El cobre, el grafeno y los peligros que corren los países que no investigan
30.07.2013
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30.07.2013
Debido a que nuestra actividad industrial es de baja complejidad y se sustenta en la explotación de recursos naturales y con escaso contenido tecnológico, lo que queda de manifiesto en indicadores de complejidad económica o de exportaciones “high-tech”, es que no pocos viven esperando que se repita “la historia del salitre”, o en otras palabras, que algún adelanto tecnológico o productivo amenace la industria que sostiene buena parte de nuestra economía.
Una de las cosas más asombrosas del grafeno es que su descubrimiento fue el producto de la curiosidad de dos investigadores. No estaba en la ‘agenda oficial’ del laboratorio, e incluso se desarrolló en lo que sus descubridores llamaban ‘experimentos de viernes por la noche’. Ciencia motivada por curiosidad en su estado más puro
Algo de eso ocurrió cuando algunos medios anunciaron que un nuevo y sorprendente material, llamado grafeno “podría reemplazar al cobre en una década”. Aunque las informaciones posteriores han ayudado a precisar los reales alcances y posibilidades del grafeno , la historia de este material y de su desarrollo, sirve para mirar desde otra perspectiva el problema siempre pendiente de la política industrial de Chile.
Respecto a la discusión sobre una política industrial para el país, existen dos “dogmas” imperantes, ambos discutidos en el libro El Otro Modelo, presentado recientemente. Dicho de una manera muy simplificada, la discusión parece estar entre si el Estado debe seleccionar ex ante las áreas industriales de mayor competitividad y de posibilidades de éxito económico (selectividad), o si se debe apostar a una “cancha pareja” en la que todos los actores que quieran emprender o innovar puedan hacerlo (neutralidad). Sin duda, cada estrategia es compleja, y la manera en que se presenta en estas líneas es meramente ilustrativa.
Numerosas columnas, especialmente entre autoridades del presente gobierno y del anterior, dan cuenta de este debate de mucho interés para el mundo científico. La elección de una política industrial determinada puede afectar especialmente el fomento a la ciencia aplicada. Una política industrial selectiva puede implicar, bajo criterios al menos cuestionables, la priorización de una “ciencia orientada por misión”, bajo la creencia de que se fortalece el desarrollo de aquellas áreas seleccionadas. Dicha relación no es tan evidente en el caso de una política “neutral”. Se entra entonces en el debate entre “ciencia impulsada por curiosidad” versus “ciencia impulsada por misión”.
Quizás mas allá de defender una u otra postura como si fueran excluyentes, el éxito radique en llegar a una fórmula que permita la construcción de una política industrial determinada, en coordinación con el desarrollo de una política científica para el país, bajo una institucionalidad para la ciencia que asegure su implementación y ejecución.
El grafeno es, en términos muy básicos, una lámina de carbono en una determinada configuración y del espesor de un átomo. Tiene algunas propiedades extraordinarias que hacen creer a numerosos investigadores que puede tener importantes aplicaciones en el campo de la electrónica (para saber más acerca del grafeno y los detalles sobre su estructura y naturaleza química, lea estos reportajes de Investigación y Ciencia y Revista de Educación Química).
Si bien algunos expertos creen que es muy difícil que el grafeno reemplace al cobre, debido principalmente a dificultades técnicas para obtenerlo a escala industrial, casi a 10 años de su “descubrimiento” (debiese hablarse más bien de elaboración) ya se han creado prototipos de baterías para aparatos electrónicos que superan ampliamente en calidad a las existentes hoy, y en las que se emplea grafeno para ampliar su vida útil y capacidad. Es tal la importancia del grafeno que le valió a sus descubridores el Premio Nobel en Física en 2010, a menos de 10 años de la publicación del artículo en el que describieron por primera vez la obtención de grafeno, lo que es un hecho extraordinariamente inusual en la historia del Nobel.
Una de las cosas más asombrosas del grafeno es que su descubrimiento no fue producto de consorcios academia-industria, ni del trabajo de una empresa acogida a beneficios tributarios a la I+D ni producto de una “ciencia impulsada por misión”. El grafeno se descubrió en un laboratorio universitario y fue el producto de la curiosidad de dos investigadores. No estaba en la “agenda oficial” del laboratorio, e incluso se desarrolló en lo que sus descubridores llamaban “experimentos de viernes por la noche”. Ciencia motivada por curiosidad en su estado más puro. De hecho, André Geim, uno de los galardonados con el Premio Nobel por el grafeno, había recibido algunos años antes el famoso Premio “Ig Nobel”, otorgado a aquella ciencia que “hace reír y después pensar”. Sus propios descubridores, junto a otros expertos, afirman que el nacimiento del grafeno fue producto de la curiosidad científica, tal como ha continuado ocurriendo con sus nuevas y prometedoras aplicaciones.
Ejemplos como el del grafeno, en los que la curiosidad (y no la misión) ha generado nuevas innovaciones tecnológicas, son numerosos y existen en el campo de la electrónica, las ciencias biomédicas, la química, las comunicaciones, entre otros. No existe en efecto, de acuerdo a ningún criterio riguroso de comparación internacional, evidencia suficiente que permita afirmar que la ciencia motivada por misión sea más rentable para un país que la ciencia motivada por curiosidad. Y esto, sin entrar a discutir las múltiples dimensiones de la ciencia, especialmente en el ámbito social y cultural, además del propiamente científico, que se ven severamente limitadas bajo un modelo orientado por misión. Esto no quiere decir que no debiera impulsarse una política industrial “selectiva”; más bien, apunta a la necesidad cada vez más imperiosa de encauzar la política científica por vías e institucionalidades separadas (aunque complementarias y con un alto grado de coordinación) respecto de las políticas de industrialización.
Uno de los pilares planteados en el libro El Otro Modelo es la necesidad de una nueva política industrial, bajo el argumento de que no existen países que hayan alcanzado el desarrollo sin una política industrial “selectiva”. Lo mismo podría decirse de esos países en lo que se refiere a una política científica: todos presentan estrategias o planes de largo plazo para el desarrollo de la investigación científica, formación de investigadores, e inversión en I+D, además de una institucionalidad usualmente de rango ministerial para la ciencia.
Sin lugar a dudas, nuestro país también necesita “otro modelo” para decidir nuestra política científica. Esto no implica, como algunos creen, acabar con los laboratorios universitarios, ni con Conicyt ni con la Iniciativa Científica Milenio, sino que implica entender que nuestro país no logrará dar el salto necesario en materia industrial, de innovación, social y cultural, de no haber cambios sustantivos en la institucionalidad científica, y en la manera en que las políticas públicas para la ciencia son concebidas en Chile.
El “modelo” actual deja en manos de políticos y economistas (o en los llamados tecnopols) decisiones relevantes y estratégicas sobre el futuro de la ciencia nacional, y gran parte de los problemas administrativos de Conicyt (especialmente a nivel del postgrado) se explican por la exclusión de los científicos de la discusión respecto a aspectos estratégicos y técnicos de los diversos programas que componen la actual política pública (si es que se le puede llamar así) para la ciencia. Lo mismo parece explicar, al menos en parte, la ya evidente tendencia a la baja de nuestro país en materia de innovación, como lo evidenció el último “porrazo” de Chile en el Índice de Innovación Global 2013, algo bastante elocuente en el “Año de la Innovación”.
El modelo actual deja en manos de políticos y economistas decisiones relevantes y estratégicas sobre el futuro de la ciencia nacional. Gran parte de los problemas administrativos de Conicyt se explican por la exclusión de los científicos de la discusión respecto a aspectos estratégicos y técnicos de los diversos programas que componen la actual política pública para la ciencia
Aunque difícilmente extrapolables a nuestro país, una reciente consulta ciudadana en Inglaterra muestra que la ciudadanía reconoce que los científicos deben estar presentes en la formulación de la política científica. Dar cabida a los científicos (y a la ciudadanía) en la discusión sobre una política pública para la ciencia implica en el mundo político reconocer, en primer lugar, que la prerrogativa del diseño de las políticas públicas no puede ser exclusiva del gobierno, siendo ésta la clave para superar el argumento de que un ministerio no puede diseñar políticas de largo plazo y que, por ende, la ciencia requiere una institucionalidad distinta a una de rango ministerial.
Es evidente que se debe trabajar en cómo materializar -de manera efectiva y evitando la captura por operadores políticos- la participación de los científicos y de la propia ciudadanía en la deliberación respecto a la política científica (y en donde un consejo nacional que asesore al Estado en la materia se hace fundamental). Sin embargo, se hace también evidente que esta participación no puede darse en el ágora de los partidos políticos, quienes han fracasado en procurar instaurar este tema en la agenda pública, así como muchos otros de interés general.
Respecto a la pregunta sobre qué tipo de política científica requiere el país, la experiencia internacional sugiere de manera clara que el garantizar una “ciencia motivada por curiosidad”, tomando las debidas medidas en aquellos temas o áreas en las que no existe interés, investigadores, infraestructura o masa crítica, es el estándar mínimo que debiese estar asegurado. No obstante, se hace más urgente que nunca superar los temores infundados que reiteradamente parecieran obstaculizar el avance hacia la generación de una institucionalidad para la ciencia que permita la creación, implementación y coordinación de una política científica en nuestro país.
El caso del grafeno nos enseña varias cosas. Primero, se dio en un laboratorio universitario en un país y en una época de fuerte apoyo a la blue skies research (como llaman ellos a la ciencia motivada por curiosidad). En segundo lugar, se dio en un laboratorio que reunía a científicos de diversas nacionalidades (brain exchange, en vez de brain drain). Se dio, además, en un país que invierte sumas importantes en I+D. Y se dio en un contexto de institucionalidad mucho más maduro al que existe en Chile.
Hoy, dicha institucionalidad y dicha política de fomento a la ciencia motivada por curiosidad han permitido, entre otras cosas, la rápida creación de “consorcios” del grafeno, que se espera contribuyan con nuevos descubrimientos, aplicaciones y miles de puestos de trabajo, con inversiones de varios millones de libras. Tal vez es esta lección de la historia del grafeno la que más debiese preocuparnos, en vez del futuro del cobre. Como la evidencia lo muestra, el próximo grafeno podría salir de un experimento de viernes por la noche de un investigador en un laboratorio universitario, aquel lugar tan despreciado por algunos economistas y tan poco valorado en el año de la innovación.