Crisis en el sistema de protección de niños: La otra violencia de la que no se habla
22.07.2013
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
22.07.2013
El tema de la reparación de niños que han sido vulnerados en sus derechos nos confronta no solo con el rol que tiene el Estado en la tarea de protegerlos, sino con una situación muy particular de la que se habla poco: la manera en que se piensa acerca de las características psicológicas de los padres que exponen a sus hijos a situaciones de riesgo o que, derechamente, los vulneran en sus derechos. Ello nos plantea el desafío de cómo deberemos pensar el rol de la sociedad en la producción de estos fenómenos.
En el caso de los niños menores de edad, el vínculo con sus padres es completamente asimétrico, en el sentido que ambos tienen obligaciones y deberes absolutamente distintos. Mientras que unos deben criar y proteger, los otros deben ser cuidados y protegidos bajo un reconocimiento implícito de la autoridad.
Con la ley de adopción se está cometiendo el abuso de separar a los niños de sus familias de origen usando un término tan ambiguo y vago como la ‘inhabilidad parental’. Hoy la mayoría de las ‘susceptibilidades de adopción’ (84%) se inician por que los padres han sido calificados de inhábiles
Un niño agredido no tiene cómo saber que los golpes que le son propinados, o los descuidos de los que es objeto, constituyen una trasgresión a lo que hoy se consideran los derechos inalienables de todo ser humano. Y remarcamos la palabra “hoy” para enfatizar que los derechos de los niños han cambiado a través de la historia. De hecho, mucho de lo que hoy condenamos como violencia se validó y aceptó en otros tiempos llamándolo “castigo”, “corrección”, “disciplina”, etc.
Como decíamos, un niño no está en condiciones de reconocer las situaciones abusivas de poder, pero sí puede experimentar la violencia a partir del dolor psíquico y físico causado por el otro. Un asunto que se suele olvidar es que la violencia ejercida por el adulto no sólo debe considerarse desde el punto de vista adulto como una injusticia, sino también desde el punto de vista del niño como el comienzo del quiebre de lazo ético con otro.
Resulta evidente que frente a situaciones de agresión no es el mismo niño quien puede iniciar una acción que restaure sus derechos. Podría reconocerlos a partir de la enseñanza que se le provea luego, pero no puede ejercer su derecho por sí mismo. Hoy, sólo el Estado puede representar al niño que sufre la opresión violenta de la autoridad de sus padres. El Estado, en este caso, inhabilita temporal o permanentemente a los padres para hacer uso del ejercicio de su autoridad paterna y, a cambio, ofrece la propia.
Sabemos, no obstante, que el Estado tiene casi siempre las mismas dificultades de los padres en el ejercicio de su rol paterno. Paradójicamente, no logra subsanar con sus instituciones el maltrato y el daño producido, debido a la violencia arbitraria e insensata que las mismas instituciones aplican sobre los niños.
La paradoja se sitúa en que el Estado debiera sustituir la violencia dirigida hacia el niño por un contexto de paz y protección. No obstante, sabemos, a partir de las investigaciones que realizaron durante la Segunda Guerra Mundial psiquiatras y psicoanalistas -como René Spitz, John Bowlby, Donald Winnicott, entre otros-, que la violencia que sufren los niños dentro de estos hogares del Estado puede ser incluso más intensa y desquiciada que la experimentada con sus padres. Y que esta situación no solo se produce por causa de las personas que allí trabajan, sino también por la estructura y el sistema de funcionamiento de las instituciones que olvidan aspectos esenciales y propios de la existencia humana, como son las provisiones de afecto, la escucha, la mirada, etc.
En la mente de muchos de quienes trabajan en estas instituciones está anclada la visión de que los progenitores son particularmente ‘resistentes’ a las intervenciones e incluso perversos a tal punto de administrar la frecuencia de visitas para entorpecer los procesos de adopción
Es necesario agregar que el Estado de Chile, que ha asumido el cuidado de los niños que han sido separados de sus padres, destina a ellos entre $ 100.000 y $130.000. Si pensamos que esto debe incluir alimentación, vivienda, educación, salud, servicios psicosociales, etc., es evidente que el presupuesto destinado por el Estado es absolutamente incoherente con la tarea prevista.
Si el Estado no provee de las condiciones materiales para la reparación ni a los niños ni a las familias que los maltratan, ¿cómo propender hacia una reparación o atención integral de un niño que ha sido objeto de la violencia de sus progenitores?
El trabajo de reparación debe incluir, de algún modo, de la elaboración propia del niño con los padres que ejercieron un cierto tipo de violencia. Una reparación debe considerar la relación del niño con la autoridad, sus propias representaciones de sus padres de origen y facilitar que sea él mismo, en conjunto con otros (con la sociedad entera), el que pueda adquirir una nueva relación con sus progenitores.
La “reparación” por lo tanto no se hace a solas con un terapeuta o adulto significativo (tampoco con medicamentos exclusivamente): se hace con otros, con sus pares, con los hermanos, con todos aquellos que pueden tener una comunidad de experiencia a partir de la cual puedan desarrollar un trabajo de reflexión y elaboración psíquica.
Es un trabajo, por lo tanto, que debe pensar en el rol de los padres que lo maltrataron, las instituciones sustitutas y los niños que han compartido una experiencia similar. El maltrato infantil es un problema social que compromete a la sociedad entera y su solución es mucho más amplia que la intervención dirigida a los padres y los niños, cuestiona el ordenamiento actual, el modelo económico y sus consecuencias sobre la vida cotidiana de cada uno de los miembros de la sociedad.
Una reparación, en consecuencia, no consiste simplemente en darle al niño padres sustitutos que no tengan las mismas características que la autoridad anterior. No se reemplaza una familia por otra, como la ley de protección parece propender de forma demasiado inmediata, por medio de la Ley de Adopción. Se trata, en cambio, de que el niño pueda elaborar, según su edad, su relación con los progenitores, aprender de la lección y establecer un nuevo modo de relación con los otros.
Lamentablemente somos testigos hoy de cómo el Estado, en vez de comprometerse con la restitución de derechos de los niños por medio de servicio de acogida especializado y con recursos apropiados para ello, reproduce y duplica la situación de violencia.
Los niños quedan más expuestos a ser vulnerados en sus derechos al ser separados de sus padres por las siguientes razones:
En primer lugar, el niño vulnerado en sus derechos no dispondrá de los recursos económicos para su adecuada protección. Las instituciones colaboradoras del SENAME se ven obligas a la tarea, particularmente odiosa, de solicitar los recursos a la sociedad civil para apenas mantener su infraestructura. El SENAME ha delegado el cuidado de los niños a instituciones colaboradoras que no tienen ni los recursos económicos ni profesionales para llevar adelante esta tarea en forma digna. La sociedad chilena continuará sin comprometerse con los niños vulnerados en sus derechos mientras no destine recursos económicos acordes a su sufrimiento.
Se ha instalado la idea que los progenitores tienen a los niños abandonados en las instituciones, lo que contrasta con el escaso 3% de los niños que ingresó por ese motivo en 2012 en los hogares en el sistema residencial del SENAME
En segundo lugar, las instituciones no se ofrecen como espacios para acoger a los progenitores y trabajar con ellos las causas de la situación de vulneración de derechos de sus niños. Las instituciones imponen condiciones de visitas irrealizables para los padres y la mayor parte de las veces la distancia entre la casa de los padres y los lugares de acogida es inmensa. Por otra parte, en la mente de muchos de quienes trabajan en estas instituciones está anclada la visión de que los progenitores son particularmente “resistentes” a las intervenciones e incluso perversos a tal punto de administrar la frecuencia de visitas para entorpecer los procesos de adopción. Se ha instalado la idea que los progenitores tienen a los niños abandonados en las instituciones, lo que contrasta con el escaso 3% de los niños que ingresó por ese motivo en 2012 en los hogares del sistema residencial del SENAME.
El “abandono progresivo” de los niños que se encuentran en los hogares, más que una inclinación al descuido de los padres, debiera hacernos pensar sobre el tipo de trabajo que se hace con ellos.
En tercer lugar, los discursos de la psicología se han puesto al servicio de la estigmatización de los progenitores, calificándolos con una serie de rótulos tales como antisociales, perversos, psicópatas, faltos de empatía, promotores de vínculos de apego inseguros, etc. Estos términos se usan habitualmente para darle un carácter de objetividad a evaluaciones que carecen de sustento y que vienen a confirmar el rótulo de “inhabilidad parental” como un diagnóstico que sentencia de por vida la separación de los padres con sus hijos.
En cuarto lugar, y esto es lo más grave: la legislación vigente no está a la altura del problema que intenta abordar. Particularmente con la ley de adopción se está cometiendo el abuso de separar a los niños de sus familias de origen usando un término tan ambiguo y vago como la “inhabilidad parental”. Hoy la mayoría de las “susceptibilidades de adopción” (84%) se inician porque los padres han sido calificados de inhábiles. Es necesario remarcar que esos padres se oponen a la adopción en casi la mitad de los casos (47% en la Región Metropolitana el año 2010).
La adopción tal como funciona hoy extiende aún más las brechas entre los distintos sectores sociales por el terrible hecho de que los más pobres por sus condiciones de vida corren el riesgo de perder a sus hijos
Es como si con la adopción se quisiera “extirpar” la raíz del maltrato infantil, pero en contrapartida, se desconoce las condiciones que posibilitan ese maltrato. Estas condiciones van mucho más allá de la situación particular de las familias marginales y pobres que pierden a sus hijos en el sistema de protección. La violencia afecta a muchos más de los 15.000 niños que se atienden en el sistema residencial y en gran medida se relaciona con una estructura social y cultural que deja a demasiados en situación de marginalidad. Las políticas que se siguen hoy no abordan esa violencia. Por el contario, la adopción, tal como funciona hoy, extiende aún más las brechas entre los distintos sectores que conforman nuestra sociedad, por el terrible hecho de que los más pobres, por sus condiciones de vida, corren el riesgo de perder a sus hijos.
En quinto lugar, en Chile no existen recursos adecuados para que los padres que han vulnerados a sus hijos puedan reparar el daño cometido. Prima la estigmatización, desconociendo que la situación de violencia contra los niños tiene raíces mucho más profundas ancladas en la historia.
Para que la institucionalización de niños pueda ser una oportunidad para reparar el daño producido, se debe contar con un sistema que familias de acogida especializadas y de instituciones que traten bien a los niños y cuyo principal rol debiera ser el entendimiento profundo de las raíces de la violencia. Sería un factor de cohesión social el que familias sustitutas e instituciones de acogida pudieran recibir a los progenitores de estos niños y brindarles un espacio de escucha, acompañamiento que a ellos también les permita comprender y superar las vulneraciones de las que han sido objeto a través de los años. Un niño que pueda comprender las raíces de la violencia de su familia, tendrá algún día la posibilidad de perdonar no solo a sus padres, sino a la sociedad entera por el descuido o daño sufrido.
Finalmente se hace patente la urgencia de la creación de la figura de un Defensor del Niño, o un Consejo del Niño, tal como existe en otros países: una entidad especializada y con recursos propios, cuya misión sea proteger y resguardar los derechos de los niños, libre de las presiones de las instituciones de adopción, protección o instituciones con ciertas visiones particulares sobre la niñez (religiosas, científicas). Esa vía nos permitiría volver a pensar al niño como un sujeto de derecho, como dueño de su destino e identidad.
Matías Marchant es psicólogo, director de la Corporación Centro de Salud Mental Casa del Cerro, codirector del Magister en Clínica Psicoanalítica con niños y jóvenes de la Universidad Alberto Hurtado.