Propuestas y prioridades educacionales: Pensar las reformas educativas desde las escuelas
05.08.2013
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05.08.2013
La competencia está minando la capacidad de las escuelas de mejorar en serio y destruyendo un valor clave para cualquier reforma educacional: la confianza en y entre sus distintos actores
Para bien del país, la discusión sobre las políticas educacionales que se requieren para los años que vienen está en el centro del debate público. Desde la oposición, la candidata de la Nueva Mayoría – el resto se ha pronunciado poco y nada sobre este importante tema – ha comenzado a presentar una nutrida agenda de reformas a la educación escolar y superior (al menos a nivel de titulares), al mismo que tiempo que la derecha educacional, reactivamente y desde distintos lugares, ha salido a defender con fuerza los pilares de un sistema educativo que su sector construyó, centrando esa argumentación en el valor superior de la libertad de enseñanza y provisión privada (que por lo demás, de ningún lugar han sido cuestionadas…)
Es posible identificar dos debilidades claras de la discusión actual sobre la educación y su futuro. La primera, es que el 99% de dichas discusiones se centran en los instrumentos o medios (el financiamiento, la institucionalidad, los recursos), dejando absolutamente en un segundo plano los fines o principios prioritarios que debieran orientar cualquier proceso de transformación y que son claves en un momento donde la pregunta central es cómo se sientan las bases para la construcción de un sistema escolar distinto. ¿Y en qué sentido puede ser “distinto”? Esas son las preguntas que pocos se están haciendo.
La segunda debilidad, estrechamente vinculada a la anterior, es que la discusión política sobre educación hasta el momento no distingue prioridades ni temporalidades en las distintas ideas y reformas que están sobre la mesa. ¿Cuáles de las políticas y cambios son piso para el resto? ¿Qué debiera ir primero? ¿Todos los cambios propuestos pesan lo mismo?
Mi propuesta es contribuir a resolver estos dos nudos, al menos para la educación escolar, respondiendo a estas preguntas desde la perspectiva de las escuelas (hablo genéricamente, por lo que me refiero a todos los tipos de establecimiento). Desde ellas, porque no debiéramos olvidar que cualquier esfuerzo de reforma educacional debe apuntar a generar las condiciones para que las escuelas desarrollen un proceso educacional que permita que todos los estudiantes aprendan, desarrollen sus potencialidades y crezcan felices. En general nos olvidamos de las escuelas y la mayoría de las veces discutimos de política educacional sin haber conocido de cerca a una distinta a la que nosotros fuimos cuando éramos estudiantes.
¿Cuáles son los problemas centrales que hoy enfrenta una escuela promedio en nuestro país? ¿Podrían ser estos problemas el punto de partida para la definición de las prioridades de política para los años que vienen? Me atrevo a ensayar cuatro dificultades principales de las escuelas en Chile -con el sesgo propio de cualquier generalización de este tipo- a partir de la experiencia de casi ya 10 años visitando establecimientos educacionales en el marco de distintas investigaciones, fundamentalmente en contextos de desventaja socioeconómica.
La escuela chilena está presionada asfixiantemente por alcanzar resultados tanto a nivel de matrícula (que tiene un impacto directo en su financiamiento), como de aprendizajes de sus estudiantes medidos por las pruebas estandarizadas que se supone debieran tener a su vez un impacto en su “reputación” frente a las familias, el mercado educacional
La escuela chilena promedio es una escuela ante todo presionada asfixiantemente por alcanzar resultados, tanto a nivel de matrícula (que tiene un impacto directo en su financiamiento), como de aprendizajes de sus estudiantes medidos por las pruebas estandarizadas (que se supone debieran tener a su vez un impacto en su “reputación” frente a las familias, el “mercado educacional”). La escuela, en este escenario, es invitada diariamente a competir con sus pares. Competir por la matrícula, por los mejores estudiantes, por los mejores profesores, por las familias más comprometidas, por una mejor posición en los rankings. En ese camino, la escuela privilegia las acciones que tienen un impacto directo en esta importante reputación (con importantes costos en otras áreas del proceso educativo). Y ni le hablen de colaborar con otro establecimiento cercano, su rival directo.
La presión por resultados es cada vez mayor (más pruebas, en más cursos, con más consecuencias), lo que tensiona con una fuerza inédita el foco de la escuela, que tiende a concentrarse prioritariamente en aquello que las pruebas pueden evaluar (lo que está profusamente documentado por la literatura especializada). Sufren la angustia de la medición como si ahí se jugara toda la riqueza del proceso educacional, a veces se resisten a aceptar esta realidad, pero casi siempre terminan jugando con las reglas de este mercado. Su supervivencia depende de eso.
Por otro lado, la escuela en nuestro país experimenta también diariamente la violencia de la segregación, el principal escándalo de la educación que tenemos. Mira con desconfianza la discusión ilustrada sobre si esta segregación educacional es sólo causa de la segregación urbana, pues vive en carne propia una segmentación que se produce en el mismo territorio, en un par de cuadras a la redonda. Hace un esfuerzo sobrehumano para retener a los estudiantes con mejor capital cultural, pues sabe que la escuela que cobra financiamiento compartido en la calle siguiente corre con ventaja.
Esta escuela, por su parte, legítimamente en su opinión, selecciona a los estudiantes de acuerdo a su proyecto educativo, compromiso de las familias y capacidad de pago, pues entiende que educativamente será más fácil trabajar con ellos. Sus resultados “exitosos” después lo confirman (aunque el análisis riguroso de los datos no diga lo mismo). Para esta escuela, su deber es ofrecer una mejor opción a los estudiantes y familias que quieren esforzarse para salir adelante, sin preocuparse mucho de lo que ocurra con el resto. Sus directivos no creen estar segregando.
En tercer lugar, la escuela promedio en Chile no cuenta con las capacidades, condiciones ni apoyos necesarios para mejorar su trabajo y enseñar con calidad. La presión y la competencia parecieran tener acá su talón de Aquiles, pues es imposible mejorar si no se tienen las capacidades para hacerlo. No se trata de un asunto de voluntad (muchos así lo creen). Muchos profesionales de la educación están desmotivados y se sienten poco reconocidos socialmente, lo que se traduce -entre otras señales- en las peores remuneraciones de los egresados de la educación superior. La mayoría de estos profesores no han sido bien preparados, ni tampoco se les ha ofrecido una formación continua adecuada. Con los profesores jóvenes la situación tampoco es muy distinta. A esto se suma la escasez de tiempo para preparar las clases. Las familias, por su parte, colaboran poco con el proceso escolar. Y si a la escuela le va mal, todos le decimos que se lleve al niño de ahí, que haga funcionar el mercado (y no que apoye a que ésa sea una mejor escuela). Los directores, ignorados por décadas de políticas educacionales, tratan de maniobrar con esta compleja realidad, la mayoría de las veces sin la autonomía, el reconocimiento ni las herramientas necesarias para hacerlo. Las asistencias técnicas externas y el Ministerio de Educación tampoco lo hacen mucho mejor en desarrollar estas capacidades.
La escuela es invitada diariamente a competir con sus pares: por la matrícula, por los mejores estudiantes, por los mejores profesores, por las familias más comprometidas, por una mejor posición en los ranking. En ese camino, la escuela privilegia las acciones que tienen un impacto directo en esta importante reputación, con importantes costos en otras áreas del proceso educativo. Y ni le hablen de colaborar con otro establecimiento cercano, su rival directo
Por último, la escuela es conducida y administrada por un sostenedor que en la mayoría de los casos no da el ancho para contribuir a mejorar la calidad de la educación (toda la evidencia indica que el “nivel intermedio” puede hacer un aporte sustantivo, apoyando y trabajando con sus escuelas). En el caso de los sostenedores privados, muchos no cuentan con la capacidad técnica para actuar como un promotor y apoyo a la mejora educacional. Otros no tienen el interés de hacerlo, pues privilegian la maximización de una legítima recompensa económica o lucro, que por lo general es incompatible con la maximización de la calidad en los procesos educacionales.
En el caso de la escuela pública la situación es más dramática, pues además de competir en condiciones desiguales con el mundo privado, el sostenedor no cuenta ni con los recursos ni con las capacidades técnicas para apoyarla. En algunos casos, como se ha querido destacar en el último tiempo, los alcaldes se comprometen con la educación y hacen un esfuerzo adicional porque sus escuelas tengan las condiciones para educar con calidad. En otros casos, como los de La Florida o La Cisterna este año 2013, los mismos alcaldes hacen poco y nada por evitar e incluso promueven el cierre de las escuelas que por ley son de su responsabilidad. La escuela (y todos sus estudiantes) está entonces sujeta a la voluntad de las autoridades políticas locales y a los recursos con que cuente su comuna.
Por cierto, estos cuatro problemas anteriores están llenos de matices, diferencias y aplicaciones según el contexto. Pero representan el corazón del problema en la educación escolar. Es por eso que lo lógico sería concentrar los esfuerzos en cuatro tipos de política:
Ninguno de estos cambios es simple ni aglutina demasiados consensos. Son más bien espacios de disputa política. Pero son el punto de partida para la construcción de un sistema educativo que una parte mayoritaria de la sociedad chilena demanda. En momentos en que todos exigimos una política más cerca de la ciudadanía, es también hora de construir una política educativa más cerca de las escuelas.