“¿Educación para qué? ¿Para que los rotos se insolenten?”
09.10.2013
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09.10.2013
Cumplidos 40 años del golpe militar en este mes de septiembre, la gran mayoría de los actores políticos y los medios de comunicación han puesto sobre la mesa algunos de los elementos que caracterizaron a la más grande fractura social y política de nuestra historia, particularmente en lo que respecta a la violación sistemática de los Derechos Humanos. Respecto de este tema, a cuatro décadas ya casi no se ve aquella suerte de energía moral colectiva alrededor de quienes defendieron el golpe de Estado y la dictadura, donde frases como “no eran blancas palomas” o “algo habrán hecho” eran argumentos válidos y plausibles. Hoy ese tipo de visiones son más parte del folklore bizarro que de cualquier discusión razonable.
“El círculo de conocimiento que se adquiere en estas escuelas erigidas para las clases menesterosas, no debe tener más extensión que la que exigen las necesidades de ellas… lo demás no sólo sería inútil, sino hasta perjudicial (…) se alejaría a la juventud demasiados de los trabajos productivos” (Andrés Bello, 1836).
Sin embargo, detrás del desfile de “nuevos arrepentidos”, el debate también ha estado marcado por un profundo silencio. La avanzada comunicacional de diversos sectores de la élite pareciera estar de acuerdo en que Salvador Allende era un “demócrata republicano” y que la dictadura es algo condenable. Sin embargo, y de manera más implícita, también pareciera estar de acuerdo en que todo esto se trató del doloroso pero necesario “costo social” que la dictadura impuso para “sacar a Chile del subdesarrollo” en el largo plazo.
El supuesto que se ha ido instalando es que, a pesar de las violaciones a los Derechos Humanos, la dictadura representó un “salto hacia adelante” de la totalidad de la infraestructura humana, material e institucional del país, en comparación a un modelo caracterizado por su “politiquería” e incapacidad modernizadora. En efecto, si ha existido un consenso generalizado para la elite, es que las transformaciones emprendidas por la dictadura permitieron no solamente sentar las bases para democratizar los aspectos básicos de nuestro orden institucional, sino también de dotar al Estado de las herramientas para la corrección de las fallas de mercado, propias de una nación “carente de sensibilidad social”, como dijera Alejandro Foxley en el programa “11: El día después” en relación a los primeros ajustes macroeconómicos de fines de los años ’70.
Esta perspectiva ha tenido un grado de penetración ideológica mucho más profundo de lo que se cree, ya que pasa desde el reconocimiento positivo por parte de toda la derecha política y gran parte de las fuerzas de la ex Concertación, hasta la inoculación en amplias franjas dentro de algunos intelectuales de la izquierda contemporánea. Durante años el debate ha estado circunscrito únicamente en torno a algunos efectos perversos de la modernización emprendida desde 1973 en adelante, sin cuestionar ni disputar su carácter, pues en ella se depositaría gran parte de los “avances sociales y económicos” que definirían el tránsito de un país estancado a uno cuyo norte sería el despliegue constante de nuestras fuerzas creativas, para así ampliar nuestro horizonte social, económico y cultural.
Hoy, por primera vez en más de 20 años, comienzan a ser cuestionadas las bases de este consenso. Cada vez con más fuerza, el país ha comenzado a hacerse la pregunta de si es posible un estilo de modernización que no se base en la expoliación a la mayoría de los hogares chilenos; si es posible que la torta siga creciendo y al mismo tiempo repartirla más y mejor. Y uno de los puntales de este cuestionamiento han sido las contradicciones del sistema educativo.
Hoy nadie deja de reconocer la existencia de profundos problemas en lo que respecta a la calidad de la educación. Sin embargo, en lo que respecta a la cobertura, persiste porfiadamente un mito que se ha instalado durante años, atribuyéndole a la privatización y mercadización del sistema educativo el haber resuelto el gran problema de la educación chilena del siglo XX: por un lado el haber completado en tiempo récord la cobertura en el nivel básico y medio (lo que se condensa en la batalla por la alfabetización), y por otra parte, haber sido la puerta de entrada a la primera gran revolución en el nivel superior.
La editorial de El Mercurio del 11 de Septiembre pasado sintetiza lo anterior: “Nuestros avances en alfabetización y escolaridad son también notables: en promedio los chilenos estudian hoy el doble de tiempo que en el pasado, la cobertura de educación media es casi plena y el número de estudiantes de educación superior se ha multiplicado por seis”.
Este paso de la “barbarie” a la “civilización” se lo deberíamos a que desde 1973 la élite regresó al control de la infraestructura social del país. Veamos qué tan cierto es todo esto, qué tanto le debe la historia de la expansión de nuestro sistema educativo a la iniciativa de las élites.
El Gráfico 1 muestra la evolución de la tasa de participación bruta para cada nivel del sistema educativo entre 1852 y 2000, en base a sus poblaciones de referencia. La línea celeste representa la proporción de niños de entre 6 y 14 años cubiertos por el nivel básico, la roja la de jóvenes de entre 15 y 18 años en el nivel medio y la verde la de quienes tienen entre 18 y 23 que cursan estudios superiores. Las líneas negras, por su parte, demarcan cinco períodos de relativo consenso en la historiografía nacional: la República Oligárquica (1830-1924), la Crisis del Estado Oligárquico (1925-1937), el período de Alianzas Mesocrático Populares (1938-1973), la Dictadura Cívico-Militar (1973-1990) y un período de Estabilización Neoliberal (1990 hasta hoy).
“¿Educación para qué? ¿Para que los rotos se insolenten?”
Durante la República Oligárquica es posible observar que recién a finales del siglo XIX comienza un relativo despunte de la tasa de cobertura básica. Uno de los elementos que acompañaría la expansión de la matrícula en este período (prescindiendo de su carácter obligatorio) sería la creación de la Sociedad de Instrucción Primaria (SIP), quizás la más alta obra de la élite a lo largo de la historia educacional chilena (teniendo al Silabario como su principal emblema).
Esto último es de crucial importancia para comprender el debate de aquel entonces, pues es justamente en aquella época donde comienzan a darse las primeras grandes discusiones sobre el carácter del sistema educativo chileno, luego de los mediocres resultados de la instalación de la primera Escuela Normal de Preceptores en 1854 y de la promulgación de la Ley de Instrucción Primaria (no obligatoria) en 1860. Allí surgen los primeros debates acerca de la función social de la Educación, en los que destaca un marcado consenso al interior de la élite: la Educación debe expandirse sólo “hasta cierto punto”. Las palabras de Andrés Bello, por ejemplo, son expresivas de aquel consenso: “El círculo de conocimiento que se adquiere en estas escuelas erigidas para las clases menesterosas, no debe tener más extensión que la que exigen las necesidades de ellas… lo demás no sólo sería inútil, sino hasta perjudicial (…) se alejaría a la juventud demasiado de los trabajos productivos”[1].
Con esta realidad chocaría Domingo Faustino Sarmiento, intelectual latinoamericano de origen popular, que levantaría por primera vez la voz sobre la necesidad de contar con un sistema único ante el letargo social producto del consenso liberal conservador. A este respecto, Sarmiento llegaría a sostener que “(Donde la educación está en manos de particulares)… aparecen las más extensas desigualdades, la clase de los que se educan, las clases de los que no se educan. (Pero además, con tal de no confundirse con las clases ineducadas)… las clases mejor instruidas en la sociedad… oponen una barrera insuperable a la Educación[2].
Sin embargo, lo cierto es que la iniciativa privada en este período no fue capaz de levantar ritmos sostenidos y elevados de crecimiento en la cobertura básica. Esto resulta comprensible, por un lado, en virtud de la inexistencia hasta ese momento de una “comunidad educativa” que hiciera suyo el problema de la alfabetización y, por otro, al carácter de clase de dichas instituciones. Eduardo Matte Pérez, hermano de Jorge Matte (uno de los principales promotores de la SIP), sintetiza esto último: «Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio»[3].
Es justamente esta verdad sentida en el espíritu elitario, y no la libertad de enseñanza, lo que permitiría explicar las décadas de estancamiento en la cobertura primaria. Alejandro Venegas Carus, maestro de la educación popular, publicó en 1910 (bajo el seudónimo de Dr. J. Valdés Cange) un ensayo -“Sinceridad: Chile íntimo en 1910”- que le costaría su carrera profesional. En él escribe un conjunto de cartas a Ramón Barros Luco sobre la situación del pueblo chileno en general. Dentro de aquella obra, cabe destacar este extracto, que retrata con inigualable claridad la visión de la élite respecto del impacto futuro de la alfabetización en Chile
“Los magnates de todos los partidos políticos y los aspirantes a tales no pueden mirar sin ojeriza esa maldita instrucción que, redimiendo siervos, los va dejando poco a poco sin inquilinos, y sin lacayos. Una señora, esposa de un diputado, cuando leyó en los periódicos que, mediante los buenos oficios de su marido, se abriría próximamente una escuela de mujeres en un lugarejo vecino a su hacienda, exclamó de esta manera dirigiéndose a su esposo:
“Más escuelas! . . . y de mujeres! . . . “
“Son necesarias, hija”; le respondió.
“¡Necesarias! ¡Para qué! ¡Para que los rotos se insolenten más! … Ya estas chinas están tan alzadas que una no encuentra quien la sirva, porque todas quieren ser señoritas, y Uds. vienen todavía a poner más escuelas (…)”[4]
Uno de los elementos que caracterizaría a la posterior decadencia del Estado Oligárquico sería el surgimiento de un nuevo consenso que atravesaría a sectores políticos, ideológicos e intelectuales bastante diferentes. La presión por dotar al sistema educativo de un carácter obligatorio, estatal y progresivo estará presente tanto en la obra de Valentín Letelier (de orientación masónica), como de Luis Galdames (de orientación nacionalista). Pero sobre todo, el factor desequilibrante será la propia clase trabajadora pensándose a sí misma en el contexto de la llamada “Cuestión Social”. La propia presión social será finalmente lo que acabará siendo el factor efectivo e ineludible para el reconocimiento general del carácter obligatorio de la Educación Básica.
Es el contexto donde surge el movimiento normalista, el primer cuerpo de intelectuales populares chilenos, desde el cual se forjarían los primeros grandes pasos relativos a la modernización educativa. Un primer antecedente de esto fue la incansable pelea de Darío Salas en la promoción de lo que será la primera gran conquista mesocrática popular de la historia educativa chilena: la aprobación de la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria en 1920.
En el Gráfico 1 anteriormente expuesto se puede observar que, inmediatamente después de la promulgación de la Ley en 1920, la tasa de cobertura sube casi en 10 puntos porcentuales, ritmo que se mantendrá hasta la crisis terminal de la república oligárquica con el Golpe de Estado de 1925 y la posterior crisis económica de 1929. En efecto, este último “evento” devolverá a muchos niños al trabajo infantil, generándose un profundo manto de dudas políticas y sociales sobre el destino nacional en todo nivel.
Es en ese contexto de crisis oligárquica donde surge la primera formación sindical del magisterio chileno, la Asociación General de Profesores (AGP), en 1922. En este proceso surgirían variadas organizaciones del magisterio, todas ellas con distintas orientaciones ideológicas, pero que dan cuenta de un hecho histórico ineludible: la voluntad política real para acabar con el analfabetismo nunca vendría de la élite.
Educación básica y alfabetización
Los ajustes propios de la crisis del Estado oligárquico devendrían prácticamente en la desaparición de este sector social de la vida política chilena entre 1925 y 1928, período con el que se inicia ese largo y difícil camino para las nacientes alianzas sociales entre los sectores organizados de la clase trabajadora (mineros y artesanos) y las primeras grandes franjas mesocráticas (fundamentalmente el magisterio). Este camino comenzaría a ser trazado por la conformación del Frente Popular en 1937 y la posterior asunción de Pedro Aguirre Cerda como presidente de la República en 1938.
Coincide con el escondite de la élite profunda frente a la crisis, el que la cobertura en la educación básica haya retomado los ritmos en la expansión del sistema educativo. Si bien este proceso no estuvo para nada exento de graves problemas (la “Ley Maldita” es un claro ejemplo), el Gráfico 1 es elocuente: en 35 años (1938-1973) la integración de ciertos sectores medios y populares a la disputa por el control del Estado permitió que el país lograra niveles de modernización educativa que la élite simplemente no pudo lograr, ni siquiera en más del doble del tiempo.
La siguiente tabla resume la cobertura promedio para todos los niveles del sistema, en base a esta periodización. De la crisis oligárquica se nota el influjo de La Ley de Instrucción Primaria de 1920, la que generaría un “piso de cobertura” que en el largo plazo nadie iba a poder frenar. Al mismo tiempo, durante las Alianzas Mesocrático-Populares, se logra la participación bruta total para la enseñanza básica.
Por otra parte, del análisis de la tasa de analfabetismo (el principal indicador educativo para el mundo subdesarrollado), podemos extraer idénticas conclusiones. El Gráfico 2 permite dar cuenta de que en 18 años (1952-1970) la fuerza modernizante de los sectores medios y populares logró enseñar a leer y a escribir a sus propios hijos, lo que la caridad elitaria demorara casi 50.
En definitiva, el período 1938-1973 es una fase donde todas las fuerzas vivas de la sociedad comienzan a converger hacia horizontes estratégicos comunes, en experiencias tales como el Departamento Universitario Obrero Campesino o el Instituto Nacional de Capacitación Popular, en las cuales se generaron convenios con la Central Única de Trabajadores para cubrir a quienes no alcanzaron a ser alfabetizados. Es el momento en que la mayoría de Chile comenzaba a darle la cara a su destino.
Educación media y superior
Por otro lado, mientras durante el período de alianzas mesocrático populares se iban cubriendo los últimos rincones de la Educación Básica, también se fueron sentando las bases para el crecimiento de la Educación Secundaria y Superior. Esto se puede apreciar en el resumen de las tasas de crecimiento promedio de la matrícula (Tabla 2), las cuales permiten anticipar movimiento de mediana y larga duración. En suma, son formas en que la dinámica interna del Estado “va anunciando” movimientos desestabilizadores de antiguos equilibrios en el sistema.
Es posible apreciar en la Tabla 2 que en este período las tasas de crecimiento promedio son de 6,1% para la educación media y de 10% para la superior. Sin embargo, aquí es necesario hilar más fino, pues el horizonte de tiempo es más estrecho: el énfasis en estos niveles del sistema comienza a tener un impacto real desde el gobierno de Eduardo Frei Montalva: el período 1964-1973 presenta un ritmo de crecimiento en la educación media cercano al 10%. Por su parte, el nivel superior vive su primer gran shock de expansión durante la Unidad Popular, experimentando un crecimiento promedio de 24% en sólo tres años, prácticamente duplicándose en aquel período la cobertura (del 5% al 15%).
Lo interesante de este hilar fino, es que es aquí donde se comienza a hacer realidad la pesadilla de la esposa del diputado. En efecto, estos “rotos alfabetizados” comenzaron a insolentarse al observar el potencial revolucionario de las herramientas que sus padres y abuelos tuvieron que construir, a pesar de la élite. Las “chinas” comenzaron a ser “señoritas”, al punto que una de ellas es uno de los dos Premios Nobel que ostenta Chile, siendo el otro un profesor de francés oriundo de Parral.
El ejercicio realizado a lo largo de este artículo da cuenta de una realidad: en 200 años, la élite no ha sido capaz de lanzar al mundo lo que los sectores medios y populares se demoraron solamente 30 años. No es casual que los apellidos de los más grandes intelectuales chilenos sean Jara, Rojas, Godoy o Reyes, y no sean Matte, Echeverría o Echaurren. Tampoco es casual que aquellos intelectuales provenientes de la élite deban haber intentado emigrar de las cavernas de su clase para poder ser parte de un horizonte creativo genuino para el espíritu humano (Vicente Huidobro, Joaquín Edwards Bello y José Donoso son algunos de los mejores ejemplos).
La conmemoración de los 40 años del golpe militar ha intentado ser reducida a un mero ritual funerario, al cual nos tienen acostumbrados los sectores que apoyaron activamente la rearticulación de la oligarquía financiera. Sin embargo, ante esto proponemos un “no olvidar” como ejercicio de futuro: un llamado a hacernos cargo nosotros de la resolución de la crisis de las instituciones por las que lucharon y murieron nuestros padres y abuelos. La élite no lo hará por nosotros: no lo ha hecho en toda su historia, tampoco lo hará ahora.
No es casual que los apellidos de los más grandes intelectuales chilenos sean Jara, Rojas, Godoy o Reyes, y no sean Matte, Echeverría o Echaurren.
Si queremos “no olvidar”, podemos recordar que la última política real y seria de fomento a la formación docente que ha conocido nuestro país fue la creación en 1967 del Centro de Perfeccionamiento, Experimentación e Investigaciones Pedagógicas (CPEIP), sin que haya surgido otra iniciativa similar desde entonces. Recordemos también que no hemos visto en todas estas últimas décadas una política para el desarrollo técnico profesional. Y por supuesto, recordemos también lo que sí hemos visto: la proliferación de escuelas de nombre inglés para el simulacro de una modernización de mentira y de universidades que se han convertido en un abierto asalto a la familia chilena.
No es válido ni legítimo evaluar (como algunos lo hacen) el desempeño de las instituciones educativas de hoy usando como vara los objetivos del siglo pasado. Aquella es una trampa en la cual nuestra memoria no debe caer, pues en los últimos cuarenta años nuestra élite no ha sido capaz de avanzar mucho más de lo que avanzaron nuestros padres y abuelos en el mismo rango de tiempo. La institucionalidad educativa de hoy no es mucho más que las escuelas que fundara la élite a fines del siglo XIX: hoy los establecimientos educativos permiten saber solamente de qué clase social vienen sus estudiantes (Lara, Mizala y Repetto, 2011).
Nuestro “no olvidar” debe superar las pequeñeces a las que nos han tenido acostumbrados por tanto tiempo. La Unidad Popular es mucho más que tres años de “un” gobierno, democrático y popular, traicionado por nuestra élite: detrás de la Unidad Popular también estuvo parte del mundo socialcristiano, masón y radical. En cada niño y adulto alfabetizado, en cada sede abierta por la Universidad Técnica del Estado, está el torrente de la vida social, el esfuerzo de miles de familias para las cuales el insertarse en la modernización educativa no es una “opción”, sino una necesidad: era eso, o volver a los campos.
Entender esto es entender cuál fue el verdadero “enemigo” contra el cual se levantó el golpe de Estado. Es alrededor de estas posibilidades de clase, no realizadas, donde es posible encontrar lo que nos une efectivamente con todos aquellos que ya no están: no solamente la crueldad de los medios con los cuales les fue arrancada la vida, sino los fines que trazaron a lo largo de ella, durante casi un siglo.
[1] Bello, 1836, Obras completas, Vol. VII, i: 218, citado de Ruiz Schneider, C: “De la República al mercado. Ideas educacionales y política en Chile”, p 47.
[2] Sarmiento, 1856, p. 140, citado de Ruiz Schneider, Op cit, p. 54.
[3] Citado en Carmona, E: “Los dueños de Chile”, p. 116.
[4] Venegas Carus, A (1910): “Sinceridad: Chile íntimo en 1910”, p. 68