¿Pasaremos otros 20 años debatiendo sobre un ministerio de Ciencia?
14.06.2013
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14.06.2013
La experiencia de las últimas décadas ha permitido afirmar a numerosos investigadores e intelectuales que existe una inequívoca relación entre ciencia y desarrollo. Incluso algunos de los análisis centrados en la lentitud de nuestro país para alcanzar dicho estatus ponen el acento en la lentitud para implementar un sistema nacional adecuado de ciencia y tecnología, capaz de abordar las necesidades del desarrollo nacional y de las artes (oficios), ya desde la primera mitad del siglo XIX (tesis expuesta con gran profundidad en el trabajo de Claudio Gutiérrez, “Educación, ciencias y artes en Chile, 1797-1843”) y que continuó en el siglo XX (Raúl Concha Monardes, en “Chile y el Subdesarrollo: el pasado que nos espera”). Éste último autor se pregunta: “¿Porqué Chile no despega del subdesarrollo?”, profundizando en el análisis con el siguiente razonamiento: “Desde los casos logrados de desarrollo que se originan en la Revolución Industrial, hasta los ejemplos de países que están hoy muy cerca de lograrlo con proyectos nacionales de industrialización, ¿quién puede ignorar que el desarrollo es -antes que nada y fundamentalmente- una realidad industrial, científica y tecnológica?”. Se entiende entonces el desarrollo como “el proceso de mejoramiento constante del bienestar de la población, en todas sus dimensiones” (económica, social, cultural y política), el cual se materializa a través del progreso científico y tecnológico. Desarrollo no es, entonces, sólo “un PIB per cápita de 21 mil dólares anuales”, como tan recurrentemente se escucha a miembros del mundo político y económico.
Negar la relación entre ciencia y desarrollo, como en una reciente columna en este medio, corresponde a un acto de negacionismo científico no muy distinto al de los movimientos negacionistas anti-vacunas o anti-evolución
Desde la creación de nuevo conocimiento y, por ende, de nuevas tecnologías, hasta la creación de empresas y la generación de empleo y crecimiento económico, pasando por la generación de mejores políticas públicas y aportes al acervo cultural y social, diversos beneficios se han asociado empíricamente al desarrollo sostenido de la investigación científica (ver reporte de la Royal Society, de Inglaterra). Negar la relación entre ciencia y desarrollo, como algunos críticos han intentado hacer en días previos (como en una reciente columna en este medio), corresponde en definitiva a un acto de negacionismo científico (denialism), no muy distinto al de los movimientos negacionistas anti-vacunas o anti-evolución, y muy presente en grupos minoritarios que intentan desacreditar toda evidencia científica proveniente de disciplinas (como la Econometría) consideradas “tecnocráticas”. La falta de seriedad de esta postura, principalmente por la completa carencia de evidencias empíricas y verificables para aceptar la hipótesis nula -esto es, que no existe vínculo entre ciencia y desarrollo-, bastan por si solas para desestimar estas críticas, que buscan sembrar dudas y empantanar (“chaquetear”, como diríamos en buen chileno) un debate que no se daba en nuestro país hace años: el de la necesidad urgente de una nueva institucionalidad científica.
Es por esto que el tema de fondo en la actual discusión sobre un nuevo marco institucional para la ciencia en Chile se debe centrar en cómo lograr un sistema nacional de fomento a la investigación científica que permita el desarrollo próspero de la investigación basada en excelencia y motivada por curiosidad (curiosity-driven research), y no forzando su completa vinculación con proyectos de un partido político o con las necesidades del sector productivo. Hoy, la innegable relación entre ciencia, desarrollo, políticas públicas y democracia ha sido reconocida como un factor fundamental para defender a la ciencia de la politización, de su manipulación por grupos radicales e intereses económicos, y ha motivado a organismos como la Organización de Estados Iberoamericanos, a defender el concepto de “ciencia para el desarrollo social”, llamando a una mayor vinculación entre la ciudadanía y la formulación de las políticas públicas en CyT.
La comprobada imposibilidad de predecir la relación entre ciencia y aplicación (el llamado “modelo lineal”) es la raíz fundamental sobre la cual se sustenta la defensa a un apoyo a la ciencia sin sesgos, sin planificación centralizada (como estuvo tan de moda en la década de los 70 en algunos países, y que resultó en la destrucción de sus sistemas nacionales de CyT, cuyo ejemplo más extremo fue el del “Lysenkismo” en la Unión Soviética), ni tampoco centrada en el crecimiento económico y la innovación (como ha estado tan de moda desde finales de los años 90 en algunos países, con resultados cuestionables tanto en aspectos económicos como sociales, y con crecientes conflictos entre la comunidad científica y las autoridades respectivas). Este argumento “epistemológico” se ha asociado de manera creciente con un argumento “político”: “El conocimiento científico se ha vuelto un elemento importante para los procesos democráticos. Al adoptar decisiones políticas, los ciudadanos están confiando de diversas maneras en sus creencias respecto al mundo que los rodea, y frecuentemente recurren a la ciencia para resolver sus dudas” (T. Wilhotl). Incluso gran parte de los intelectuales del campo han abandonado la discusión sobre “politización de la ciencia” para enfocarse en lo que se ha denominado “democratización de la ciencia”, y en donde la ciudadanía se hace parte, no sólo o no necesariamente, de contribuir a la definición de la política científica, sino que de los beneficios de la ciencia, del acceso al conocimiento, del proceso de identificación de áreas no abordadas por la investigación científica y de la discusión de los alcances éticos de la investigación misma.
La creación de un Ministerio de Ciencia, que responde a un diagnóstico profundo y compartido de diversos actores durante ya casi dos décadas (del cual hemos hablado extensamente en una columna anterior en este mismo medio), supone la instauración de condiciones mínimas que garanticen el fomento a la investigación científica multidisciplinaria a niveles más adecuados de los actuales (muy escasos en términos de financiamiento, infraestructura y en otras dimensiones), y necesarios para avanzar en la generación de conocimiento científico y, por extensión, en el camino al desarrollo, lo cual beneficia en última instancia a toda la sociedad. Criticar la funcionalidad del propósito de una institucionalidad científica, afirmando que una gobernanza de rango ministerial beneficiaría sólo a “científicos y tecnócratas” es erróneo, y parece obedecer más bien a una obsesión por catalogar como “tecnocracia” a todo proceso de toma de decisiones que incorpore la idea de “evidencia”, pero que no se fundamente en los procesos preferidos o defendidos por un partido político o ideología en particular.
Existe además en dicho discurso una preocupante falta de análisis crítico respecto a lo que se debe considerar realmente como “experticia” y respecto a lo que se supone que es “evidencia”. Por otra parte, criticar una propuesta de creación de un Ministerio de Ciencia bajo el fundamento de la “falta de una discusión de proyecto país” es igualmente equivocado, pues cualquiera sea el “proyecto país” que la ciudadanía desee impulsar, requiere del aporte fundamental del conocimiento científico multidisciplinario, en especial para formular políticas públicas apropiadas e impulsar el desarrollo tecnológico requerido para materializar el “proyecto país”. Es, en lenguaje coloquial, querer “poner la carreta delante de los bueyes”. La instauración de las condiciones mínimas para el desarrollo científico, beneficiará indudablemente a la sociedad, tanto en su dimensión cultural, social, económica y de política pública, y no sólo a científicos y tecnócratas.
Un reciente estudio de SciDev.net, realizado a nivel mundial y en el que participaron decenas de profesionales involucrados en procesos de formulación de políticas públicas y divulgación de la ciencia, mostró entre otras cosas que las principales fuentes de búsqueda de evidencia para dichos procesos son los medios de prensa y las propias agencias de gobierno, “lo que nos recuerda la necesidad de asegurarnos que la CyT no esté politizada”, según los editores del estudio. El mismo estudio muestra que la información científica debe poseer ciertos atributos para ser empleada en los procesos de políticas públicas, siendo la “neutralidad” valorada o muy valorada por cerca de un 80% de los encuestados. Los mismos encuestados identifican al “lobby” de grupos económicos como una de las principales dificultades para incorporar la evidencia científica a las políticas públicas.
Cuando el desarrollo de la investigación científica, en lugar de permitir el avance del conocimiento multidisciplinario a través del apoyo a la ciencia impulsada por curiosidad, queda en manos de grupos de interés que desarrollan una política científica en base a una ideología de un grupo o de un partido político en particular, entonces se arriesga a que el conocimiento científico quede limitado sólo a aquellas áreas de interés para estos grupos, o bien que ciertas áreas “incómodas” sean limitadas en su desarrollo. La prensa internacional ha informado de situaciones cómo éstas; en Estados Unidos, por ejemplo, algunos congresistas han propuesto prohibir el uso de información científica sobre cambio climático en políticas públicas (ver nota en LA Times, ABC News y Scientific American), o han intentado vetar el financiamiento a la investigación en algunas disciplinas de las ciencias sociales (especialmente en ciencias políticas; ver nota en Inside Higher Education). Este “conocimiento limitado”, moldeado a voluntad de ideólogos y opinólogos de la ciencia, se transforma, en definitiva, en una herramienta tecnocrática, decorativa y sin mayor impacto en el desarrollo.
Es por ello que nuestro interés debiese estar puesto en avanzar de manera decidida en una agenda que promueva el avance multidisciplinario de la investigación científica a través de una política científica de consenso, que minimice los riesgos de “politización” y de instrumentalización por grupos de interés (económicos e ideológicos), y que reconozca tanto el impacto que la ciencia tiene en todas las dimensiones de nuestras vidas, como la necesidad de una institucionalidad que reconozca las deficiencias existentes en materia de formulación y coordinación de políticas públicas, fragmentación de la gobernanza y ausencia de accountability político, entre otras falencias.
Cuando el desarrollo de la investigación científica queda en manos de grupos de interés que desarrollan una política científica en base a una ideología, se arriesga a que el conocimiento científico quede limitado sólo a aquellas áreas de interés para estos grupos, o bien que ciertas áreas “incómodas” sean limitadas en su desarrollo
Es precisamente en este sentido en el que avanzó la Comisión Asesora Presidencial para la Institucionalidad en Ciencia, Tecnología e Innovación (conocida como “Comisión Philippi”), reconociendo varios de los aspectos destacados por la comunidad académica y científica, al igual que consideraciones de política pública, en particular las referidas a las responsabilidades en materia de diseño, coordinación y ejecución de la política científica (y en las que hiciéramos énfasis en nuestra campaña), y elaboró una positiva propuesta en sintonía con las recomendaciones que se acumulaban desde hace más de una década. En particular, la propuesta de la comisión asesora posee varios puntos destacables: a) reconoce el diagnóstico realizado por numerosos actores y provee soluciones para los problemas detectados, en particular los de dispersión de agencias, falta de coherencia de la política científica y de accountability político; b) propone una estructura de gobernanza (Ministerio de Ciencia, Tecnología, Innovación y Educación Superior) respaldada por experiencias exitosas en otros países; c) reúne el apoyo de varios actores del sistema, y surgió como consenso en una comisión donde existían diversas posturas; d) reconoce por primera vez a los actores “sociales” e “instancias de debate ciudadano”; e) pone a la ciencia en un lugar político de relevancia, como una actividad sectorial formal y principal de un Ministerio.
Las principales críticas que han surgido contra esta propuesta, constituyen más bien especulaciones en vez de argumentos concretos, como por ejemplo, la afirmación de que “educación superior se comerá a la ciencia. Otras críticas, como el carácter “gerencial” de la propuesta, no tienen mayor peso, pues una gobernanza con rasgos de eficiencia es necesaria para implementar, con posibilidades reales de generar un impacto, una política científica de consenso entre los diversos actores del sistema.
La propia Comisión, en su informe, dejó “expresa constancia acerca de la urgencia que reviste abordar las materias tratadas en este documento con prontitud, ya que continuar postergando las decisiones pendientes resulta dañino para el país”. Muchos países realizaron reformas a su institucionalidad para la ciencia en los años 90, y Chile discutió también al respecto en esa década, en una serie de encuentros en las que incluso se propuso un anteproyecto de Ley, que en aquel entonces creaba un Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, cuya función era asesorar al Presidente de la República, y con dependencia de la Segpres. Bien podríamos hablar, entonces, de un retraso de dos décadas en una reforma que se vuelve urgente.
¿Qué falta por hacer, entonces? Por una parte, llamar a la comunidad científica a actuar con sentido de unidad. ¿Queremos realmente pasar otros 20 años socializando la propuesta, analizándola, haciendo reflexiones críticas, elaborando nuevos diagnósticos? ¿Queremos seguir escuchando posturas egoístas, que se atribuyen –erróneamente- el mérito de una propuesta de institucionalidad, o que intentan imponer a toda costa sus visiones personales?
La propuesta de la comisión asesora presidencial es un buen punto de partida, y posee aspectos mejorables, como la necesidad de un plan nacional de desarrollo científico que comprometa metas, programas y esfuerzos de instituciones públicas. Sin embargo, y ante la falta de voluntad política y premura para avanzar en esta materia, todo parece indicar que los esfuerzos deberán entonces enfocarse en los candidatos presidenciales y en sus propuestas en materia de desarrollo científico. Nuestra campaña ya comenzó a analizar y recoger las propuestas de los candidatos en una plataforma digital, y es alentador comprobar que algunos candidatos ya han realizado algunas propuestas concretas, incluyendo ideas en materia de institucionalidad para la ciencia. Esto es una muestra más de que el debate en torno a una institucionalidad científica para el país y, en última instancia, en torno a la necesidad de un Chile con más ciencia, ha cobrado un nuevo nivel de importancia, el que ojalá sea acompañado de avances concretos.