Comisión Nacional de Acreditación: ¿Quién acredita al acreditador?
27.11.2013
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27.11.2013
Durante la segunda mitad del siglo XX la universidad chilena fue concebida bajo la relación entre Estado-nación, bienes públicos (o bien común) y un conjunto de definiciones desarrollistas de alcance nacional. Lo anterior se traducía en una visión de la institución universitaria que hacía confluir dimensiones formativas, cualidades ciudadanas no cuantificables y beneficios asociados a las prestaciones profesionales en el mundo del trabajo. Bajo los gobiernos radicales esa fue -a grosso modo– la condición moderna del programa universitario chileno. Cabe subrayar que hasta hace cuatro décadas las universidades tradicionales se concentraban en estatales, tradicionales laicas y tradicionales confesionales. En este contexto, mediante la modernización estatal, tuvo lugar una importante expansión de la cobertura educacional, donde el 25% de la matrícula global correspondía a la formación docente. En una perspectiva global, la universidad chilena heredaba el ethos emancipatorio del proyecto ilustrado que se puede retratar bajo el discurso inaugural de Andrés Bello: “Aquí todas las verdades se tocan”. El progreso social y el compromiso país formaban parte del proyecto fundacional.
Décadas más tarde, tras un viraje radical hacia la gestión privada, que en el caso chileno tuvo lugar bajo una modernización autoritaria sin precedentes históricos, certificamos la “crisis de soberanía” que afectó a la institución universitaria. La evidencia empírica tiene hitos insoslayables respecto al control de las universidades por parte de rectores designados por la autoridad militar. En ese marco el nombre más emblemático recae en la figura de José Luis Federici y su malogrado “Plan de racionalización universitaria” (1987). En nuestro caso la desregulación se expresó en diversos programas de investigación que se vieron afectados por el declive del Aporte Fiscal Directo. Creemos que aquí está el quid de un problema mayor que debemos tratar de descifrar, sin la pretensión de agotar su complejidad. Lo cierto es que por muy diversas razones, tras la modernización post-estatal la investigación en ciencias sociales comenzó a migrar hacia el plano de aplicaciones instrumentales y estudios medicionales ad hoc a los requerimientos del mercado laboral. Sin perjuicio de reconocer una tendencia global, ello ha debilitado la condición soberana del conocimiento científico-social y ha dado paso a una “fábrica imperfecta de profesionales” (Riveros, 2013). Cabe advertir que una cosa fue el programa clásico de las ciencias sociales, su vocación científico-social bajo el ideario desarrollista (1950-1970) y otra, muy distinta, es su actual operacionalización en diversas tecnologías de medición.
Hoy los mecanismos de acreditación para las universidades chilenas se centran fuertemente en el campo de la gestión institucional y la sustentabilidad financiera en materias de infraestructura, recursos humanos, equipamiento y actualización tecnológica. Este somero balance nos indica que la controversial definición de “calidad”, antes resguardada por planteles académicos identificados con un proyecto nacional, ha cedido a otros criterios de regulación donde destacan los intereses corporativos de diversos “grupos de presión”. Ello se traduce directamente en mecanismos de mercado. El bullado informe OCDE del año 2009 no escatimó adjetivos para advertir que en el caso de las “… instituciones (universidades chilenas)… no está tan claro si esto está logrando un mejoramiento significativo de la calidad de la enseñanza y el aprendizaje en la sala de clases, que se pueda medir a través de los resultados y la experiencia de los alumnos. Hay quejas con respecto a que los actuales criterios de acreditación son vagos y subjetivos y que dejan un amplio margen a la interpretación personal por parte de los pares evaluadores que pueden favorecer a instituciones similares a las propias y perjudicar a aquellas que cumplen misiones distintas” (las cursivas son un énfasis nuestro). Se trataba de una primera voz de alerta que no fue debidamente escuchada en el debate público.
En la actualidad los programas de ciencias sociales implementan formaciones instrumentales, que se expresan en planes curriculares que estimulan el dominio instrumental del egresado (en una tesina) con vistas a potenciar sus destrezas práctico-metodológicas y de paso mejorar la inserción en los “focos de empleabilidad” referidos al campo “proyectológico”. Así lo refuerza el “Manual para el desarrollo de procesos de auto-evaluación” de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), inicialmente gestionado por la Comisión Nacional de Acreditación para el Pregrado (CENAP), especialmente en el plano del perfil de egreso referido a: i) fundamentos científicos, disciplinaros y tecnológicos; ii) orientación fundamental proveniente de la declaración de misión y los propósitos de la institución en que se inserta; y iii) el perfil establecido en los criterios evaluados por la CNA. Todo este encuadre, sin perjuicio de su coherencia interna, obedece a un criterio gestional que trata de potenciar “conocimientos técnicos” y “conocimientos prácticos”.
El problema no se agota con delimitar una amplia gama de universidades bajo la modalidad de instituciones docentes. Más aún si consideramos que una parte importante de la educación superior cae en esa categoría. Por ello, y sin el ánimo de desestimar los requerimientos técnicos consignados, la investigación social –salvo casos puntuales- queda desmedrada respecto de su potencial tradicional, donde el “saber” tenía una “incidencia sustantiva” en la definición de políticas del desarrollo. Hoy se ha establecido como axioma la acreditación de universidades en docencia y gestión institucional y se ha dejado en un segundo plano los programas de investigación, cuestión que atenta contra la constitución de nudos críticos y, en cambio, estimula la irrupción de una cultura de tecnopols.
Más del 90% de las acreditaciones, de 2008 a la fecha, no consideran el ítem de investigación, sino que centran buena parte de su cuestionario en indicadores de sustentabilidad. Simultáneamente, aquellos criterios referidos a la retención de cohortes, tasa de titulación, morosidad, expansión de la matrícula con relación a la extensión de la planta académica, están vinculados con una casuística de mercado de difícil proyección. Esta fue la situación que -entre otras- afectó a la Universidad de las Américas y se tradujo en rechazar su acreditación, sin perjuicio que la institución puede contar internamente con programas y carreras acreditados, dado que no hay un carácter vinculante. Ello lleva a la paradoja de titular profesionales de una carrera acreditada, pero provenientes de una institución no acreditada. Esta vez la explosión de la oferta académica sugerida por la propia CNA no mantuvo el equilibrio con la tasa de retención y con la inversión en recursos humanos. El resultado de todo este proceso es evidente y se traduce en una reducción de plusvalía del egresado en el mercado del trabajo, por cuanto queda sujeto a los coeficientes de ganancia e inversión. A decir verdad, el énfasis puede recaer en una variable u otra. Ello llega a ser parte de una casuística, sin sumar el juego de intereses con que se enfrenta un proceso de acreditación.
Lo anterior se ha visto agravado porque el “rasero” de la CNA se sirve, esencialmente, de indicadores de logro (retención, cobertura, inserción laboral, morosidad, tasa de titulación) que no apoyan un programa de ciudadanía en el proceso formativo, sino que sitúan en la gestión de una “unidad de servicios”. Todo ello debe ser considerado a propósito del informe OCDE. Cuando nos referimos a la dimensión pública, no hacemos mención a un “espacio” estrictamente estatal. Como nos enseña la experiencia internacional, los “territorios de lo público” pueden tener más de una expresión. La peculiaridad del caso chileno -por obra y gracia de una modernización autoritaria- redunda en que todo ámbito que se ubica por fuera del plano estatal queda ipso facto relegado a la más cruda iniciativa privada.
Lejos de repudiar la relevancia de algunos indicadores de logro, ellos en ningún caso pueden fundar per se una política académica, pues los resultados se traducen en una docencia sin insumos investigativos, restringida al modelo part time y la prestación instrumental en el mercado del trabajo. Debemos recordar que el desmantelamiento de la matriz estatal bajo la desregulación de los años 80 estableció las bases de una modernización que fue alevosamente profundizada en los últimos dos decenios, so pretexto de cobertura. En sus orígenes, la CNA buscaba conciliar dos cuestiones esenciales: de un lado, la expansión de la cobertura y la diversidad institucional, y de otro, la “libertad de elección” de los padres o los propios estudiantes. De allí que se trataba de establecer una prevención regulatoria frente a los “círculos políticos”. Sin embargo, ha quedado en evidencia que este impulso inicial no pudo trascender el juego de intereses corporativos. El año 2012 tuvo lugar un escándalo que no vale la pena comentar por cuanto puso en evidencia la comunidad de intereses. Allí, y en pleno proceso de acreditación de ocho universidades, la CNA de modo algo irrisorio externalizó una potestad financiera en una “aseguradora de riesgos” como Feller Rate, cuyos criterios están más bien asociados al mundo del retail y los riesgos de la banca, a diferencia de una universidad y sus externalidades intangibles. A pocos días fue la propia Superintendencia de Valores y Seguros quien rechazo públicamente la función complementaria de la “aseguradora de riesgos” designada por la CNA. Ello vino a representar un punto de inflexión, por cuanto era la oportunidad para impugnar radicalmente la vertebración corporativa de la CNA.
Si bien los límites de la “razón estatal” deben ser sopesados respecto de otras formas de instrucción educacional, donde se reconozca una mixtura entre bienes públicos y gestión privada, nos resulta inexcusable la ausencia de un debate nacional sobre la “liberalización educacional” durante los años 90. Ello agravó la instauración de nuevas instituciones de educación superior que, muchas veces, se sustentaban en base a decretos administrativos o bien en virtud de su carácter legal. Como si la expansión de la cobertura resolviera per se el difícil tema de la “calidad”. No podemos desconocer que ello estableció un estímulo perverso, por cuanto no cauteló la relación entre formación profesional (perfil de egreso) y las demandas del mercado laboral, referidas al enrolamiento en focos de empleabilidad.
Hoy es necesaria la elaboración de un marco regulatorio que no implique el retorno a un estatismo educacional intrusivo. La Ley Beyer constituye una variante -extremadamente controversial- si atendemos a los ciclos de movilización del período 2011/2012. Es necesaria una mirada creativa sobre las nuevas mixturas público-privado, sus aportes y sopesar la constitución de modelos complejos de educación que bien pueden contribuir a una educación que, inclusive, pueda salvaguardar los territorios públicos de la ciudadanía. No podemos negar la existencia de universidades privadas con vocación pública, es el caso de una serie de instituciones que emergieron a mediados de los años 80’ con un discurso crítico hacia la dictadura y que se harían parte de la invocada diversidad institucional. Como antes subrayamos, la universidad puede defender una concepción pública sin estar sujeta a los dictámenes del Estado. En este sentido, “lo público” no es exactamente igual a lo estatal; el ciclo de secularización que experimenta la sociedad chilena nos hace prever que se trata de un debate en desarrollo para los próximos cuatro años.
Dicho sea de paso, y para evitar toda ritualización, bajo el ancestral programa docente (1938-1970) los subsidios eran entregados a la educación superior sin mecanismos de auditoría en el uso de recursos estatales y alcanzaron en promedio más del 5% del PIB. Esto arroja un aspecto sustantivo, dado que la inclusión estatal, contra el sentido común, también promovió la educación selectiva en la sociedad chilena durante el periodo desarrollista (1950-1970). Debemos señalar que el Estado chileno indirectamente contribuyo a fundar una élite de la reforma. Aunque resulte contradictorio, la educación pública fue una experiencia reformista y al mismo tiempo “elitaria” que da cuenta del carácter selectivo de la universidad chilena (1950-1970). En un nivel más operativo, el reclamo actual pasa por una mayor asignación del PIB destinado a educación, tal cual lo han practicado sociedades europeas, más allá de su apego al modelo de bienes y servicios. El promedio de la OCDE es cercano al 5% del PIB, en cambio, el modelo chileno (pese a la desbancarización) aún no alcanza esos niveles.
Más allá de la relevancia de las dimensiones sancionadas por la CNA para medir “calidad” (propósitos, integridad, estructura curricular, resultados del proceso de formación, recursos humanos, infraestructura y vinculación con el medio), existe un “vacío” referido a una dimensión integral de ciudadanía con cualidades solidarias, expuesto en otro registro por el Consejo de Rectores (Cruch): el desafío de la educación como un espacio de convivencia que reduzca la individuación que tiene lugar en una sociedad de bienes y servicios. Más aún, cuando actualmente las fluctuaciones del mercado laboral y el déficit de cobertura estatal expresado en focos de empleabilidad, asesorías, diplomados, OTEC, cursos a distancia, han ido fortaleciendo procesos que difieren de los clásicos postulados universales, culturales e ideológicos que eran el soporte de la educación integración social en el marco de un proyecto país.
Por último, debemos subrayar que el acento presupuestario de la CNA obstruye un debate de excelencia encabezado por figuras académicas nacionales, con prescindencia de las representaciones corporativas. De allí que la Superintendencia de Educación -entre otras propuestas- podría constituir una institución que permita mejorar los mecanismos de acreditación que eran parte del aporte fundacional de la CNA. Ello debe trascender radicalmente la tentación administrativa y financiera, y los mecanismos de mercado, que hemos visto en los últimos años. El problema de fondo se relaciona con que la acreditación funciona como un subsidio a la demanda, por cuanto el Crédito con Aval del Estado (CAE) se obtiene bajo la visación de la CNA, aunque todo indica que el incentivo debería subsidiar la oferta. Ello estimula un maridaje espurio y perverso entre la asignación de recursos y los mecanismos de aseguramiento de la calidad. Esta dimensión “defectuosa” debe ser corregida si la universidad chilena no quiere padecer la desazón de un “acreditador no acreditado”.