Lo bueno y lo malo de usar la educación para pedir la nacionalización del cobre (entre otras cosas)
18.07.2013
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18.07.2013
La marcha de la semana pasada como la de hace casi un mes, aglutinó a muchos actores sociales (estudiantes, profesores, CUT, portuarios, trabajadores del cobre, etc.), cada uno con sus propias consignas, sus propias pancartas y canciones, sus propias historias y demandas. Pero al final del día, todos ellos más o menos aglutinados bajo el paraguas de la educación.
Si la educación ha llegado a concebirse como el “gran eslabón” desde el cual es posible articular una cadena de demandas, es porque se ha instalado como el “nombre” que visibiliza y a la vez hace invisibles muchos otros términos.
Toda sociedad es una pluralidad de grupos y demandas particulares. Usted tiene las suyas y yo tengo las mías. Es evidente que “educación gratuita y de calidad”, “nacionalización del cobre”, “reforma tributaria”, “fin al lucro” y “salud universal” son distintas. Y sin embargo, ¿cómo es posible que un conjunto tan amplio y diverso de demandas sociales lleguen a encontrarse hasta el punto de que parecen fusionarse unas con otras?
Históricamente, la educación ha sido el medio privilegiado para articular distintos objetivos sociales. Por ejemplo, durante los ‘50 y ‘60 los discursos desarrollistas latinoamericanos sostuvieron una concepción de la educación orientada fundamentalmente a la formación de recursos humanos para el proceso -finalmente esquivo- de industrialización. En ese contexto, hablar de educación era equivalente a hablar de “modernización”, “desarrollo”, “crecimiento económico”.
Durante los ’90, cuando la Concertación aumentó el gasto público en educación a la vez que consolidó los pilares del sistema creado en dictadura, hablar de educación era equivalente a hablar de “equidad”, “ciudadanía”, “democracia”, “movilidad social”, “igualdad de oportunidades”, “meritocracia”, “inserción en la economía global”.
Desde el 2006 hasta hoy, el movimiento estudiantil ha representado una de las manifestaciones más evidentes del malestar social en el Chile post-dictadura. La condición de posibilidad de dicho movimiento parece residir principalmente en dos hechos: la evidencia de las profundas desigualdades del modelo educativo que han producido una crisis de la educación pública; y la instalación de la educación en el centro del discurso social del desarrollo, pasando hoy a condensar una pluralidad de demandas y a encarnar el discurso de los “derechos sociales” y la consigna de “no al lucro”.
Para entender cómo demandas tan diversas llegan a encontrarse hasta el punto de que parecen fusionarse unas con otras, es necesario remitirse a dos conceptos centrales de la teoría política contemporánea: “ideología” y “hegemonía”.
¿Por qué ideología? Porque en toda lucha política hay ciertos parámetros que fijan lo que puede o no ser dicho, es decir, que definen el orden de “lo decible”. El objetivo de estos parámetros es sancionar los argumentos como verosímiles o inverosímiles. Es precisamente esto lo que el filósofo Slavoj Žižek llama “ideología”: una “matriz generativa” de ideas, doctrinas, creencias y valores que en el día a día “regula la relación entre lo visible y lo no visible, entre lo imaginable y lo no imaginable, así como los cambios producidos en esta relación”.
El punto crucial es que la ideología se encarna en los valores, actitudes, comportamientos y gestos que regulan nuestra vida cotidiana. Y es desde ahí que hablamos y participamos del discurso social.
Por cierto, esto no significa que la ideología sea necesariamente falsa. De hecho, la educación podría ser efectivamente todo aquello que dice ser. Pero lo relevante no está en el contenido, sino en el hecho de que este orden ideológico se articula de tal modo que el contenido se vuelve útil para la reproducción de desigualdades, ocultando al mismo tiempo su lógica de legitimación y reproducción. Así, por ejemplo, la educación entendida desde una clave “meritocrática” es funcional a la reproducción de las desigualdades de ingreso; mientras que la educación entendida desde la clave de la “libre elección” es útil para la legitimación y reproducción de la segregación socioeconómica.
¿Por qué hegemonía? Porque así como hay ciertos parámetros que definen lo decible, también hay reglas que regulan la relación entre las ideas, conceptos o palabras “decibles”. Tales reglas estructuran gran parte de la vida social. En ese sentido los conflictos sociales pueden entenderse como luchas en torno a la “gramática política” que tiene nuestra sociedad.
A pesar de no haber ganado la batalla de las reformas al modelo, el movimiento estudiantil parece haber ganado la batalla en el orden de la “hegemonía del discurso”.
Si hoy “educación” es una palabra que ha llegado a concebirse como el “gran eslabón” desde el cual es posible articular una cadena de demandas de una pluralidad de grupos sociales, es porque se ha instalado como el “nombre” que visibiliza y a la vez hace invisibles muchos otros términos. Es precisamente esto lo que el filósofo Ernesto Laclau llama “hegemonía”: el establecimiento de una cadena de equivalencias a través de la cual una demanda social particular asume la representación de una totalidad, es decir, un contenido particular se presenta como “algo más” que sí mismo. Recordemos que el movimiento estudiantil comenzó en 2006 por una demanda referida al pase escolar. Hoy hablamos de reforma tributaria.
Dicho de otro modo, si “educación” ha llegado a transformarse en aquel nombre que intenta sintetizar un proyecto global, ha sido por la vía del establecimiento de una cadena discursiva de palabras. Es evidente que “educación” no es sinónimo de “equidad”, “ciudadanía”, “meritocracia”, “igualdad de oportunidades”, etc. Lo que otorga su dimensión específica al discurso que la define es que cada uno de estos elementos no se cierra en su propia especificidad, sino que funciona como nombres alternativos o intercambiables para la totalidad de equivalencias que constituyen.
Por lo tanto, desde este punto de vista, el movimiento estudiantil sería un síntoma del discurso ideológico-hegemónico del Chile neoliberal. A esta altura, ello parece obvio. Pero ¿qué quiere decir realmente esto? Algo tan simple como que el movimiento estudiantil ha ampliado y transformado el espacio y la gramática de lo decible. Y de paso todo se resignifica.
Al mismo tiempo “educación” ha devenido una palabra vacía y flotante. Es “vacía” porque puede ser llenada por distintos contenidos, intereses y demandas que se encuentran en conflicto, y porque los vínculos entre estos distintos elementos son contingentes y no necesarios (es decir, su relación puede rearticularse constantemente de distintas formas). Es “flotante”, porque puede operar y ser pronunciada por distintos discursos políticos: ya sea en discursos liberales, conservadores o socialistas, pero su centralidad sigue siendo básicamente la misma en todos ellos. Y sin embargo, a pesar -o más bien por el hecho- de ser vacía y flotante, la palabra “educación” hoy tiene más sentido(s) que nunca. De ahí el valor utópico que adquiere (y que, por cierto, es necesario preservar).
Pero, ¿de qué habría que extrañarse? ¿No es esto lo propio de todo proceso político y de la constitución de movimientos sociales? Por supuesto. Pero, aunque comparto gran parte de las demandas del movimiento social y estudiantil, creo que hay ciertas consecuencias políticas que es necesario repensar.
En primer lugar, cuánto más extensa sea la cadena de equivalencias representada por la palabra “educación”, más indefinidos serán los vínculos entre ella y su significado específico. Precisamente, para poder ser representadas, las distintas demandas sociales deben renunciar a su identidad diferencial. Como resultado de ello, comienzan a perder coherencia. En segundo lugar, a través del proceso de equivalencia las demandas sociales particulares no permanecen simplemente como tales, sino que además intentan producir efectos universalizantes.
Tal vez ello explica en parte el éxito del movimiento estudiantil, puesto que, a pesar de no haber ganado la batalla de las reformas al modelo, parece haber ganado la batalla en el orden de la “hegemonía del discurso”.
Sin embargo, ello también podría transformarse en uno de sus principales problemas. Supongamos que al final del día se resuelvan todas sus demandas. En ese escenario es perfectamente plausible que el movimiento continúe (con todos los problemas que esto supone para los establecimientos públicos), puesto que, como ya hemos dicho, su demanda intenta representar algo más que sí misma.
El punto es que todo este proceso no está exento de ciertos riesgos. Es obvio que cuando se habla no da lo mismo el contexto de enunciación en el cual se dicen las cosas. La indefinida proliferación y equivalencia de demandas puede conducir (y así lo ha hecho muchas veces en la accidentada historia latinoamericana) a la emergencia -sobre todo en un año de campaña electoral- de un discurso “populista”, es decir, un discurso en donde todas esas demandas se confunden, nadie entiende lo que se dice y mucho menos cómo solucionar aquello que se dice. En definitiva, se vuelve cada vez más estrecha la posibilidad de un debate racional.
No da lo mismo quién diga “educación”… ni cómo se diga.