El dios Estado
13.08.2013
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13.08.2013
En el último tiempo, gracias a una serie de eslóganes de fácil uso, el debate político en general ha adquirido un carácter mitológico. Entonces, ante las problemáticas y asuntos que nos conciernen a todos, se ha caído en la reducción de que la causa de todos los problemas habidos y por haber serían culpa del libre mercado -convertido en una especie de Hades infernal, donde las almas humanas estarían condenadas a sufrir- y que la única solución a los mismos sería devolver el máximo poder al Estado convertido en Zeus, el dios benévolo y paternal.
Algunos parecen haber olvidado el viejo principio en el cual se fundaron los antiguos absolutismos monárquicos, que no era otro que el carácter sagrado del Estado y los gobernantes en tanto reflejos de la voluntad divina, lo que se traducía no sólo -como diría Rudolf Rocker- en sumisión voluntaria como fundamento de la tiranía, sino también en confiscaciones, esclavitud, guerras y pobreza.
En oposición a la vieja creencia en la omnipotencia del Estado y los gobernantes, que daba sustento al principio monárquico basado en el derecho divino, surgen las ideas y revoluciones liberales en la Europa del siglo XVIII. No sólo contra la milenaria simbiosis entre religión y poder político, sino también contra los privilegios que ese mismo Estado entregaba a ciertos grupos o estamentos parasitarios, mediante un férreo y autoritario sistema de control sobre la actividad económica, basado en restricciones, proteccionismo, confiscaciones y tributos arbitrarios, siempre en desmedro de propietarios diversos como campesinos y artesanos.
Así, contrario a lo que erradamente se cree y mentirosamente se ha dicho, la defensa del libre mercado surge como contraposición al mercantilismo que predominó en Europa entre los siglos XVII y XVIII, cuya máxima expresión fue el llamado “colbertismo” bajo el régimen de Luis XIV, el Rey Sol. Por algo, un liberal radical como Bastiat era opositor al Antiguo Régimen, el proteccionismo y el poder excesivo del Estado.
Irónica y trágicamente, algunos –ante el statu quo en el que habían caído la defensa y promoción del liberalismo– creyeron que la vía más rápida para poner fin a la falta de libertad política y económica del absolutismo, no radicaba en poner fin a la extorsión y la coacción estatal, sino en hacer a todos parte de la misma, construyendo un gran monopolio a manos del Estado, que teóricamente, ahora bajo el control de una supuesta voluntad general, ya no sería patrimonio del rey sino del pueblo en su conjunto. Tristemente, creyeron que el modo de instaurar la justicia y libertad era usando los mismos instrumentos del despotismo, creando para sí un nuevo dios, un nuevo tirano, cuya tarea supuesta era convertir la tierra en el edén y a los seres humanos en ángeles libres del egoísmo en que la sociedad los había imbuido.
Así –parafraseando a Rudolf Rocker– los nuevos adoradores de la omnipotencia del Estado, en su reacción, tomaron prestadas las mismas armas autoritarias del absolutismo, para construir una nueva teocracia del Estado, una nueva dictadura donde el legislador derivó en sumo sacerdote, que intentaron imponer a punta de asesinatos. Ese fue el triste corolario del jacobinismo y su Terror revolucionario, y del colectivismo antiliberal del socialismo de Estado y el fascismo, años después.
Triste coincidencia entre los conservadores que defendían el Antiguo Régimen absolutista y los socialistas de Estado que proclaman la dictadura, que con gran claridad captó Bakunin: “En nombre de esa ficción que apela tanto al interés colectivo, al derecho colectivo como a la voluntad y a la libertad colectivas, los absolutistas jacobinos, los revolucionarios de la escuela de J. J. Rousseau y de Robespierre, proclaman la teoría amenazadora e inhumana del derecho absoluto del Estado, mientras que los absolutistas monárquicos la apoyan, con mucha mayor consecuencia lógica, en la gracia de dios”.
Entonces, el grito laico de libertad, igualdad y fraternidad contra el Antiguo Régimen, dio paso a un nuevo dogma religioso de carácter secular: La religión del Estado Nación, que ya no atribuye una cierta divinidad al monarca absoluto, sino al legislador y a la asamblea, cuestión cuya más nefasta consecuencia ha sido considerar cualquier opinión contraria a la voluntad general como una herejía contra el dios Estado, cuyo castigo no es otro que la guillotina o el campo de reeducación.
Entonces, como bien explicaba Rocker: “Así nació de la idea de la voluntad general una nueva tiranía” y agrega: “Frente a la soberanía ilimitada de una voluntad general imaginaria, toda independencia del pensamiento se convirtió en crimen”. Con ello, se contravino el sentido profundo de la democracia, la que terminó siendo mal entendida como el sometimiento absoluto a los designios de la mayoría, sin importar el carácter dictatorial y liberticida de los mismos. Distorsión que muy bien visualizó Bastiat: “Uno de los fenómenos más curiosos de nuestro tiempo, y que sin duda nos creará desasosiego, es que la doctrina que se basa en esta triple hipótesis —la inercia radical de la humanidad, la omnipotencia de la ley, la infalibilidad del legislador— es el símbolo sagrado del partido que se proclama en exclusiva democrático”.
Una triste paradoja del nuevo credo secular de la dictadura de mayorías y la omnipotencia del Estado, que muy bien explicó el mismo Rudolf Rocker: “el que no ve en la libertad otra cosa que el deber de obedecer a las leyes y de someterse a la voluntad general, no puede ver nada aterrador en el pensamiento de la dictadura; ha sacrificado interiormente hace mucho el hombre a un fantasma y carece de comprensión para la libertad del individuo”.
Así, la idea liberal de que el privilegio originado en el poder coactivo se revierte con más libertad y menos poder del Estado sobre las personas, porque como decía Lord Acton “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe más”, fue reemplazada por la vieja idea instaurada por Platón de que “ha de acostumbrarse el espíritu de nadie a permitirse obrar siguiendo su propia iniciativa, ya sea en el trabajo o en el placer” (Platón citado por Popper).
Hoy en la discusión política, nuevamente algunos prometen un mundo nuevo y posible, donde no hay egoísmo ni privilegios, ni mal alguno, invitándonos a ir bajo su guía al encuentro final con el nuevo Zeús, el dios Estado. Pero como bien enseña la mitología -y también la historia- esas promesas pueden ser sólo el triste y engañoso canto de las sirenas que nos lleve a naufragar o la esclavitud.