Los daños cotidianos que sufren los niños en las residencias que “no son un infierno”.
18.10.2013
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18.10.2013
Rolando Melo, el director Sename afirmó recientemente: «Las residencias no son el infierno que algunos han querido mostrar« . Sus palabras, sin duda, no nos ayudan a abordar como es debido el modo en que el Estado tiene que hacerse cargo de la protección de los niños que han sido efectivamente vulnerados en sus derechos.
Dado que la afirmación es una metáfora que no permite ser contrastada, propongo realizar un ejercicio que permita acercarse a la vivencia que tiene el niño dentro de las residencias. Sólo así el lector podrá encontrar las figuras, las imágenes o las palabras que den cuenta de la experiencia que viven los niños cuando requieren vivir en un hogar:
Desde el momento en que un niño ingresa a un hogar se ve confrontado a una de las mayores ansiedades que puede experimentar una persona, cualquiera sea su edad. El niño debe ser separado de sus progenitores e ingresar a un hogar que le resulta completamente desconocido. Sea como sea la experiencia de vulneración de derechos, el niño se incorpora a un sistema o a una red de personas que le es absolutamente ajena y no tiene, en un comienzo, buenas razones para confiar en esta. Una de las primeras ansiedades infantiles es perderse, pues bien, esta es la experiencia real por la que pasa un niño que ha sido internado. Se actualiza un miedo que la mayoría ha tenido, pero que a algunos lamentablemente les toca vivir personalmente.
Se trata de un adulto que, en nombre de su protección, invita al niño a vivir en un nuevo hogar. En otras ocasiones son llevados por carabineros quienes le dicen que se trata sólo de un pequeño paseo. En otros casos les dicen a los niños que sus padres se encuentran “trabajando” y que por ello deberán vivir en un hogar mientras no pueden cuidarlos.
Son retirados de sus casas y no se llevan con ellos más que su ropa, ningún objeto, ninguna pertenencia les acompaña (por ejemplo, una fotografía), pues el hogar les proveerá de todo lo estrictamente necesario. Así, se los hace partir del lugar en que vivieron sin ningún objeto, ningún recuerdo de su existencia previa. El niño se siente perdido porque en muy raras ocasiones existen adultos que le explican, en el momento en que se produce la separación y muchas veces durante el periodo de internación, las razones por las cuales habrá de vivir en un nuevo hogar. Las palabras son normalmente menos de las que necesita el niño para comprender su situación.
Ingresado al hogar, el niño se encuentra con una multitud de adultos quienes tienen por misión protegerlo, pero resulta que la persona que lo recibe en el hogar con esta intención ya no estará en la noche o el primer fin de semana, debido al sistema habitual de turnos que tienen los hogares. El niño, en su primera noche, como en las que le siguen, despertará alarmado, con ansiedad de saber en dónde está y de no saber por qué no están quiénes lo cuidaron durante el día. Ahora tiene enfrente adultos que no reconoce.
Los miedos infantiles de soledad y desamparo se actualizan en la experiencia cotidiana del niño.
Al día siguiente y en los que siguen, el niño buscará la ropa con qué vestirse y verá lo difícil que será encontrar sus propias prendas de vestir. Su dormitorio será compartido con 10 o más niños, en caso de que sean pequeños, quienes por la noche lo pueden despertar con sus propios llantos o sus llamados de auxilio producto de la situación de desamparo psíquico. En el caso de los mayores, deberán dormir en un dormitorio con otros niños que desconocen.
Al carecer de un financiamiento suficiente, los cuidados deben ser distribuidos entre cuatro a ocho niños por cuidadora. Esto implica necesariamente que el niño experimentará la carencia afectiva y, como lo muestra hasta el sentido común, el afecto para un niño es tan importante como el alimento. Es relevante tener esto presente dado que, si se pretende cerrar los hogares e instalar a los niños en familias de acogida en este mismo número, el problema no se solucionará en absoluto, simplemente ahora ocurrirá en otro lugar.
Mientras son pequeños, al interior de los hogares los niños sufren frecuentemente de enfermedades a la piel y problemas respiratorios. En periodos de debilidad física, el niño que se siente aún más desvalido, ¿cuenta con la preocupación y cuidados suficientes por parte de un cuidador que sigue a cargo de cuatro o más niños? ¿De qué forma el niño podrá denominar a la experiencia de estar enfermo y la mayor parte del tiempo solo?
Un niño que vive un periodo de tiempo en una institución corre el serio riesgo de perder los registros y las huellas de su historia personal. Sin esta memoria, su identidad se vuelve más difícil de constituir, dado que no puede integrar en ella los distintos momentos y objetos que han sido importantes en su historia. La razón principal por la que esta memoria biográfica se puede perder tiene relación con la estructura institucional habitual. Para hacer su trabajo se implementa una verdadera fragmentación de los distintos roles y funciones que cumplen los adultos en un entorno familiar habitual. En términos muy concretos esto se aprecia en que el niño recibe el cuidado de numerosas cuidadoras que se reparten, de acuerdo al sistema de turnos que la institución ha instalado, lo que incluso ocurre dentro del mismo día.
Al multiplicar los esfuerzos que normalmente realizan una, dos o tres personas, día a día, al interior de una familia, no sólo se puede perder la coherencia y la continuidad en los tratos, sino también -y más importante aún- la memoria del niño.
Los hogares promueven en los niños una experiencia religiosa sin importar si el niño o su familia de origen tienen la propia, no la han decidido o incluso no la tienen
Habitualmente, vivir dentro de una institución, priva al niño de la posibilidad de tener pertenencias que se conviertan en objetos que permanecen en el tiempo y que lo acompañen en las transformaciones y cambios vividos en el lapso que permanece en ella. Si bien existen ciertas prácticas que buscan que un niño tenga algunos objetos propios, es muy difícil que éste los pueda conservar por demasiado tiempo. Las instituciones, por lo general, no disponen de lugares para almacenar las pertenencias del niño. Los juguetes que recibe prácticamente nunca se vuelven en una posesión. Ni siquiera su cama es del todo suya.
El niño poco a poco irá teniendo una experiencia de pérdida de toda posibilidad de intimidad, lo que le ocurre ya no será un dominio de la experiencia privada, de ahora en adelante casi ninguna experiencia será personalmente vivida. Se acostumbrará a habitar espacios comunes, porque habitualmente los espacios privados en los hogares se encuentran cerrados. Los funcionarios suelen andar con llaves para ser sólo ellos quienes abran y cierren las puertas. Los baños son colectivos, los comedores, los salones para ver TV e incluso el lugar de las visitas es compartido. El niño deja de tener una experiencia individual, ahora la mayoría de sus experiencias son colectivas: homogéneas y uniformes.
Cuando los padres lo van a visitar, deberán sortear una serie de pruebas previas. El encuentro con el niño ya no será una experiencia íntima: estará vigilado o supervisado por alguien del hogar. El niño podrá ser visitado en los lugares especialmente acondicionados para ello: la sala o el patio de las visitas. Los padres o familiares, cualquiera sea su característica, ya no podrán conocer su dormitorio, ya no lo podrán acompañar a las labores de baño y limpieza, les será prohibido darles o acompañarlos a comer (a pesar que se las arreglan la mayor parte de las veces para llenarlos de golosinas y dulces). Sujetos de la desconfianza, los niños verán a sus progenitores siendo cuestionados en su modo de conducirse ante él.
Habitualmente, nadie se preocupa de que el niño que ingrese al hogar pueda prolongar las experiencias de cuidado que fueron satisfactorias para él previo a su ingreso. Pocos se preocupan por mantener los objetos -que tan importantes son para los niños- que han sido parte de su experiencia cotidiana. A ningún padre le preguntan sobre el tipo de cuidado exitoso que tuvo previo a su ingreso, pues en la vida, estos padres por muy negligentes que hayan sido, tuvieron la oportunidad de conocer algunas particularidades del niño que le permitieron acomodarse a sus necesidades y preferencias. No hay una experiencia de continuidad, porque se quiere romper con todo el pasado del niño. Y se pone todo en el mismo saco de la vulneración de derechos.
Con cierta frecuencia los niños verán que a sus padres les será prohibido sacarse fotos con ellos, aun cuando la mayoría desoiga una prohibición tan absurda como esa. Los horarios de visitas serán francamente limitados y en los periodos de fiestas (Navidad, 18 de septiembre, feriados, vacaciones) muchos hogares se encuentran cerrados a las visitas por la falta de personal o bien por las actividades que le son propias. Quedarán fuera de los ritos aun cuando lo celebrarán en los días previos.
Los hogares promueven en los niños una experiencia religiosa sin importar si el niño o su familia de origen tienen la propia, no la han decidido o incluso no la tienen. Algunas veces los periodos de internación están atravesados por ritos religiosos en donde ni los niños ni los progenitores han sido consultados por ello.
En síntesis, la experiencia habitual de un niño se parece a lo que vemos a través de un caleidoscopio: múltiples fragmentos reunidos al azar. La memoria está amenazada, se pierde la noción de intimidad. El niño hace carne la experiencia de la privación afectiva, sus afecciones a la piel son testimonio del desamparo, la falta de comunicación se refleja en un lenguaje que viene con retraso y reducido en relación a los niños de su edad.
Si por desgracia el niño se encontrara con un adulto que, en lugar de ejercer las labores de cuidado, lo agrediera, amenazara y violentara, la experiencia le confirmará que los adultos que le han prometido cuidarlo, otra vez han faltado a la palabra. Es evidente que para el niño no le será tarea fácil denunciar al agresor, pues verá en ellos una complicidad. En ocasiones tendrán que venir desde fuera de la institución a preguntarle si ha sufrido algún tipo de vulneración de derechos, pero se hace evidente que, cualquiera sea la metodología, es muy difícil que el niño confíe en este tercer grupo de personas que dice querer protegerlo, más aún si existe un cuarto grupo de personas (la sociedad) que en muchos casos desoye incluso las denuncias hechas por los propios niños aduciendo que no han entendido bien sus preguntas o que no han sabido expresarse correctamente.
Es frecuente que cuando el niño crece se “fuga” del hogar, pues traspasar las puertasdejará de ser una simple salida y será ahora un egreso prohibido. En sus “fugas” los niños habitualmente van a la casa de sus progenitores, lo que no deja de llamar la atención, pues la experiencia de internación no ha logrado mostrar ser mejor que la vivida con sus propios padres, sino, los niños no volverían a casa. En otros casos, simplemente salen a pasear por la ciudad, van a malls, a “happyland” (sic), plazas, centros de juegos, experiencias de las que se encuentran privados la mayoría de las veces. A algunos de ellos los vemos los fines de semana deambulando por la ciudad.
Muchas de las dificultades anteriormente mencionadas tienen que ver con un problema tan básico como lo es el financiamiento. Los sistemas se ven obligados a introducir una serie de malas prácticas en su funcionamiento, porque carecen de los recursos para contar con el personal calificado y la infraestructura necesaria para acoger a los niños que requieren de nuestra protección.
Es increíble que el Estado crea legítimo y hasta válido que para que mantener el sistema de protección de niños se pueda recurrir a la caridad y beneficencia pública
Es sabido que el Estado no les da el dinero suficiente a los hogares, ni siquiera para la mantención de las necesidades básicas. Cualquier persona que está a cargo de su familia y que le falta el dinero para alimentar, vestir, educar y proteger a sus miembros, no dudaría en llamar a ello un “infierno”, y someterse a la humillación de recurrir a la caridad de los otros es una situación que redobla esta condición.
Es increíble que el Estado crea legítimo y hasta válido que para mantener el sistema de protección de niños se pueda recurrir a la caridad y beneficencia pública. ¡Es inaceptable que el Estado -sabiendo esto- haga poco o nada para que los niños que requieren ser separados de sus padres reciban una atención de calidad con los recursos correspondientes!
Efectivamente, las residencias no podrán ser el infierno que muchos han querido hacer creer, y la experiencia que he descrito en rigor no se llama así. En sociología se ha llamado a esto las “Instituciones totales”, una experiencia caracterizada por la pérdida de la distinción entre lo público y lo privado, por la intromisión de la institución en todos los ámbitos de la vida, privándolo de un espacio de libertad y dignidad mínimo.
Es cierto también que existen buenas residencias en donde se ha logrado superar la mayoría de estos vicios propios de los sistemas totales, pero podemos asegurar que son las menos y que se hace a costa de grandes esfuerzos. Lo cierto es que el Estado no puede exigir buenas prácticas, porque ¿con qué autoridad moral le puede solicitar a un hogar proteger a los niños si él mismo no le provee de lo mínimo para poder cuidarlos?
El Estado no provee de lo mínimo en un sistema de licitaciones (¡como si se tratara de una empresa de servicio!) que impone la lógica del niño atendido por día, en vez de una organización destinada a objetivos que van mucho más lejos y que apuntan a la restitución de los derechos y su reparación cuando han sido vulnerados. ¡Esos objetivos no se pueden pagar por la cantidad de noches que duerme un niño en una residencia!
La experiencia antes descrita no significa que no tienen que existir sistemas residenciales, muy por el contrario, deben existir tanto instituciones de corta estadía como familias de acogida especializadas que se dediquen a la atención de niños que requieren de un tipo de cuidados más específicos y sensibles respecto de cualquier otro niño que no ha vivido una experiencia de vulneración de derechos. Ambos sistemas son necesarios para el cuidado y protección de niños y se requiere de una discusión técnica seria que permita delimitar con claridad las condiciones y características que deben tener para proteger a los niños.
Lo preocupante de la afirmación del director del Sename es que no va aparejada de una defensa irrestricta de los derechos de los niños, situación que debe partir, en primer lugar por escuchar lo que los niños dicen, cualquiera sea la metodología por las que se les hace hablar
La discusión en Chile parece terminar en que el niño regrese a una familia que le dé el cuidado y protección que se merece. Pero eso es solo una parte del trabajo; el otro, el más importante, el que está orientado a largo plazo, es el que se pregunta las razones, las condiciones que dieron lugar a que los niños quedaran desprotegidos y dejaran de ser escuchados.
No solo se requieren recursos económicos para las residencias, también se requiere de una discusión ideológica y política acerca de la infancia y de lo que la sociedad espera de ella. También hace falta una discusión técnica seria que permita enfrentar los problemas ya conocidos en una vasta bibliografía sobre el tema. Se requieren de nuevos modelos de trabajo en la reparación y psicoterapia con niños institucionalizados, así como en el trabajo de revinculación familiar cuando es posible.
Lo preocupante de la afirmación del director del Sename es que su negación no va aparejada de una defensa irrestricta de los derechos de los niños, situación que debe partir, en primer lugar, por escuchar lo que los niños dicen, cualquiera sea la metodología por las que se les hace hablar. Y también porque el desafío del Sename es exigirle a la administración pública y a la sociedad entera que le entregue los recursos que son necesarios para brindarle a los niños una experiencia de calidad, protectora y reparadora. Es esto lo que se espera de quienes tienen a su cargo precisamente lo más valioso y frágil de nuestra sociedad: su infancia.