¿Cree usted que la meritocracia es buena?
05.06.2013
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05.06.2013
Vea también: Cinco argumentos contra la Meritocracia
A fines de 2012 Benjamín González, entonces alumno de cuarto medio del Instituto Nacional, generó más de una incomodidad al pronunciar un discurso de graduación inusualmente crítico. El instituto de excelencia, decía González, enseña a sus alumnos que “errar es humano, pero no institutano”, y basa su pedagogía en la seguridad de que allí llegan los mejores entre los mejores. Se preguntaba González, “¿por qué intentar separar al institutano del humano común y corriente? ¿Tan inteligentes somos?”
A diferencia de una firma capitalista, la sociedad no tiene como fin maximizar su utilidad, ni siquiera maximizar la producción de bienes y servicios. El orden social democrático obedece a la idea de justicia, bien común y autogobierno
En medio del ejercicio de desahogo respecto de su experiencia escolar, González esbozaba una crítica institucional cuyas raíces se encuentran más allá del edificio de Arturo Prat 33. El discurso de González es devastador: “No podría sentirme orgulloso de ir a un colegio donde la sola idea implica discriminación. Si la educación en Chile fuera buena en todos los establecimientos educacionales ¿qué motivo habría para la existencia del Instituto Nacional? Ninguna. Si mi antiguo colegio me hubiese ofrecido la misma calidad de enseñanza que el Nacional, yo no me hubiera cambiado. Pero me cambié porque no la ofrecía. Entonces, ¿cómo sentirme orgulloso de haber dejado a 40 ex compañeros pateando piedras en mi ex colegio, para yo venir y ‘salvarme’ de no patear –tantas– piedras? La sola idea suena aberrante”. (Publimetro 2012)
La crítica de González, elaborada principalmente como un cuestionamiento a la cultura del Instituto, es al mismo tiempo una crítica al corazón del ideario que está detrás de la propia existencia de este y otros liceos de excelencia. Es, en efecto, un ataque frontal a la idea de meritocracia.
Como bien nota un reciente artículo de la revista Qué Pasa, el discurso del institutano encuentra eco en otro discurso de graduación, pronunciado por Justin Hudson, quien en 2010 egresaba del Hunter College High School de Manhattan, una de las escuelas más meritocráticas en los Estados Unidos y uno de los orgullos del sistema escolar del Estado de Nueva York.
Tal como el Instituto Nacional, Hunter College escoge menos de doscientos alumnos de toda la ciudad, de entre miles que obtienen puntajes suficientemente altos en un examen estandarizado en quinto básico y luego se destacan en un segundo examen en sexto básico, ingresando a la escuela un año más tarde. Quince por ciento de los egresados de Hunter reciben ofertas de las ocho mejores universidades del país (y, por tanto, top-10 del mundo). La similitud en el tono de la crítica de Hudson y la de González es notable: “Más que felicidad, alivio, miedo o tristeza, me siento culpable. Me siento culpable porque no merezco nada de esto. Tampoco se lo merece ninguno de ustedes. Recibimos una educación excepcional y gratuita, exclusivamente en base a un examen que rendimos cuando teníamos once años de edad […]. Recibimos mejores profesores y recursos adicionales en base a nuestro status de ‘talentosos’, mientras que los niños que naturalmente necesitan esos recursos mucho más que nosotros se revolcaban en el barro de un sistema quebrado. […] Hunter está perpetuando un sistema en el cual niños que tienen un intelecto y creatividad desenfrenados y sin explotar son descartados como desecho. Y nosotros tenemos la osadía de decir que se lo merecen porque somos más inteligentes que ellos”. (Hayes 2012:33)
¿De qué están hablando González y Hudson? ¿Por qué son precisamente ellos, estudiantes brillantes de origen popular, que encarnan todo aquello que consideramos positivo del ideario meritocrático, quienes cuestionan el mismo orden que les ha abierto las puertas a una educación de excelencia y un futuro promisorio? ¿Qué es eso que intuyen injusto en un sistema que ha premiado su, sin duda, enorme esfuerzo?
Aventurar una respuesta requiere cuestionar las bases del ideario meritocrático, el cual presenta, como intuyen González y Hudson, serios problemas. Esta columna y las que le siguen proponen elementos para elaborar esta crítica. Son, ante todo, una invitación a discutir las luces y sombras de un concepto que en el Chile de hoy parece asumirse indiscutiblemente virtuoso. El mensaje central es que un Chile meritocrático no dejaría necesariamente de ser un Chile desigual e incluso injusto. La idea de mérito resulta atractiva, pero es eminentemente problemática si se utiliza para pensar el orden social y la forma en que éste asigna oportunidades y premios en el espacio de lo público.
La idea de meritocracia, el rol que ésta juega en la organización del sistema educacional en particular y de la sociedad en general, y su validez como principio organizador de nuestra vida en común, estarán sin duda en el centro de la discusión política chilena en este año de elecciones. Afectará, por tanto, las definiciones de política pública de los años por venir. Indagar en las sospechas que esbozan González y Hudson resulta entonces clave para entender el Chile que decimos querer construir.
Con más o menos convicción, todos creemos en la meritocracia. Todos creemos que debiese haber igualdad de oportunidades y que los premios debiesen recibirlos quienes trabajan duro. Entre nuestros políticos y técnicos la idea de meritocracia ha llegado a convertirse en una especie de acuerdo basal sobre el futuro de nuestra democracia. La idea de una sociedad meritocrática parece ser concebida en ambos extremos del abanico ideológico dominante como una categoría ideal para pensar el futuro de Chile: el camino hacia el desarrollo pasa, nos dicen, por mantener el actual andamiaje económico e institucional, pero “emparejando la cancha”.
La potencial efectividad del discurso meritocrático en la arena política chilena descansa precisamente en el hecho de que éste está en consonancia con el mensaje que la propia centro-izquierda ha ofrecido al país en las últimas décadas. La izquierda carece, así, de una reflexión ideológica actualizada que permita elaborar una crítica consistente contra el ideario meritocrático.
Antes de abordar en profundidad las críticas sustantivas a la idea de meritocracia es necesario precisar qué entendemos por tal cosa, y cuáles son las características que hacen de esta idea un concepto en principio atractivo para legos y expertos de izquierdas y derechas.
Como apunta Amartya Sen, la idea de meritocracia “puede tener muchas virtudes, pero la claridad no es una de ellas” (Sen 2000:5). Para efectos de estas columnas la entenderemos simplemente como el sistema social que usa el “mérito” para asignar bienes tangibles como el dinero o simbólicos como el status y los privilegios. A su vez “mérito” lo definiremos como una combinación de talento y esfuerzo[1] que produce resultados que son valorados por otros.
Entendida de esta manera abstracta, como resume Marie Duru-Bellat en su libro Le Mérite contre la Justice, el principio meritocrático resulta “fundamental para las sociedades democráticas”, principalmente porque aparece para sus miembros como “garante de la mejor combinación posible entre eficiencia y justicia social” (Duru-Bellat 2009:21). Como veremos más adelante, hay más de una razón para oponerse a la meritocracia como modelo de organización social. Sin embargo, por las razones esbozadas por Duru-Bellat, la noción de un país organizado en torno al mérito es, en principio, atractiva.
Somos una sociedad en la que un grupo relativamente pequeño de individuos, familias y grupos económicos manejan buena parte de los grandes negocios y de las grandes decisiones políticas. La búsqueda de la nivelación de las oportunidades resulta un objetivo evidentemente justo y sin duda políticamente rentable
La noción de mérito suele integrar la idea de talento (habilidades innatas, asignadas a cada cual por una suerte de lotería en parte definida por la herencia genética y en parte por el contexto en el cual fuimos gestados, nacimos y crecimos) con la noción de esfuerzo (cuánto tiempo de ocio estuvimos dispuestos a sacrificar para efectuar algún trabajo, y con cuánta dedicación y cuidado lo realizamos, a lo que podemos sumar, como hemos mencionado, el mantenerse dentro de las normas sociales y jurídicas). La idea de esfuerzo, por definición imposible de observar, se suele medir comparando el resultado concreto que obtiene una persona con el obtenido por otros. Siendo así, es importante notar que en un sistema meritocrático quien obtiene el mayor beneficio no es necesariamente quien más se esfuerza: alguien con limitaciones cognitivas, por ejemplo, puede ejercer el doble de esfuerzo que su par más talentoso, y aun así obtener menos compensación, si es que su esfuerzo no logra dar cuenta de la pérdida de productividad impuesta por el diferencial de capacidades. Este es el caso, por ejemplo, en empleos con una alta componente de salario variable.
Con todo, la aplicación del criterio de premiación según mérito (medido en la práctica por sus resultados), puede resultar razonable, conveniente e incluso justa en organizaciones productivas. Mal que mal, la razón de ser de la empresa capitalista es la maximización de la utilidad obtenida por sus dueños, por lo que, puestos a escoger entre dos trabajadores, que la empresa premie al más productivo, no parece una aberración dentro de la lógica de mercado. En otras palabras, pese a que existen exigencias de justicia mínimas para mantener la cohesión interna de cualquier organización productiva (por ejemplo, no-discriminación), éstas no representan su principio operacional básico. La aplicación del principio meritocrático dentro de organizaciones productivas no parece así estar en conflicto con nuestras nociones básicas de justicia.
Las referencias a la noción de meritocracia en la arena pública suelen mezclar, por otra parte, dos niveles lógicos en que el término tiene sentidos distintos, aunque relacionados. El primero es un sentido netamente administrativo: dentro de una organización pública se aspira a que exista una movilidad ascendente en la cadena de cargos, basada en la capacidad de los individuos de ejercer de forma competente las tareas que se les asigna. Refiere, en ese sentido, a un sistema que asigna a “los mejores” a cada cargo, donde la noción de “mejor” es contingente al cargo y la organización en cuestión. Es, en ese sentido, una referencia a la idea de burocracia moderna.
En su segunda acepción, la noción de meritocracia aplicada al espacio de lo público se acerca más a la idea de un mercado de lo social: el orden social es una gran arena de competencia, donde los más aptos y aquéllos que despliegan mayor esfuerzo ascienden socialmente (generalmente en términos de ingresos y status, aunque no necesariamente ambos simultáneamente), mientras que aquellos con menos habilidades (y quienes están menos dispuestos a esforzarse) no reciben los premios que la sociedad ofrece. Sin embargo, extrapolar el principio de compensación de la productividad desde la empresa a la sociedad obvía el hecho de que, a diferencia de una firma capitalista, la sociedad no tiene como fin maximizar su utilidad, ni siquiera maximizar la producción de bienes y servicios. El orden social democrático obedece a la idea de justicia, bien común y autogobierno, y por tanto debe considerar aspectos más complejos que la mera “contribución marginal” al “bienestar social”, como sea que éste se defina.
Cualquiera que sea el nivel al que se aplique, y pese a que la naturaleza y validez de su justificación puede diferir de un nivel a otro, el discurso de la meritocracia resulta particularmente atractivo en Chile por al menos tres razones fundamentales.
En primer lugar, la noción de que si nos esforzamos y nos mantenemos dentro de las reglas del juego delimitadas por la estructura jurídica y las normas sociales recibiremos una compensación proporcional a nuestro esfuerzo, es una de las piedras fundamentales de la promesa que sostiene a las sociedades capitalistas en equilibrio (equilibrio dinámico e inestable, dirán algunos, pero equilibrio al fin. El “modelo” no se derrumba solo). Si bien la inmensa mayoría puede con razón argumentar que no está recibiendo todos los beneficios que el orden económico promete (o bien que los está recibiendo a un alto costo subjetivo), lo cierto es que puestos a escoger entre una sociedad que premie el mérito (léase, habilidades más esfuerzo) y una que no lo haga (una que asigne compensaciones a partir de otro criterio como, por ejemplo, la pertenencia a una casta, grupo político, religión, género o raza), hay poco espacio dónde perderse.
Todos deseamos que nuestro esfuerzo y el talento sean premiados. Más aún, es probable que la mayoría de los ciudadanos opere sobre el supuesto de que, de instaurarse un sistema meritocrático, ellos tenderían a moverse hacia arriba en el orden social. Cada cual piensa que es suficientemente capaz como para destacarse por sobre el resto. Todos creemos que en una meritocracia resultaremos favorecidos. Pero es imposible que esto sea cierto para todos.
Por definición, sólo la mitad de los ciudadanos puede estar de la mitad hacia arriba de la distribución. Pensar que sin duda seremos parte del grupo favorecido ayuda a seguir adelante sin frustrarse, pero es inevitablemente una ilusión para la mayoría nosotros. Llegar a ser parte del pequeño grupo de individuos que llegan al tope de la distribución de ingresos, es aún más improbable (en Chile, sólo 45 mil personas entre casi siete millones de trabajadores ganan seis millones de pesos o más. Esto es, 0.6% (Jorratt 2013)). El hecho de que convengamos en que una sociedad que premie el mérito es preferible a una que no lo haga no quiere decir, ni en términos lógicos ni en la práctica, que una sociedad meritocrática –incluso una perfectamente meritocrática– sea el mejor orden social posible de concebir.
El segundo gran atractivo de la idea de un Chile meritocrático se relaciona con el anterior. Chile es un país elitista, un país de enclaves, feudos, fundos y monopolios en que la riqueza, el poder, el capital cultural y las conexiones profesionales y personales están visiblemente concentrados en unos pocos. Somos una sociedad en la que un grupo relativamente pequeño de individuos, familias y grupos económicos manejan buena parte de los grandes negocios, buena parte de las grandes decisiones políticas y una proporción probablemente aún mayor de la generación de discursos en torno a los cuales interactuamos a diario –vía canales de televisión, periódicos, universidades, think tanks, y un no tan largo etcétera-.
Es una sociedad en que, de acuerdo al último ranking Forbes, catorce multimillonarios agrupados en un puñado de familias concentran una riqueza equivalente a más del 20% del Producto Interno Bruto (algo así como U$ 40 mil millones); una en que cerca de la mitad de los gerentes en 100 de las principales empresas viene de tan sólo cinco colegios; y una en que el colegio de procedencia (es decir, la red de contactos y el habitus de crianza) resulta, en muchos casos, más importante que la universidad en la que se estudió, o la calidad académica y profesional demostrada “en la cancha”.
En Chile, poseer una buena red de contactos es, en la mayoría de los casos, pre-requisito para que el esfuerzo y el talento efectivamente paguen. Más aún, en muchos casos la primera es sustituta de los segundos. Por todo lo anterior, la búsqueda de la nivelación de las oportunidades resulta un objetivo evidentemente justo y sin duda políticamente rentable en el Chile post-transición.
Si bien la inmensa mayoría puede argumentar que no está recibiendo todos los beneficios que el orden económico promete, lo cierto es que puestos a escoger entre una sociedad que premie el mérito y una que no lo haga (una que asigne compensaciones a partir de otro criterio como, por ejemplo, la pertenencia a una casta), hay poco espacio dónde perderse
En tercer lugar, el consenso en torno a la necesidad de construcción de una sociedad meritocrática tiene también un fundamento al menos parcial en la idea de un uso eficiente de lo que la profesión económica llama capital humano. En un mundo globalizado y competitivo, nos dice una mayoría de nuestros economistas y políticos, no podemos darnos el lujo de desperdiciar nuestros talentos simplemente porque unos pocos usufructúen de un sistema de oportunidades desiguales, manteniendo así sus privilegios relativos. Proveer igualdad de oportunidades desde la cuna es generar las condiciones necesarias para que cada cual pueda competir de acuerdo a sus habilidades (entendidas generalmente como condiciones innatas) y a su voluntad de esforzarse relativamente más que otros y jugar dentro de las reglas (lo que la profesión económica codifica como “preferencias”). Sólo así, continúa el argumento, podremos obtener el máximo de productividad que nuestros ciudadanos pueden proveer al sistema económico. El elitismo rentista es, en suma, ineficiente.
Sociedades inclusivas son no sólo más eficientes, sino también más estables en el largo plazo. Esta línea argumental tiene sin duda más de un mérito y ha sido recientemente desarrollada in extenso por Daron Acemoglu y James A. Robinson en su monumental libro “Why Nations Fail” (Por qué fallan las naciones) (Acemoglu y Robinson 2012).
Estas y otras razones hacen del ideario meritocrático un hueso duro de roer, especialmente para la crítica de izquierdas. ¿Cómo negarse a esta aparente síntesis de justicia y eficiencia? En el Chile post-transición, y con contadas excepciones, el llamado desde la derecha liberal y el socialismo concertacionista es a “emparejar la cancha”, permitiendo a todos los hijos de Chile “desarrollar todo su potencial” de modo que puedan “competir en igualdad de condiciones” en el mercado laboral.
Con variaciones, esta línea argumental está detrás del libro de Navia y Engel (2006) Que gane el ‘más mejor’, detrás de algunas de las demandas del movimiento estudiantil de 2011 por una educación pública, gratuita y de calidad para todos y, más recientemente, detrás del discurso de la campaña del ex-precandidato presidencial de la derecha, Laurence Golborne (“Es posible”). Chile llegará a ser una sociedad desarrollada, se argumenta desde el socialismo liberal hasta el conservadurismo compasivo de derecha, no sólo cuando tengamos un ingreso per cápita de un par de docenas de miles de dólares –una condición que se argumenta necesaria–, sino también cuando las recompensas y bienes que la sociedad entrega a sus ciudadanos sean asignadas de acuerdo al mérito personal, cuyo veredicto final es dictado por el mercado.
La izquierda de la izquierda busca por esta vía poner en duda la noción neoliberal de desarrollo y su cuantificación vía ingreso, mientras que la izquierda moderada busca encontrar la cuadratura del círculo entre una sociedad eminentemente mercantilizada y una noción de justicia que esté en línea con sus tradiciones más preciadas. La derecha, por su parte, asegura que ya “se puede”, como lo habría demostrado su pre-candidato de haber llegado a La Moneda. En mi próxima columna expondré cinco argumentos contra la idea de que un Chile meritocrático se corresponda con el proyecto de un Chile justo.
[1]A lo que algunos autores, como McNamee y Miller Jr. (2004:21) suman el “tener la actitud adecuada” y tener “estatura moral”, elementos que no tomaremos en cuenta en nuestro análisis
Referencias
Acemoglu, D., y J. Robinson. 2012. Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity, and Poverty. New York, NY: Crown Business.
Duru-Bellat, M. 2009. Le Mérite contre la justice. Paris: Presses de Sciences Po.
Hayes, C. L. 2012. Twilight of the Elites. New York, NY: Crown.
Jorratt, M. 2013. “Propuesta de miembro del equipo de reforma tributaria de Bachelet: bajar el IVA a 6% y subir a 25% el impuesto a los más ricos.” Entrevistado por Marcela Ramos. CIPER.
McNamee, S. J., y R. K. Miller Jr. 2004. The Meritocracy Myth. Lanham, MD: Rowman & Littlefield.
Navia, P., y E. Engel. 2006. Que gane “el más mejor”: mérito y competencia en el Chile de hoy. Santiago de Chile: Debate.
Publimetro. 2012. “Difunden polémico discurso de joven egresado del Instituto Nacional.” publimetro.cl. Consultado en 20-04-2013 (http://www.publimetro.cl/nota/cronica/difunden-polemico-discurso-de-joven-egresado-del-instituto-nacional/xIQllD%21sR37LXbGAM/).
Sen, A. 2000. “Merit and Justice.” Pp. 5–16 in Meritocracy and Economic Inequality, edited by Kenneth J Arrow, Samuel Bowels, and Steven N Durlauf. Princeton, NJ: Princeton University Press.
Young, M. 1961. The Rise Of Meritocracy. Mitcham, Victoria: Pelican.