Por qué un Ministerio de la Ciencia podría servir solo a los burócratas y científicos.
18.04.2013
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18.04.2013
El anuncio de trasladar la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología (CONICYT) al Ministerio de Economía (MINECON) fue la chispa que encendió el debate sobre el futuro de las ciencias en Chile. Este anuncio ha motivado un intenso intercambio epistolar en medios de comunicación, así como también la organización de encuentros y movilizaciones que han tenido como protagonistas a grupos de científicos participantes de incipientes organizaciones gremiales, o de las tradicionales asociaciones académicas. También ha motivado convergencias en las bases de los postgrados, particularmente entre los becarios del Estado, con distintos grados de complejidad organizativa. Al centro del debate está el clamor por la institucionalización de un Ministerio de Ciencia y Tecnología.
A juicio de quienes esgrimen dicha propuesta, este Ministerio sería un primer paso para resolver los problemas de gestión de CONICYT, crear e impulsar políticas de investigación y aislar a la investigación científica de los espacios políticamente más dinámicos como el Ministerio de Educación (MINEDUC). Asimismo, se ha apuntado a cuestionar la legitimidad de los espacios de creación de políticas, como la recientemente lanzada Comisión Asesora Presidencial en Ciencia, Tecnología e Innovación, dada la poca representatividad del mundo científico y académico en éstos.
El argumento es persuasivo. ¿Quién podría negarse a que la comunidad científica participe de la creación de la política científica? ¿Quién podría negar, en un juicio informado, la necesidad de potenciar la investigación científica y tecnológica en el país? Sin embargo, la obviedad en las respuestas (y su campaña asociada) evidencia una preocupante desconexión con diagnósticos relevantes a la hora de evaluar tanto la necesidad como la forma que podría tomar una nueva institucionalidad para la investigación, la ciencia y tecnología.
La discusión debe ampliarse y profundizarse, incluyendo el espectro general de la investigación como actividad académica y económica, y no reducirse sólo a la ciencia. Asimismo, resulta imperiosa la politización del debate, concebida como un entendimiento de que la representación de los científicos en políticas públicas requiere la comunión de diferentes voluntades sociales. Sin esta politización, prima una posición gremialista que difícilmente puede lograr acumular fuerza fuera de los límites del grupo social que se identifica con la actividad científica. Sin politización se arriesga también la posibilidad de que este conflicto sea absorbido y administrado por mecanismos burocráticos, pero no resuelto como necesidad social ni como acervo a un proyecto socio-político de desarrollo (cualquiera que éste sea).
Para profundizar este debate sobre la institucionalidad científica, la investigación y sus roles para el (aun confuso) proyecto de desarrollo de Chile, planteamos al menos tres cuestionamientos:
Primero: el discutible supuesto de una relación lineal que entiende la investigación científica como causa primaria del desarrollo o progreso social. Segundo: la inexistencia, por voluntad política o azar histórico, de una estructura económica que permita desarrollar una economía basada en el conocimiento en Chile. Y tercero: la incapacidad de los actuales marcos valóricos de la economía para reconocer en el trabajo intelectual una posibilidad de desarrollo.
El determinismo exacerbado que se les atribuye a ciertos artefactos tecnológicos en el devenir de las sociedades se ha vuelto una moda intelectual. El marcado optimismo o pesimismo que se expresa en esos siempre imaginados futuros es irrelevante, pero en ambos casos la afirmación es sencilla: un tipo particular de tecnología produce un tipo particular de sociedad. La lógica de ese determinismo se expresa también en la idea de que sin suficiente financiamiento a la investigación científica en el corto plazo, no habrá desarrollo en el futuro. Este determinismo, la visión de la ciencia como determinante de la forma que tome el desarrollo social (como sea que se defina) es, al menos, un extremismo intelectual reduccionista.
Sería productivo que los científicos e investigadores interesados en la discusión de la institucionalidad de la investigación en Chile se preocuparan de persuadir a audiencias cuyos marcos de referencia para entender el cambio social escapan a los determinismos, sean éstos tecnológicos, disciplinares, o incluso culturales. En la historia del Siglo XX difícilmente se podrá encontrar en los avances científicos una explicación única y lineal para los fenómenos de cambio que han experimentado las sociedades en todo el mundo. Se le puede atribuir cierta influencia, pero difícilmente es la ciencia la “causa” del desarrollo.
Existe una tendencia creciente a comparar a Chile con las economías capitalistas del norte mundial. Quizá motivados por la inclusión de Chile en el club de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), ciertos círculos académicos y políticos le otorgan a la economía del conocimiento, en genérico, la capacidad de lograr el ansiado desarrollo, también en genérico. Pero existen múltiples problemas conceptuales y operacionales, tanto para comprender la emergencia del concepto de sociedad del conocimiento, como para afirmar que Chile se encuentra en un momento en que se la puede considerar una alternativa de desarrollo. Incluso, se afirma que, para superar el “umbral de desarrollo”, es necesario aumentar los niveles de inversión en ciencia y tecnología y educación. Hay razones para creer que la sociedad chilena ha adoptado ciertas valoraciones culturales de sociedades capitalistas post-industriales (por ejemplo, la tendencia hacia el envejecimiento poblacional, la disminución de la fertilidad, la escolarización masiva y la explosión de la Educación Superior en las últimas décadas);y hay también múltiples explicaciones para estas tendencias, como la masificación de los flujos migratorios de las élites, el rol de los medios de comunicación masivos y las políticas de apertura económica. Sin embargo, el análisis parcial de estos fenómenos, y la inclinación a encasillarlos en el dominio de los “estudios culturales” o las “nuevas tendencias”, como si se tratase de voluntades subjetivas para las que la realidad material es irrelevante, nubla lo que ocurre con la estructura económica y sus características históricas.
En realidad, nuestra economía no se acerca siquiera a las que históricamente han precedido a las llamadas “economías del conocimiento”. Cualquier aproximación seria al estudio de la economía chilena permitiría demostrar que nuestro país depende de la extracción de recursos naturales y crecientemente del negocio financiero, esto es, nuestra economía está anclada, y casi cerrada, a las tradiciones latifundistas y burguesas que han escrito la historia oficial de Chile. En esta estructura económica, la innovación es innecesaria o mínima y el conocimiento de nivel avanzado participa escasamente en la economía (salvo el sector creciente de servicios y su necesidad de manejar inmensos flujos de información). No existe en Chile una acumulación histórica que permita concluir que el conocimiento es (o pueda llegar a ser, en el corto plazo) un elemento central de la economía chilena.
¿Por qué entonces catalogar a Chile, con una seguridad que linda en el axioma, como una potencial economía del conocimiento? La pregunta es relevante para el debate, pues cuestiona el uso exclusivo del conocimiento en la productividad económica. Es también relevante porque las voces que se alzan solicitando una nueva institucionalidad de ciencia y tecnología, y abogando por una mayor inversión en el área, suelen comparar a nuestro país con los países de la OCDE sin reparar en la historia de sus economías.
Sería prudente que la discusión sobre el uso productivo del conocimiento se enmarcara en el estudio cuidadoso de los modos actuales y pasados de producción económica en Chile y sus correspondientes formaciones sociales. También sería importante evitar engañosos marcos de comparación con los países juzgados como “avanzados” o “desarrollados”.
Este marco requiere, paralelamente, una apertura a la discusión que escape al paradigma de la “difusión” de las ciencias chilenas como un fin en sí mismo, o a la estimulación de su importancia de forma artificial y aislada. Antes de afirmar que la investigación científica llevará al desarrollo, Chile necesita definir sus parámetros de desarrollo en un contexto de diálogo político sobre la aceptación o rechazo del actual modelo económico y sus consecuencias sociales. Es desde la resolución de ese diálogo de posiciones desde donde emerge el mandato a los grupos que tienen capacidad de producir conocimiento avanzado para realizar su parte en las tareas que implican una definición de desarrollo.
Antes de afirmar que la investigación científica llevará al desarrollo, Chile necesita definir sus parámetros de desarrollo en un contexto de diálogo político sobre la aceptación o rechazo del actual modelo económico y sus consecuencias sociales
El uso productivo del conocimiento requiere un ejercicio de reconocimiento de la historicidad de los “retrasos”, las dependencias y las carencias de nuestra actual economía. Asimismo, requiere definiciones y acciones que propongan cambios en varios ámbitos de la institucionalidad y no solo en la administración de la ciencia y la innovación. En breve: antes de afirmar que la investigación científica llevará al desarrollo, Chile necesita definir qué considera desarrollo, quiénes deben ser los beneficiarios del desarrollo, y qué instrumentos institucionales se apuestan para la materialización de ese desarrollo.
¿Qué permite que Chile se encumbre entre los “ejemplos” de éxito económico? Hay varias explicaciones, pero las más recurrentes vienen de quienes han sentido en carne propia el “éxito” del “modelo chileno”, incluyendo a políticos, parlamentarios, empresarios, inversionistas extranjeros, escribanos en editoriales de diarios, centros de estudios y otros medios de comunicación de masas. Rara vez escuchamos los argumentos que cuestionen el éxito económico, y cuando alguno logra ver la luz, no tardan en ponerle la maquinaria mediática encima para calificarlo de “ideológico” o “poco objetivo”. Quizá esa es la razón por la cual el 2006 y el 2011 se transformaron en estallidos sociales inesperados para los grupos acostumbrados al “éxito” del modelo. Y no es casual que ambos procesos de explosión ocurran en el seno de la institucionalidad educativa, mandatada a reproducir comunidades de conocimiento.
Hay limitaciones evidentes de las categorías económicas usuales para entender el conocimiento. Prima la idea de considerarlo como un producto acumulable y transable, de la misma manera en que se entienden los bienes de extracción o manufactura. Sin embargo, hay que considerar que el conocimiento tiene un valor dual: como bien inmaterial intrínseco y como portador de un valor de uso (material). Ello implica que la investigación científica participe en economías de bienes materiales, pero traiga consigo un valor inmaterial de forma simultánea. La materialidad reside, por ejemplo, en los medios con los cuáles se produce y comunica el conocimiento (como la adquisición y mantención de equipamiento, los medios de acceso a ese conocimiento, y el uso intencionado de ese conocimiento en la producción). La inmaterialidad se expresa en el valor que se le otorga al conocimiento de forma intrínseca, contradiciendo la materialidad transable que el sistema actual le asigna mediante diversos mecanismos jurídicos (por ejemplo, la “propiedad intelectual”).
El “capital humano” es un ejemplo de una categoría que no da cuenta del valor dual del conocimiento. El “capital humano” es un concepto que representa una perspectiva económica que considera el conocimiento solo en su versión material artificial. Estimar que existe un “capital humano” requiere asignar un valor económico (monetario) a procesos formativos subjetivos de individuos y grupos sociales. Ese valor del conocimiento solo es perceptible para la economía si se elimina formalmente (jurídicamente) el componente intrínseco del valor del conocimiento, generando un mercado materialmente inexistente, pero concebido como si fuese material. La creación artificial de esos mercados formula la existencia de capacidades medibles de “aplicación” del conocimiento. Estas capacidades se expresan en las relaciones de producción tradicionales de la economía, como la mejora de procesos extractivos, la optimización de procesos de la burocracia financiera, o la medición de “horas-hombre” de procesos como la educación y la instrucción. Categorías como el “capital humano” están en la base conceptual del desprecio de ciertos sectores políticos hacia la investigación en ciencia básica o en humanidades. Es la limitada visión del conocimiento como un “bien de consumo”.
Es quizá en la institucionalidad educativa y en su escaso vínculo con el mundo productivo donde se puede avizorar una próxima crisis de esta forma de entender el conocimiento. Esta crisis versa sobre el “qué hacer” con tantas personas formadas en post-grados, dentro y fuera de Chile, en la última década. No hay capacidades institucionales para absorber el estimado de 800 investigadores por año que llegarían a demandar plazas académicas en las universidades de Chile. Pero este número es aun reducido en comparación con otros problemas, mecánicamente parecidos, pero más masivos.
Un ejemplo es el diagnóstico que ofrece la Agrupación de Académicos a Honorarios, que estima que habría unos 33 mil académicos part-time en Chile. Si bien la cifra puede ser mucho menor, el hecho es que existe en Chile una gran cantidad de personas trabajando en Educación Superior y cuyas condiciones de trabajo pueden ser calificadas de precarias. Esta tendencia es corroborada por estudios de la Fundación Sol, que estima en 471 mil el número de profesionales subempleados, es decir, personas que han completado su educación superior pero no se desempeñan como profesionales y/o lo hacen en un tiempo menor que el que tienen disponible.
No es difícil atribuir causas para estas tendencias. Está el aumento indiscriminado e inorgánico de la matrícula en Educación Superior, y también a la incapacidad conceptual y administrativa del sistema actual de absorber grandes cantidades de personas formadas para una economía del conocimiento que en la práctica no existe. Conceptos como “pleno empleo”, “capital humano”, y otras categorías de la economía no son capaces de explicar el poco éxito que implicará estar altamente calificado (a) en Chile si se mantiene la actual estructura económica y no se cuestionan los privilegios de sus élites tradicionales. También es necesario prestar atención a elementos clave que han sido evidenciados por las crisis educacionales, como por ejemplo, el rol del lucro en la economía del conocimiento y su impacto en la institucionalidad de la ciencia.
La actual discusión sobre la institucionalidad de las ciencias, la investigación y la tecnología podría adquirir carácter social si se incluyera como una parte más dentro del necesario debate sobre el desarrollo, sumándose a otros debates y demandas como las del movimiento social por la educación. La producción de grandes masas de la población altamente calificadas, endeudadas, y subempleadas puede tener como primera consecuencia cultural un declive del valor de uso de la educación (y el conocimiento), y el consiguiente resentimiento hacia los segmentos que profitan de tales condiciones: la industria educativa, el sector financiero, y los empleadores. Sin embargo, también puede tener consecuencias para la valoración de las ciencias y tecnologías como área de indagación y desarrollo. Las categorías para definir la “salubridad” de la economía nacional deben ser revisadas con el fin de definir un modelo de desarrollo que se ajuste a los deseos del cambio de estructura económica. Esa es un área poco explorada por los científicos e investigadores que abogan por mayor inversión en ciencia e investigación.
Es legítimo cuestionar el clamor de los científicos por recursos y una nueva institucionalidad para la ciencia y tecnología, cuando lo que se desprende de su discurso es un determinismo de la importancia de su propia actividad respecto del todo social. Es necesaria una mayor profundidad del debate, pero ésta no se alcanzará si persisten imaginarios incuestionables construidos en torno al “desarrollo”, la “sociedad del conocimiento”, y sobre todo, la ilusión de que la creación de conocimiento nos transporta como por arte de magia a un umbral de desarrollo que ni siquiera podemos dibujar con nitidez.
Una nueva institucionalidad de las ciencias es sólo necesaria en el marco de la discusión por un proyecto de desarrollo. ¿Queremos seguir el derrotero del desarrollo que nos trae buenos promedios de ingreso per cápita, independientemente de la desigualdad en su distribución? ¿Queremos copiar los estándares del desarrollo de la OCDE? ¿O intentamos proponer nuevos modelos de desarrollo, que reconozcan nuestras condiciones materiales e históricas? Resolver estas preguntas implica asumir conflictos que deben atacar políticamente la orientación histórica de nuestra institucionalidad general. De otra forma, solo aseguramos para los científicos e investigadores un cupo dentro de “lo que hay”, y “lo que hay” no parece suficiente.