Educación superior: ¿Gratuidad universal o gratuidad de convenios?
10.07.2013
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10.07.2013
La demanda de gratuidad universal rompe con el concepto de focalización que ha gobernado las políticas públicas en los últimos 40 años. La estructura del sistema chileno se ha basado, desde la dictadura de Pinochet, en entregar un piso mínimo en los derechos sociales a los más pobres: permitirle entrar al mercado a quien no puede pagar. Con esto, el rol del Estado se reduce sólo a satisfacer ese mínimo, y sobre ese piso el mercado es el encargado de asignar “eficientemente” los recursos. Tanto la Concertación como la Alianza, en estos 23 años, se han enfocado en buscar subir ese piso, pero han profundizado la idea que sea el mercado el que regule y asigne, considerando la educación como algo que se compra y vende, sin importar que nuestros derechos sean comunes para todas las personas. El resultado de esto: somos el segundo país más segregado del mundo, tenemos los aranceles más caros y una educación entendida como privilegio.
La educación entendida como un derecho social tiene como base que todas las personas deberían poder tener la misma, y que el dinero, religión o lugar donde uno nació, no limite o tenga algún vínculo con la posibilidad de acceder a ese derecho. Hoy son unos pocos los que tienen el “beneficio” de poder acceder a ese derecho, ya sea por su poder adquisitivo o por la entrega de becas o créditos. La persona puede obtener en el mercado lo que su capacidad de pago le permita, pero no lo que necesita. La gratuidad universal busca cambiar esta lógica, permitiendo que cualquier ciudadano pueda ejercer su derecho a la educación sin importar el dinero que tenga.
En el contexto de las elecciones presidenciales y parlamentarias, observamos que distintos candidatos y movimientos políticos están planteando avanzar en el derecho a la educación, proponiendo entre otras cosas gratuidad universal. Sin embargo, son varios los que se mantienen sólo en la consigna y no dan el paso a cómo lograrlo en la práctica. Algunos candidatos se presentan como un cheque en blanco, planteando que lograrán generar todos los cambios prometidos sin preocuparse de las mayorías necesarias en el Parlamento para ello. Otros empiezan a hablar de algo que no es consecuente con el actuar de los partidos que representan, planteando nortes necesarios, pero sin claridad total en el cómo. Ejemplo de esto es lo que se observa en la propuesta de la candidata de la Nueva Mayoría. El sábado 6 de julio, en el diario La Tercera, habló de gratuidad universal, pero acotándolo solo a algunas universidades: las que quieran recibir recursos del Estado para entregar educación gratuita deberán firmar un convenio. El problema es que “una universidad podrá decidir entrar en el convenio”. Es decir, ya no sería gratuidad universal, sino solo una “gratuidad de convenios”.
En una gratuidad de convenios, si una universidad no firma no tendría que regular sus aranceles (recordemos que Chile es el país con los aranceles más caros del mundo) y esto traería, como consecuencia negativa para la institución, el que no se le entreguen algunos fondos públicos. En este caso, las universidades tendrían sólo dos opciones para poder financiarse: a través de fundraising (recaudación de fondos provistos por privados) o por un aumento de los aranceles. Lo primero es algo que en algunos programas extranjeros se utiliza para complementar el financiamiento estatal. En Chile se ha buscado impulsar este tipo de aportes, pero no ha sido una vía muy exitosa (según la OCDE, sólo el 6% de la inversión en educación proviene de esta forma). Los interesados en generar estos aportes pueden ser filántropos internacionales, muy escasos, o grupos de interés que están vinculados en su mayoría a grupos confesionales o de poder económico. Por eso, el éxito de esta vía es difícil y rompe la autonomía de la institución al tener que responder, en parte, a intereses particulares. Por otro lado, la segunda opción es la que principalmente se ha utilizado en Chile, donde las familias son las que tienen que costear la educación (79% según OCDE). Al desaparecer el aporte estatal, cualquiera de estas dos vías afectaría al proyecto educativo de la institución y perjudicaría al estudiante.
El aumento de los aranceles limitaría a los estudiantes de los deciles más ricos, o a quienes estén dispuestos a cargar con una enorme deuda, el acceso a estas instituciones. Esto, claramente, haría aumentar la segregación en el sistema educacional, profundizando los guetos de ricos y utilizando el dinero como uno de los principales factores de selección y acceso a la educación. Eventualmente, esto también podría producir un desplazamiento de los profesores hacia estos guetos educacionales que podrían pagar salarios más altos, generando el riesgo de que en estas instituciones se concentre la docencia de mejor calidad, en desmedro de la educación que reciba la mayoría del país, donde la calidad podría ser menor. Países como México o Perú han seguido ese camino, donde la excelencia se concentra en algunas universidades privadas, mientras que en las estatales el nivel varía entre bueno y deficiente.
Lo anterior permitiría perpetuar el sistema actual, donde la elite del país vive en un sistema de excelencia, mientras que el resto de los chilenos, no. La misma elite que financia las campañas políticas, que concentra los medios de comunicación, donde el 1% de la población concentra el 32,8% de los ingresos de todo el país. Una elite que no se ve afectada por los problemas reales que vive la mayoría de los chilenos en salud, pensiones, condiciones laborales, viviendas y educación, y que, por lo tanto, no tiene mayor urgencia en buscar soluciones a esas problemáticas.
El año 93 la Concertación cometió el error que hoy puede volver a repetir: inventó el financiamiento compartido. Este sistema de financiamiento de la educación escolar se basa en los conceptos de asegurar la “libertad” de las familias a contribuir a la educación de sus hijos, lograr una asignación “eficiente” de los recursos y que estos recursos signifiquen una mejora en la “calidad”. Sin embargo, se ha demostrado que el efecto de esta política no ha sido el esperado. Investigadores como Gregory Elacqua, Cristian Bellei, Juan Pablo Valenzuela y Danae De los Rios, entre otros, han analizado empíricamente este tipo de financiamiento y han concluido que no aporta en calidad y sí genera segregación; inclusive, la segregación escolar es mayor que la segregación urbana, lo que muestra lo nefasto que es este método de financiamiento.
Que el dinero esté vinculado con la posibilidad de que la persona pueda acceder al derecho, en este caso a la educación, va en contra de la misma “libertad” que pregonan quienes defienden este modelo. En la educación superior ya dieron por perdida la batalla y eso se evidencia en el proyecto de ley enviado por Sebastián Piñera, con la firma de Felipe Larraín y Harald Beyer. Esa iniciativa legal busca eliminar de la educación superior el equivalente al “financiamiento compartido”: la brecha entre el arancel de referencia y el real. Esto, porque admiten que esa brecha es un “atentando contra la igualdad de oportunidades” (pag 7, Mensaje Nº 098-360)
La “libertad” que tendría cada universidad de definir si firma o no el convenio, significaría replicar lo que sucede en la educación escolar con el “financiamiento compartido”. La libertad de la institución para no adherir al convenio y cobrar aranceles más caros, se convierte en “negación de libertad” para quienes no pueden costear estos aranceles. Paulo Freire planteaba que “nadie es, si se prohíbe que otros sean”. Justamente, lo que deberíamos buscar como sociedad es que toda persona pueda ser quien quiera ser. Para ello, derechos básicos, como lo son la salud y la educación, no pueden depender del dinero que uno tenga y, mucho menos, de los intereses de una institución particular.
La gratuidad universal no es la única reforma que permitirá asegurar el derecho a la educación. En caso de que se aplicase de un día hacia otro, claramente esto sería contrario a este propósito ya que muchos fondos irían a parar a instituciones que no entregan educación de calidad, sino solo frustraciones y tiempo destinado en vano, o a hoyos negros donde los fondos terminan en los bolsillos de ciertos empresarios en vez de destinarse a mejorar la calidad de la educación. Por ello, es fundamental que todas las instituciones estén acreditadas, asegurando que sean sin fines de lucro y de calidad, con estructuras democráticas que sean reflejo de la sociedad que queremos construir y cuyos sistemas de admisión estén sujetos a un mecanismo público que asegure que nadie quede fuera arbitrariamente o a consecuencia de la utilización de instrumentos sesgados para definir el acceso (como, por ejemplo, lo hace la actual PSU).
Lo anterior, claramente, implica que todas las universidades vean regulados sus aranceles y que la gratuidad sea para todos los estudiantes. Así, no se daría espacio para que la educación sea entendida como un privilegio para algunos pocos, sino un beneficio para todas las personas. Por lo mismo, no se puede operar en esta materia con una lógica de convenios y beneficios, sino con una de derechos para todos.