucesos analizados por la Cámara, hechos de connotación pública, como fue que los niños habrían indicado que han sido objeto de abusos sexuales, sometidos al comercio sexual y a la violencia de adultos y de pares. La investigación de la Unicef y del Poder Judicial no nos pudo precisar cuándo, dónde y cómo, no obstante la gravedad de estos dichos no ha sido rebatida por nadie.
Entonces, sólo nos queda decir una cosa: si sabemos desde hace más de 60 años que los niños son vulnerados en sus derechos dentro de los hogares, ¿por qué la sorpresa e indignación de todos hoy? Solo cabe una explicación: los niños han estado ausentes de nuestra memoria. Su olvido ha sido un hecho sistemático y su dolor, simplemente ahogado en el silencio.
Lo que ocurrió en el Congreso es una oportunidad única de darle lugar en nuestra memoria a la infancia. Los niños requieren de la historia que los adultos pueden conservar y transmitir para ellos. Ocuparse de los niños es un imperativo porque nos compromete a todos como sociedad. Cuando lo hacemos le damos un lugar a la memoria y a la verdad. El sufrimiento en la infancia es un espacio para pensar en el respeto que hace falta para la construcción de quienes somos.
Si sabemos desde hace más de 60 años que los niños son vulnerados en sus derechos dentro de los hogares, ¿por qué la sorpresa e indignación de todos hoy? Solo cabe una explicación: los niños han estado ausentes de nuestra memoria. Su olvido ha sido un hecho sistemático y su dolor simplemente ahogado en el silencio
Creo que la discusión no se reduce en pensar simplemente en si se deben o no cerrar los hogares. La solución no pasa por reemplazar a los hogares por familias de acogida. No se trata exclusivamente de identificar a los responsables institucionales. Se trata de un desafío mucho más importante, de una verdadera revolución en las formas del pensar sobre la infancia. Significa la obligación de darles un lugar en la historia. De hacernos, todos, parte de esta labor de protección contra el olvido.
Hacer memoria trae aparejado el anhelo de justicia. De esta manera surge el deseo, no sólo de proteger a los niños como es debido, sino que también de conocer las causas o condiciones familiares, comunitarias, sociales, económicas y culturales que dieron lugar a la vulneración de sus derechos. Esto no es un asunto privado que compete a algunas familias: es un problema colectivo. Sobre esta base tendremos una institucionalidad que pueda efectivamente acoger y amparar a los niños que han quedado expuestos a nuestro vergonzoso olvido.
En otras palabras, recibir un niño en dificultad (vulnerado en sus derechos) es acogerlo con su historia y con las condiciones que llevaron a la producción de la violencia o a la negligencia. El mal de las instituciones, las creadas por los adultos, los hogares, las familias de acogida, es querer tomar al niño sin su historia, tomarlo o secuestrarlo en la ideología institucional o en las adopciones mudas y llenas de olvido. Una nueva institucionalidad de la infancia requiere de una integración social en donde quienes reciben al niño lo hacen junto a sus pertenencias, identidad, memoria e historia; y a partir de ahí, con todo ello, se promueve una esperanza que toca no sólo al niño, sino al conjunto de circunstancias y personas que lo llevaron a su dolorosa situación. Así se podrá respetar la identidad de cada uno de los niños y de nosotros mismos como sociedad que integra a quienes quedaron fuera o simplemente fueron excluidos.