Ahora soy cota mil

Nací en la década de los 80’ en una población de la comuna de Macul, que no identificaré para no caer en los juegos de estigmatización. En ese entonces las casas tenían rejas de madera, pero no como las que vemos en las películas americanas: eran fabricadas con palos que sobraban de algún lado o los que se recogían en el peladero que teníamos de plaza.

Crecí entre drogas legales e ilícitas, esas que todos saben que están, pero nadie dice dónde se encuentran. La música que acompañaba los días, eran las balas que corrían entre las bandas rivales que se repartían las calles de mi población. Así crecíamos, así coexistíamos, viendo la cultura del delito como la manera de sobrevivir. Recuerdo que un amigo me decía que vivía en las calles de Nueva York, no por lo cosmopolita, sino por lo peligrosas (me daba vergüenza, pero después me reía). En esas calles, al parecer, mi futuro parecía definido. Si vivimos en una sociedad que te castiga por nacer o vivir en determinado lugar, eso era lo que me tocaba a mí, ese castigo social.

Mi madre, viuda a los 24 años, en realidad casi madre soltera, estaba separada de mi padre desde hacía mucho tiempo. Vivíamos con mi abuela, quien ya tenía encima 40 años como manipuladora de alimentos, aunque ella prefiere que la llamen por el nombre menos siútico: cocinera. Esa mujer hacía magia con la comida. Recuerdo que hasta el pan duro lo transformaba en algún menú.

Con ellas dos aprendí que tenía dos posibilidades: la primera, dedicarme al tráfico o a delinquir, era lo más fácil y podía reportarme dinero express. La segunda, buscar por medio del esfuerzo un mejor entorno, un mejor bienestar, pero era el camino más largo.

Mi mamá no pudo terminar cuarto medio. Mi llegada no se lo permitió, pero quería que yo, el único hijo, sí lo terminara y qué mejor buscando un “buen” colegio, de esos que llaman “particular subvencionado”. Incluso llegó a soñar con un colegio particular, pero la realidad económica decía otra cosa.

Cuando se instaló el colegio “religioso” más que exámenes o pruebas, teníamos que demostrar nuestra idoneidad. Por un lado, ella tenía que demostrar que estaba casada, aunque para ese momento era viuda. Pero no le creyeron, pues era muy joven, había que presentar el certificado de defunción. Primer filtro OK. Ahora quedaba el otro, mi bautismo. Ese no lo teníamos, así que a buscar la ceremonia, para conseguir pasar el segundo filtro.

Finalmente pude ingresar a la educación “particular”. Éramos varios los que veníamos de realidades marginales, y que teníamos mamás que trabajaban en lo que fuera para que sus hijos “fueran más que ellas”, el deseo que al parecer tienen todos los padres y que ahora tengo yo con mi hijo.

Pasaron los años y el momento esperado llegó. Logré ingresar a la universidad.  Mi familia esperanzada con el primero que llegaba a la educación superior y que ingresaba a un lugar que ellos solo conocían por la televisión, hizo que todos realizaran esfuerzos para conseguir la plata para cancelar la matricula. El niño estaba ingresando a una universidad pública, aunque igual había que pagar.

Hubo varios momentos en mi etapa universitaria en que tuve ganas de desertar. No quería seguir viendo a mi abuela o a mi mamá solicitando más plata para pagar las mensualidades. Si hasta créditos se consiguieron  para cumplir con su sueño: tener al primer profesional de la familia. Mi abuela me decía que haría todo lo posible para que yo no fuera cocinero, para que no pasara hambre, para que no viviera las dificultadas que le tocó vivir a ella. No quería que se repitiera su historia, ahora con su nieto.

Han pasado algunos años desde que me titulé y yo sigo visitando la población que me vio crecer. Ahora las rejas ya no son de madera, son de fierro y el peladero actualmente tiene pasto. La que era mi casa ya no lo es, aunque allí siguen viviendo mi madre, mi abuela y mis tíos.

Tengo mi departamento, mi automóvil, mis tarjetas de crédito y mis deudas en el sistema financiero, pero ahora puedo decir que soy “cota mil”: salí de la pobreza marginal para entrar a la pobreza de la apariencia social.

¿Pobreza de la apariencia social? Sí, aunque no lo crean, somos muchos los pobres que vivimos aparentando que somos “ABC1” o clase media (si ahora la mitad más uno pertenece a esa casta). Somos quienes tenemos más deudas que dinero en la cuenta corriente.  Nuestros amigos son la línea de crédito, los créditos de consumo y las famosas tarjetas bancarias “generosas que nos permiten comprar en hartas cuotas en el supermercado.

Ahora tengo acceso a lo que nunca tuve antes. Ya no hay que salir a las cuatro de la mañana para conseguir número en el consultorio, ahora nos vamos directo a la clínica. Ya no viajo en micro para ir a algún lado, ahora lo hago en mi auto. Ya no me voy a comer un completo al carrito de la esquina, ahora voy al restaurante de moda. Todo eso lo conseguí con mi acceso a la “cota mil”, pero viviendo de manera infeliz.

Salí de la pobreza material, para entrar a otra, la que yo llamo pobreza de apariencia social, en la que vivimos mostrando lo que los otros quieren ver de nosotros. Una sociedad que gira en torno al valor económico que represento para el mercado.