¿Vox populi, vox dei? El desencantamiento democrático y el nuevo ciclo político en Chile
26.12.2013
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26.12.2013
Había dejado de llover, pero nada hacía prever
que las cívicas esperanzas del presidente llegaran
a ser satisfactoriamente coronadas por el contenido
de una urna en la que los votos, hasta ahora, apenas
llegaban para alfombrar el fondo. Todos los presentes
pensaban lo mismo, las elecciones eran ya un tremendo
fracaso político.José Saramago, “Ensayo sobre la lucidez”.
En su Ensayo sobre la lucidez, José Saramago narra un proceso electoral desolador. Se trata de una historia infausta en la cual los electores apenas concurren a las urnas, donde los presidentes y vocales de mesa se muestran abrumados por el fatídico momento político que viven y donde el gobierno y los partidos políticos no encuentran respuestas e intentan explicar lo inexplicable con razones absurdas: “El segundo elector tardó diez minutos en aparecer, pero, a partir de él, si bien con cuentagotas, sin entusiasmo, como hojas otoñales desprendiéndose lentamente de las ramas, las papeletas fueron cayendo en la urna. Por más que el presidente y los vocales dilataran las operaciones de verificación, la fila no llegaba a formarse, se encontraban, como mucho, tres o cuatro personas esperando su turno, y de tres o cuatro personas nunca se hará, por más que se esfuercen, una fila digna de ese nombre. Cuánta razón tenía yo, observó el delegado del pdm, la abstención será terrible, masiva, nadie conseguirá entenderse después de esto…”.
Al igual que esta historia de ficción demasiado parecida a la realidad, el desenlace de la segunda vuelta del pasado 15 de diciembre ha dejado una serie de efectos previsibles que tanto los políticos como los “analistas” -Patricio Navia, Alfredo Joignant, Mauricio Morales, Cristóbal Bellolio, entre otros- han interpretado con sorprendente histeria intelectual. La contundente victoria de Michelle Bachelet, el mediocre resultado de su contrincante Evelyn Matthei y particularmente el bajo nivel de participación, todo se sabía desde mucho antes; sin embargo, las lecturas políticas del resultado electoral carecen de esta claridad.
Utilizando los resultados electorales para torcer la historia a su favor o para reafirmar tesis que estaban preconcebidamente asumidas como dogmas, los analistas han estado más preocupados de entronar con optimismo a los vencedores y anunciar una muerte prematura de los derrotados, que de comprender las tensiones y conflictos del escenario político que se abre de aquí en adelante. Pero los resultados electorales no permiten establecer juicios tan tajantes y deterministas en un horizonte político incierto y contingente.
Efectivamente, hay dos lecturas totalmente contrarias que se podrían deducir de la reciente elección presidencial. Por un lado tenemos la visión de la ultraizquierda, que ha promovido la abstención con la consigna “No presto el voto”. Su fuerte presencia en el movimiento estudiantil, tanto entre estudiantes universitarios como secundarios, ha instalado una idea tomada del anarquismo: no votar representa una radical disconformidad con el proceso político actual y un clamor fervoroso por las grandes transformaciones.
Pero, también es posible una lectura contraria, que la derecha más conservadora no tardó en desplegar para eximirse de las críticas que señalan que el relato que ampara sus ideas tiene una resonancia cada vez más disminuida. Un nítido ejemplo de lo que mencionamos son las palabras del senador de la UDI Jovino Novoa, que ha declarado que la alta tasa de abstención es “una señal clara de que una inmensa mayoría de los chilenos está contenta en el país que vive”. Desde esta mirada, el acto de no votar no significaría una protesta contra la carencia de grandes transformaciones políticas, sino una simple muestra de que los grandes cambios no son ni deseados ni necesarios.
La tesis conservadora de que el abstencionismo demuestra una satisfacción con el estado actual de las cosas, donde la gente prefiere concurrir a los centros comerciales a comprar -participando así en la orgía consumista- en lugar de sumarse a la “fiesta democrática”, tiene una trayectoria tan larga y errática como la tesis anarquista. De hecho, los fundamentos de esta idea vienen de Jaime Guzmán, quien argumentó hace muchos años que “la estabilidad de una democracia puede medirse por la tranquilidad con que el ciudadano medio espera los desenlaces electorales, seguro de que su destino personal y familiar no se verá sustancialmente afectado. Cuando, en cambio, los cómputos se aguardan con la angustia de saber que en ellos se está jugando dramáticamente la esencia de tal destino, el quiebre de esa democracia se encuentra ya sentenciado”.
Guzmán, jurista e ideólogo del modelo político-constitucional vigente, proponía la falta de interés por los resultados electorales -donde el abstencionismo era una consecuencia lógica de ese fenómeno- como un proyecto político o una meta que, finalmente, la derecha conservadora sí pudo lograr. Paradójicamente, la ultraizquierda y la derecha conservadora están de acuerdo en el mismo diagnóstico descriptivo: las elecciones no cambian nada importante si se confirma que, de acuerdo a lo señalado por el mismo Guzmán, “las alternativas que compiten por el poder no sean sustancialmente diferentes”. La diferencia marcada por Guzmán, fiel representante de la oligarquía chilena, es su evaluación positiva de esta situación y su defensa de una idea de elecciones que no debe afectar el destino personal o familiar. Mientras que para los sectores más desfavorecidos, la idea de una elección que no cambia nada y donde no hay ninguna posibilidad de redistribución de la riqueza nacional se evalúa negativamente porque termina por desvirtuar y dañar la democracia.
A la hora de formular políticas públicas para el futuro resulta imposible pasar por alto estas dos visiones de la abstención y no considerar las virtudes específicas de otros sistemas electorales, como el venezolano, que, con voto voluntario y enfrentando un constante ataque a sus instituciones en un contexto altamente polarizado, alcanza una participación de 80% gracias a la implementación, entre otras cosas, de una serie de medidas que lo han convertido en uno de los más participativos de América Latina: el día de las elecciones hay gratuidad en el transporte público, mientras que los centros comerciales deben permanecer cerrados conforme a la ley.
La participación en los procesos electorales es un derecho. Por lo tanto, ejercer o no un derecho cívico, como votar en las elecciones, debe ser una decisión libre y soberana de cada ciudadano y ciudadana. Siempre será deseable que la participación política aumente, pues la democracia exige que la mayor parte de los potenciales electores decida quién debe tomar las riendas de un gobierno. Pero, para que ello suceda debe primar en cada uno de esos electores un compromiso cívico que los mueva a participar en el juego de la democracia representativa. Sin embargo, como muchos lo hemos reafirmado desde algunos años atrás, es necesario crear una cultura cívica cuyo objetivo sea también promover la participación responsable. Es por ello que el voto voluntario debe ir acompañado de un proyecto que implemente un programa educativo -en la educación básica y media- de valoración de la democracia, que promueva el compromiso de la ciudadanía con la construcción de una comunidad política en la cual puedan sentirse partícipes. En el mismo sentido, el plebiscito vinculante sería otro mecanismo concreto con el cual los electores sentirán que el voto puede cambiar en alguna medida las condiciones de su existencia política y social.
Siguiendo un camino de profundización de la democracia a través del perfeccionamiento e implementación de estos y otros mecanismos políticos (representativos y participativos) podría aumentar proporcionalmente la participación electoral. Sin embargo, el paso necesario para lograr estos objetivos requiere el reemplazo del sistema electoral binominal por un sistema proporcional que aumente la diversidad partidaria y termine con los forzosos equilibrios y privilegios del duopolio político. En definitiva, el cambio al régimen de inscripción electoral debe ir acompañado de una reforma general al sistema electoral, tarea que los gobiernos anteriores no han querido cerrar, puesto que, sumando y restando, el sistema binominal les trae más beneficios que perjuicios.
A pesar de la baja participación, el restablecimiento de la obligatoriedad del voto es una medida desesperada para intentar que los apáticos y críticos del sistema regresen a las urnas sin considerar los efectos más profundos del desencantamiento democrático. Si la política falla en su intención de convocarlos por la vía electoral ¿por qué habría que obligarlos a participar en un sistema que hasta ahora da muestras de una debilitada representatividad?
La participación electoral aumentaría si se incluyeran nuevos mecanismos políticos de democracia directa que compensen el principal déficit del régimen representativo: un Parlamento cada vez más débil deliberando a espaldas de la ciudadanía. Como lo demuestran las experiencias de Suiza, Uruguay y Argentina, estos mecanismos fomentarían un involucramiento efectivo de la ciudadanía en el proceso legislativo y se revertiría con ello la creciente desafección ciudadana de los procesos electorales. Pasaríamos, de esa manera, a un sistema democrático mixto que no sólo fijaría la iniciativa legislativa en una esfera netamente representativa, sino que expandiría su campo de acción hacia una esfera cada vez más participativa y menos dependiente de la agenda del Poder Ejecutivo.
En un escenario incierto, todos -con diferentes grados de vehemencia- se sienten y se declaran ganadores. A pesar de que el 45% de los votos no permitió el pronosticado triunfo en primera vuelta de su candidata, el bacheletismo había proyectado para el 15 de diciembre la conformación de una mayoría electoral incontestable que ahora ha sido puesta en cuestión por el abstencionismo. En la derecha, las voces más conservadoras también intentan encubrir su fracaso electoral ufanándose del supuesto desinterés de los electores por la campaña ciudadana a favor de una Asamblea Constituyente. Desde la orilla del progresismo no alineado con los grandes conglomerados políticos se jactan, prematuramente, del triunfo de sus ideas a partir del aparente consenso programático que estas suscitarían en una Nueva Mayoría que aún está en deuda con quienes se sienten defraudados por los candidatos de la primera vuelta y hastiados de los partidos. En la vapuleada izquierda el llamado a no votar se convirtió en el grito anómico y desesperado de un proyecto alternativo al modelo neoliberal que tampoco logró convocar a los electores ni hacer eco entre los críticos más moderados.
Tanto el triunfalismo avant la lettre de los partidos de la Nueva Mayoría como el naufragio de la derecha y el voluntarismo moral de la izquierda muestran que ningún sector se ha hecho cargo de las potentes señales que indican que la crisis económica y social, que comienza a recrudecer en todo el mundo, invita a reconsiderar en profundidad la manera con la cual una nación como Chile va a concebir sus nuevas formas de organización política y de regulación de sus esferas normativa y económica. El telón que bajó tras la mal llamada “fiesta de la democracia” nos muestra la necesidad de salir del frenesí maniqueísta de triunfadores y derrotados, para pensar más profundamente los términos en que se llevará a cabo la prometida gran transformación de la vida política chilena.
Frente a esta encrucijada el futuro gobierno de Michelle Bachelet se encontrará con un acertijo. Estamos frente a un resultado electoral que se puede leer de dos maneras contradictorias y no hay manera de saber si la tesis de la ultraizquierda o la derecha conservadora alcanzarán con el tiempo mayor o menor verosimilitud. Con todo, la mera existencia de esta duda podría dar sustento a los argumentos de la izquierda: el sistema representativo ha fallado en su tarea de comunicar a la elite gobernante con las opiniones e inquietudes de la sociedad. El objetivo de una elección es entregar una orientación y una legitimidad al futuro gobierno, pero con una abstención tan amplia las orientaciones de la mayoría del electorado siguen siendo un misterio.
Ante este dilema, la legitimación del sufragio universal como forma de expresión privilegiada de la democracia representativa deberá hacer frente a la creciente demanda de nuevos mecanismos de democracia directa. Empero, estos mecanismos serán objeto de múltiples resistencias entre las fuerzas conservadoras -tanto en la derecha como en la centroizquierda- que intentarán mantener el statu quo. En tanto, la izquierda deberá movilizarse hacia la reinvención de un modelo de sociedad lejos de los fantasmas del socialismo del siglo XX si quiere presionar al establishment para mover las fronteras de lo posible. Como es difícil saber a ciencia cierta lo que quieren los electores, una transformación de la institucionalidad política podría aclarar si las transformaciones imaginadas se dirigen a la esfera económica y social o si buscan mantener el sistema neoliberal heredado de la dictadura y legitimado en esta democracia que tanto valoraba Jaime Guzmán.
Frente a esta coyuntura, Bachelet tendrá una segunda oportunidad de consolidar un programa cuyo eje central será alcanzar una verdadera revolución en la educación pública y una serie de reformas efectivas al sistema tributario y laboral. Quedará por constatar si su obsesión por la gobernabilidad pondrá o no en conflicto la relación entre las diferentes sensibilidades políticas que conforman la Nueva Mayoría, las expectativas de su programa, la presión de la izquierda y los movimientos sociales y, por otra parte, las resistencias y negociaciones que podría entablar con la centroderecha más liberal y con los parlamentarios independientes. Su apoyo o rechazo a la conformación de una Asamblea Constituyente será la prueba de fuego para evaluar si su gobierno moderará las expectativas o permitirá que estas se sitúen en un horizonte de reivindicaciones que va desde el matrimonio igualitario hasta la nacionalización de ciertos recursos naturales. El nuevo gobierno de Bachelet deberá sortear también la resistencia de una de las evidencias más problemáticas que ha dejado la pasada elección, a saber, el desencantamiento democrático; ese extraño fenómeno en el cual la sociedad ve nacer y triunfar a la democracia, para luego experimentar un sentimiento difuso y latente de decepción que reivindica a posteriori la necesidad imperiosa de reinventarla.
Una transformación radical de la institucionalidad política, como la que proponen los defensores de una Asamblea Constituyente, permitiría una participación política que podría arrojar resultados favorables a la mantención del modelo actual, pero también podría mostrar que hay una justa demanda democrática para cambios profundos que podrían limitar el hiperpresidencialismo y el poder omnímodo del libre mercado sobre los ciudadanos.
Si la derecha impide una consulta ciudadana para aprobar o rechazar estos cambios, terminará enfrentándose irremediablemente a la encrucijada de un cambio “por las malas”, idea acuñada por Fernando Atria ante el escenario de un eventual bloqueo político, donde la izquierda utilizaría un mecanismo capaz de medir su fuerza y popularidad frente a la derecha. Esas condiciones tensionarían aún más el escenario político chileno obligando a la derecha a enfrentar su más grande temor: la posibilidad de un quiebre institucional fuera de los mecanismos políticos y constitucionales manejables. De esta manera, si la derecha pretende legitimar las bondades del modelo frente a sus críticos y evitar una impensada pesadilla revolucionaria, su única opción será apoyar la reconstrucción de las instituciones democráticas y la transformación política, pues de lo contrario “they´ll have only themselves to blame”.
Si el siglo XIX chileno se caracterizó por la instauración de una democracia representativa con sesgos culturales y censitarios evidentes y el siglo XX consagró un sufragio universal extensivo a la mayor parte de la ciudadanía, el siglo XXI estará marcado por la búsqueda de una democracia participativa que abrirá nuevas vías para una soberanía del pueblo cada vez más compleja y exigente. La puesta en práctica de una nueva forma de democracia podría desvanecer la concepción monista de lo político, que presupone que el voto es el único principio de formación de la soberanía y que la expresión de la voluntad general es la anulación de las sensibilidades que no fueron electas en las urnas.
Para la soberanía monista, la mayoría y la unanimidad entregada por la victoria en las elecciones es la figura normal y deseable de la expresión social, mientras que las diferencias son percibidas como una especie de patología social que niega la posibilidad de alcanzar la gobernabilidad sin polarización. Esta visión paranoica de la democracia, que reduce la discusión y el debate a demagogia y división, encuentra la única solución en la eliminación de las diferencias a través de la homogeneización neoliberal de la política y es la esencia de la visión que Guzmán desarrolló y consagró en el ADN de la Constitución de 1980.
A contrario sensu, la soberanía compleja dejará en evidencia que el voto no es más que uno de los modos de expresión de las preferencias y las voluntades y que si bien los representantes del pueblo seguirán siendo los elegidos legítimamente a través del voto, ya no podrán seguir siendo considerados como ventrílocuos de los intereses ciudadanos. De esta manera, la expresión de la soberanía en las diferentes instancias democráticas -elecciones parlamentarias, presidenciales, referéndums y plebiscitos constituyentes- lejos de significar la clausura de los procedimientos del imperativo democrático podrá representar la apertura, en el corto y mediano plazo, de un proceso multiplicador de las libertades políticas y de las oportunidades sociales en un nuevo orden constitucional y económico al servicio del máximo ideal republicano: el bien común.
Más allá del triunfo incuestionable de Bachelet, la alta abstención, la desconfianza y la desafección política se han entronizado en esta elección, dejando al pueblo -origen de la legitimidad de todo poder democrático- en los bordes del sistema político. En este escenario, la elección no garantiza más que la conformación de un gobierno que deberá estar al servicio del interés general, puesto que el veredicto de las urnas marcado por un 59% de ciudadanos abstinentes ya no podrá ser el único eslabón de la representatividad política del futuro.
La lectura autocomplaciente de que esta abstención es un fenómeno global o el resultado inevitable de una modernización capitalista que siembra una “cosmovisión” individualista, donde la política pasa a ser una cuestión de menor importancia, argumenta que el voto voluntario fue un error y que una simple corrección institucional resolvería el problema. Sin embargo, la evidencia internacional y regional desmiente esta falacia: la falta de participación es más bien un fenómeno chileno que empezó mucho antes del voto voluntario, pues la caída en la participación empezó en la década de los 90. Conjuntamente, la gran ola de apoyo a Barack Obama muestra que incluso en las economías capitalistas más avanzadas la participación puede ser alta, mientras que la tan criticada República Bolivariana de Venezuela logra niveles de participación de 80% con voto voluntario. Claramente, el problema no es el voto voluntario, sino el conjunto de instituciones políticas que han generado un sistema democrático que no estimula el interés del chileno promedio.
Por supuesto, algunos seguirán diagnosticando la anomia local o culparán a la desidia, a la falta de cultura cívica y a la irresponsabilidad como causas de la abstención. Sin embargo, las protestas sociales y los debates políticos en diferentes espacios no institucionalizados, revelan la existencia de una sociedad con compromiso político, pero sin fe en la institucionalidad.
Así, la gran derrotada de esta elección ha sido la visión conservadora de una democracia limitada que se asemeja de manera sorprendente a una concepción jacobina donde lo público es absorbido por los representantes y lo político por la institucionalidad. Esta vapuleada concepción democrática, que ha elegido una candidata ganadora con 3.468.389 votos en un universo de electores que supera los 13,5 millones, no solo ha llevado a absolutizar la separación del espacio privado y el espacio público, sino también la separación del voto y la opinión pública a través de un irreconciliable diálogo de sordos. Actualmente, tanto la democracia como la noción de lo público se encuentran profundamente devaluadas.
Esta coyuntura de mutación política ha dado muestras de su existencia en esta elección y ahora solo resta saber si las instituciones y autoridades electas seguirán los cursos constitucionales convencionales o se atreverán a experimentar un nuevo arte de gobernar más atento a los ciudadanos y a las situaciones particulares de sus demandas.
Si la consagración de la ciudadanía política a través del sufragio universal fue una lenta conquista en los siglos XIX y XX, el “reencantamiento” y la participación democrática será el nuevo desafío para el futuro. De esta manera, la tarea para los próximos cuatro años no será otra que intentar develar los resortes e implicaciones de un proceso contrademocrático en el cual -si seguimos a Pierre Rosanvallon- será necesario reinventar la legitimidad democrática con nuevos y más incentivos a la participación, entre ellos, mecanismos de democracia directa, promoción de iniciativas ciudadanas de ley, elección directa de autoridades regionales, descentralización y autonomía político-económica de las provincias y una contribución efectiva de la ciudadanía en la deliberación de un proceso constituyente hasta ahora impensado.
Así, se pasará de una democracia representativa obsesionada por la gobernabilidad a una democracia con nuevos mecanismos de participación cuyo objetivo será organizar la vida en común a través de una nueva regulación normativa de la distribución de los derechos y bienes de toda la nación.
Cuando Marx reflexionó sobre el 18 brumario de Luis Bonaparte, explicaba que la historia se repite dos veces: primero como comedia y luego como tragedia. Solo el tiempo dirá si este segundo gobierno de Bachelet se alejará o no de este trágico tipo ideal del reformismo político del siglo XIX.