El problema no es el SIMCE, es el Mercado
23.10.2013
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23.10.2013
En las últimas semanas se ha producido un nutrido debate respecto del Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE) y su impacto en el sistema educativo. Un aspecto positivo de la discusión es que ha puesto sobre la mesa la importancia de avanzar hacia una definición mucho más amplia de la calidad de la educación respecto de la que entendemos y promovemos recurrentemente. Aún así, este debate concede todavía un espacio demasiado ancho a las pruebas estandarizadas -que son el medio-, dejando un poco de lado los fines que debe perseguir un modelo nacional de medición y evaluación, indispensable para cualquier sistema educacional. Por ello, creo que es imprescindible hacer una distinción entre el SIMCE y las metas que con él se persiguen, para despejar el polvo de la paja y encauzar adecuadamente la discusión respecto de las mejores políticas que deberemos aplicar en el nuevo ciclo que sin duda se abrirá para la educación chilena.
La evidencia mundial es abrumadora: la presión hacia las escuelas a través de mecanismos de evaluación y competencia públicos NO funciona como dinamizador de una mejor educación. Pero en Chile somos especialmente porfiados para algunas cosas y este es uno de los nudos centrales donde varios actores clave simplemente no quieren abrir los ojos ni mirar seriamente la experiencia internacional
El problema principal del SIMCE, desde su creación, es que se lo ha usado, fundamentalmente, para alimentar un “mercado” educacional donde las familias, en función de información detallada sobre las escuelas y sus resultados en las pruebas, supuestamente tomarían decisiones racionales y cambiarían a sus hijos (y sus voucher) de establecimiento. Un objetivo que ya sabemos tiene poco de real y mucho de ilusión ideológica. Así, se insiste en levantar la bandera de la evaluación y sus resultados como valores fundamentales para la elección de las familias (aunque sabemos que en muchos casos siguen siendo los colegios quienes las eligen a ellas).
Es este sesgo -el de una “evaluación para el mercado”- el que ha ordenado y definido centralmente el uso de una herramienta que hoy muchos actores cuestionan y rechazan.
Como consecuencia de este sello y uso, hemos construido en Chile un SIMCE que funciona principalmente como marca de prestigio y mecanismo de competencia entre escuelas. La creación de rankings y clasificaciones públicas de establecimientos, así como la consagración de este instrumento como fuente casi única para determinar el cierre de un establecimiento, no tienen otro sentido que el de potenciar este uso de evaluaciones para el mercado.
No hay entonces que sorprenderse mucho de las consecuencias que un sistema como éste ha generado: la presión que sienten las comunidades escolares es mucho más fuerte que el valor positivo que pueden asignarle a esta herramienta y la gran mayoría de las escuelas no duda un segundo en preparar abiertamente un test donde se juega parte importante de su destino (o al menos eso les hemos hecho creer), dejando de lado aquellos aprendizajes no medidos por estas pruebas y reduciendo la riqueza del proceso educacional.
La respuesta desde las políticas educacionales (de los últimos 20 años) a estos problemas han sido parciales (de hecho, casi no nos hemos hecho cargo de las consecuencias negativas de la alta presión y agobio en la que se encuentra el sistema) y muy poco afortunadas (porque hemos definido remedios que acrecientan la enfermedad). Por una parte, el evidente “estrechamiento” curricular se ha tratado de enfrentar hace ya algún tiempo con la incorporación de más pruebas en más sectores de aprendizaje. Por otra parte, la creencia -multiplicada en un gobierno que confía en el poder de estas mediciones como pilar central del mercado- de que es indispensable contar todavía con más información de resultados (para que ahora sí las familias elijan mejor) nos ha llevado a un escenario de presión inédita, con muchas más mediciones que las que el propio tiempo escolar puede sostener. Este sesgo obviamente ha conducido a entregar un peso muy reducido a la construcción de capacidades en las escuelas para un uso pedagógico de los resultados de las pruebas.
Más allá de los efectos no deseados de un uso del SIMCE para el mercado, la razón más importante para comenzar a pensar un giro sustantivo en su utilización, es que con el énfasis actual se contribuye poco y nada a procesos de cambio y mejora de las prácticas escolares, el principal desafío de cualquier reforma educacional en serio. La evidencia mundial en esto es abrumadora: el accountability externo, es decir, la presión hacia las escuelas a través de mecanismos de evaluación y competencia públicos, NO funciona como dinamizador de una mejor educación, ni a nivel de las escuelas ni de los sistemas escolares a nivel agregado, pues simplemente no moviliza ni se hace cargo de la principal variable que sí explica la mejora: las capacidades de los docentes y directivos (véase por ejemplo Elmore, 2010 o Hargreaves, 2012). Pero en Chile somos especialmente porfiados para algunas cosas y este es uno de los nudos centrales donde varios actores clave simplemente no quieren abrir los ojos ni mirar seriamente la experiencia internacional.
En todo caso, no debiéramos confundirnos: la evaluación a gran escala (y por lo tanto, el SIMCE) puede y debe ser un gran motor de la mejora educacional. Es irresponsable caer en argumentos reduccionistas como el que una herramienta como ésta debe ser eliminada completamente sólo por sus efectos negativos, o que la información que entregan estas mediciones es inútil para los directivos y docentes de las escuelas. Justamente al revés: las evaluaciones estandarizadas, junto con entregar información clave para el diseño de políticas educacionales (nacionales y locales), pueden transformarse en una herramienta poderosa para la gestión pedagógica de los establecimientos y sus profesores, si es que son diseñadas y comunicadas en esa dirección (Firestone et al, 2004).
De hecho, varios países y estados que no han apostado por sistemas de rendición de cuentas con altas consecuencias (como por ejemplo Ontario, Canadá), sí mantienen pruebas para todos los estudiantes y entregan reportes detallados de los resultados a las escuelas y sus comunidades, potenciando su uso pedagógico.
La discusión relevante entonces para nuestro país en los años que vienen debiera concentrarse en la pregunta sobre qué sistema de evaluación de la calidad queremos y para qué lo queremos.
Si queremos un sistema de evaluación para la elección de las familias y para presionar a los establecimientos a través de altas consecuencias asociadas a los resultados de esas pruebas (lo que insisto, no tiene impacto demostrado en ninguna parte del mundo), tendría sentido continuar con un SIMCE como el actual. Por supuesto que ése no debiera ser el camino, pues lo lógico es más bien avanzar hacia un sistema de evaluación diseñado principalmente para las escuelas, que enriquezca el sentido de la evaluación y sobre todo permita acercarse más fielmente a una concepción amplia de la calidad de la educación. Para ello, habría que impulsar algunas transformaciones tales como:
- Establecer que el principal objetivo del sistema de medición de la calidad será mejorar el trabajo de las escuelas a través de información útil para la gestión de sus docentes y directivos, alineando todos los instrumentos y la comunicación de sus resultados en esa dirección.
- Diseñar e implementar un completo plan para desarrollar capacidades de evaluación en los establecimientos educacionales y sus sostenedores, inicialmente proveyendo pruebas y apoyando el análisis de evaluaciones que puedan ser aplicadas por los establecimientos; y luego promoviendo y capacitando a los docentes para que éstos puedan desarrollar sus propias evaluaciones con un alto estándar de calidad.
- Reducir el número e intensidad de evaluaciones censales a un número acotado de sectores (lenguaje y matemáticas) y niveles (una prueba por ciclo), priorizando las mediciones muestrales y las evaluaciones realizadas por los propios establecimientos. No es sostenible mantener el ritmo de evaluaciones actualmente vigente, lo que incluso ha comenzado a ser reconocido por algunos actores de la derecha educacional.
- Eliminar cualquier mecanismo de ranking público de establecimientos educacionales efectuado desde el Estado, cuya existencia promueve inevitablemente la reducción del concepto de calidad a aquello que es medible de manera estandarizada y cuya ineficacia como vía de mejora escolar ha sido probada en distintos contextos.
El desafío es entonces construir desde hoy un SIMCE para las escuelas y sus profesores. Esto en ningún caso significa dejar de entregar información a las familias sobre la situación de su escuela y sus estudiantes, aspecto que legítimamente preocupa a muchos por el derecho que tienen los apoderados a contar con esta información. Pero sí implica entender que el foco central de la aplicación del sistema de evaluaciones no estará puesto ahí (pues no tiene impacto en lo que necesitamos que ocurra), sino en cómo a través de ella se contribuye efectivamente a que las escuelas y liceos entreguen mejores oportunidades de aprendizaje a sus estudiantes.