Crisis del SENAME: un sistema que hiere cuando intenta cuidar
19.08.2013
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19.08.2013
El estudio realizado por UNICEF y el Poder Judicial que ha vuelto a develar los abusos en residencias de protección nos recuerda que actualmente cerca de quince mil niños son atendidos anualmente en estos centros. Vulnerados en sus derechos y separados de su familia a través de una decisión judicial, estos niños han debido ingresar a una institución como una forma de resguardar y garantizar la protección de sus derechos.
Paradójicamente, la solución legal frente al maltrato grave y la negligencia, trae aparejada otras formas de vulneraciones: la ruptura parcial o total de los vínculos con la familia de origen y la violencia institucional representada por las prácticas de las residencias. Inevitablemente detener la violencia que proviene de la familia de origen, tiene como efecto otras formas de daño para los niños y sus familias.
La separación protege a los niños del maltrato de los padres, pero no cambia a los padres. Sobre todo cuando la participación de estos en un proceso de estas características adolece de condiciones que resguarden mínimamente su dignidad
Se entiende que la separación de un niño con su familia de origen es una situación excepcional y transitoria dado los graves efectos psicológicos, estudiados hace más de 60 años, que tienen este tipo de acontecimientos. Ya desde la Segunda Guerra Mundial y a partir de las diversas situaciones de separación que experimentaron los niños evacuados de las grandes ciudades para ser trasladados a instituciones de internación o zonas rurales al cuidado de familias sustitutas, numerosos especialistas y la misma Organización Mundial de la Salud (OMS) señalaban públicamente que la separación del niño con su familia constituía un verdadero traumatismo que equivalía a un “apagón emocional” que podía dar origen a trastornos psicológicos graves.
En Chile la internación de niños ha sido un medio frecuente de protección a la infancia gravemente vulnerada y se ha mantenido vigente desde 1758 cuando se fundó la primera casa de expósitos de Santiago. La lógica con que operan estas instituciones también ha permanecido: cuando la familia falla o fracasa en sus funciones, otras instituciones, el Estado y sus fundaciones colaboradoras, tendrán que advenir para regular las relaciones entre padres e hijos y velar por la protección.
Ahora bien, a partir de la ratificación de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, suscrita a principios de los ‘90, numerosos discursos críticos emanados de organismos internacionales comenzaron a señalar que la institucionalización, como estrategia de protección de los derechos, en lugar de mejorar la situación de los niños y sus familias los expone a situaciones de riesgo que perjudican severamente su desarrollo emocional y la posibilidad de restablecer los vínculos con su familia de origen y la sociedad.
Por ejemplo, un estudio de 2010 –Focalización del sujeto de atención y propuestas metodológicas para la intervención con niños, niñas y adolescentes en protección residencial– , encargado por UNICEF y SENAME, señala que el tiempo promedio de permanencia en las residencias es de 2,7 años. La situación provisoria pasa a ser prolongada e incluso permanente. El informe señala además, la falta de especialización de los profesionales y de las educadoras de trato directo que deben velar por el cuidado y bienestar de los niños; el desgaste de los equipos interventores y la alta rotación de personal.
A lo anterior se suma que, en la actualidad, los hogares no cuentan con recursos físicos, profesionales y económicos para proteger y promover los vínculos familiares de los niños, lo que se traduce en que las intervenciones no están orientadas a la reunificación dado que las familias son percibidas negativamente, no existen metodologías para trabajar con ellas y en el contexto cotidiano los familiares prácticamente no tienen ningún involucramiento en la crianza y educación de sus hijos internos.
Lo anterior se puede observar en la forma que está diseñado el sistema de visitas al interior de las residencias. Habitualmente no existen condiciones mínimas para encuentros que permitan la promoción de relaciones familiares: horarios de visitas restringidos, espacios inapropiados para compartir con los niños, o la distancia excesiva entre la residencia y la casa de la familia. Visto así, los espacios de encuentro entre el niño y la familia parecen un privilegio y no un derecho.
Pensar que el problema del maltrato infantil se resuelve sobre la base de separaciones e internaciones, bajo el argumento de la urgencia o que la realidad de no ofrece otro margen de intervención, es ser cómplice y reproducir un sistema que vulnera cuando intenta proteger
Desde esta perspectiva, la separación que busca proteger es experimentada como un castigo antes que constituirse como una oportunidad para modificar un problema en las relaciones entre padres e hijos. La separación protege a los niños del maltrato de los padres, pero en sí misma no cambia a los padres. Sobretodo cuando la participación de estos en un proceso de estas características adolece de condiciones que resguarden mínimamente su dignidad.
En este contexto de gran adversidad se presenta una tremenda dificultad para los niños, las familias y los equipos de las residencias: la imposibilidad de desarrollar lazos de confianza, apoyo o solidaridad en función de la restitución de los derechos vulnerados. Aquel desencuentro, prácticamente cotidiano, es el síntoma más evidente de un sistema de protección que en sus cimientos hace inviable la posibilidad de reconstruir los vínculos que se han fragmentado a través de la historia. Una y otra vez parece repetirse, para aquellos ligados al sistema de protección residencial, la historia de violencia, separación y olvido.
El problema de la separación y la internación residencial como mecanismo de protección de los derechos no elude, evidentemente, el problema del maltrato infantil o de la negligencia parental. Pero pensar que el problema se resuelve sobre la base de separaciones e internaciones, bajo el argumento de la urgencia o que la realidad de las cosas no ofrece otro margen de intervención, es en definitiva ser cómplice y reproducir un sistema que vulnera cuando intenta proteger.
Describir los efectos de la protección residencial nos muestra la complejidad y la desarticulación con la que opera un sistema que en su afán por proteger repite y actualiza la violencia sobre los niños, las familias y los profesionales. Si no, ¿cómo comprender la frecuencia con que en Chile se destapan situaciones de vulneración en residencias de protección, seguidas de la negación y el silenciamiento de las historias de los niños y niñas internados? Rápidamente pasan al olvido y vuelven a quedar expuestos al ultraje de un sistema que históricamente se ha mostrado incapaz de reconocer las profundas situaciones de injusticia que están en la raíz de la violencia y separación de los niños con sus padres.
Un sistema que, sabiendo lo complejo del trabajo residencial y de la especialización que se requiere para la atención de niños y niñas con graves daños, paga en promedio $800 mil bruto a un director de un hogar que debe trabajar prácticamente los siete días de la semana, dirigir a un equipo de más de 10 personas (entre educadoras y profesionales) y que debe velar por el bienestar de 20 a 30 niños. O la precariedad con la que deben trabajar las educadoras de trato directo, a cargo de 6 a 8 niños, con turnos inhumanos, la postergación de su vida personal y familiar y con contratos de asesoras de hogar.
Son innumerables las situaciones que develan la violencia institucional, así como los mecanismos para negar que el problema central del sistema es la injusticia, la desigualdad y la inequidad que se reproduce en los diversos actores del sistema.
Hemos terminado por crear y legitimar un sistema de protección de la infancia segregado en donde la desconfianza circula entre los organismos colaboradores, el SENAME y el Poder Judicial
Hemos terminado por crear y legitimar un sistema de protección de la infancia segregado en donde la desconfianza circula entre los organismos colaboradores, el SENAME y el Poder Judicial. Me parece que el mejor ejemplo de esa desconfianza es que el debate público que se ha generado por la reciente investigación de la UNICEF y el Poder Judicial que develó los abusos en residencias, ha estado centrado principalmente en confirmar la validez metodológica del informe en lugar de que, a partir de estos hechos dramáticos, alguna de las instituciones involucradas lidere la convocatoria a una reflexión amplia, con diversos actores, sobre la construcción de un sistema de protección a la infancia que piense en los niños y no vuelva a reproducir los abusos.
Si queremos llevar adelante un proyecto que considere realmente a los niños como sujetos plenos de derechos, no infantilicemos la infancia negando su dimensión política y proponiendo sencillamente que este es un problema de eficiencia o voluntarismo que se resuelve entregando mejores prestaciones y servicios a los usuarios. O bien, que se hace lo mejor con lo que se tiene, justificando así los abusos, las arbitrariedades y las improvisaciones.
Abordar el maltrato infantil por parte de la familia o las vulneraciones y abusos en manos de instituciones que tienen por principal tarea la protección, no puede desligarse de una discusión que pueda pensar el lugar de los niños y niñas en nuestra sociedad, así como el contexto en el que se desarrolla y reproduce la violencia. Sin lugar a dudas esta es una cuestión que va más allá del atrincheramiento institucional que polariza la discusión entre los que defienden al niño o a la familia, o entre los que están a favor de la familia de origen y los que defienden la adopción.
Hasta que no seamos capaces de dejar a un lado las desconfianzas y los miedos difícil es que podamos asumir con responsabilidad el cuidado de los niños, el acompañamiento a sus familias sin descalificaciones, la promoción de sus derechos, la tarea de reparación de los vínculos dañados o la transmisión de una historia que proteja la identidad.
Finalmente, algo que he aprendido estos años acompañando a niños y niñas internados en residencias de protección, en particular de un niño que recordaba con mucho cariño a su madre alcohólica mientras se balanceaba en un columpio de Quinta Normal, es que la reparación de los derechos vulnerados no se reduce a la conformación de un ambiente que supla o compense las carencias afectivas y materiales del niño. No se resuelve por la sustitución de un adulto deficiente por otro mejor; de una familia inmoral por otra con valores y ganas de entregar amor. La restitución de los derechos requiere de otros, de la familia si es posible, de las educadoras de trato directo, de los profesionales, directores y directorios de las fundaciones; requiere de la comunidad. De esa forma la posibilidad de que un niño recupere la confianza en otro, en particular de un adulto, se sostiene en que pueda ser reconocido como un sujeto más allá de sus antecedentes, de su historial de vulneraciones y del estigma de su historia previa. Se trata en definitiva de revindicar sus lazos, su lugar en el mundo, de saber que algún día se puede perdonar.