Víctimas valientes
Esther, la hija de la “Generación V” de Colombia
08.04.2013
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Víctimas valientes
08.04.2013
Por Ginna Morelo (El Meridiano)
Sostenías fuerte la única fotografía que te quedó de tu padre asesinado por los paramilitares. Caminabas como alma en pena al lado de tu madre por una tierra en la que el silencio alucinante creó una atmósfera de desolación y temor. La marcha fúnebre avanzaba lentamente. Era mayo de 2010.
Tu mamá se apoyaba en ti, Esther, mientras observaba afligida la urna con los restos del hombre que la hizo feliz, recuperados 21 años después. Te temblaba el corazón porque recorrías los pastizales resecos y las trochas cuarteadas que tu mamá y otras viudas caminaron en el pasado al protagonizar una batalla pacífica contra el paramilitar ‘Don Berna‘ en Villanueva, Valencia. La historia relata la hazaña de 200 desplazadas que, a mediados del año 2000, conformaron una cadena humana que forzó a las autodefensas a devolverles a sus hijos reclutados por la fuerza. Desde entonces, ellas y tú han vivido sobresaltadas por la presencia de otros que quieren imponer sus leyes sin ser ellos Estado.
Esther Polo Zabala, de todo eso ha pasado mucho tiempo. Es el último día de diciembre de 2012 y me recibes en tu tierra. Eres la heredera de la lucha por resistir y sobrevivir.
Tú eres valiente, patriota y leal. Lo sé porque tu madre María Zabala, la legendaria viuda de las víctimas, te transfundió eso por el cordón umbilical. El alimento que recibiste durante tu gestación llevaba tristeza, que se refleja en tus ojos gachos; coraje, que forjó tu carácter, y milagro, porque naciste gordita, a pesar de que tu madre se quitó la comida de la boca para dársela a los siete hijos que jugaban por la casa de piso de barro en una invasión de Montería, mientras su panza se expandía en humanidad por ti.
Eres la menor de todos los hermanos Polo Zabala. Te bautizaron Esther, como el personaje bíblico de origen asirio babilónico que significa estrella de la noche. Por eso eres luz en Valle Encantado, una comunidad de 128 hectáreas, con vagas referencias en el mapa de Montería, pero muy conocida en la margen izquierda del río Sinú como ‘las viudas’. Las que viven allí perdieron a sus maridos en la guerra de guerrillas y paramilitares que se libró en la década de los años 80 y 90.
Te conocí cuando apenas eras una niña de 12, muy distinta a las de tu edad. No te escondías tras el regazo de tu madre, por el contrario, ocupabas siempre un lugar a la derecha de la señora María y sigues ahí mismo.
En aquella reunión con las víctimas, en Montería, mirabas y escuchabas con respeto a tu mamá. Asentías con tu cabeza cada frase de la mujer que asistió su propio parto y te dio la vida el 19 de julio de 1990, en el rancho de San Cristóbal, al sur de la capital. Ella relataba cómo llegaron los paramilitares a San Rafaelito (Valencia), cómo quemaron su casa, los cultivos, la tienda, el corral, las vacas, cómo mataron a su esposo Antonio, a un cuñado y a su sobrino. «Sepan que los vamos a matar a todos», dijeron esos señores.
María lo vio todo. Tu hermano Fernando lloró encima del cuerpo de tu papá; Lilia, de un año, sangró por los oídos. María se afincó al de arriba para no derrumbarse, recogió los restos de la cabeza de Antonio, cavó dos huecos en la tierra escarlata y en uno sepultó a su marido y en el otro a su cuñado y sobrino. «Volveré por ustedes», se dijo mientras miró por última vez las tumbas. Solo pudo rescatar esos restos dos décadas después, luego de que la organización de mujeres Iniciativas Por la Paz (IMP) insistiera para que la Fiscalía exhumara los cadáveres. Entonces María y tú pudieron darle cristiana sepultura a Antonio, a tu tío y a tu primo.
Para el día del sepelio de los restos de tu padre ya habías cursado primaria y secundaria en las desvencijadas escuelas públicas de Montería. Tu mirada reflejaba desconfianza en un escenario en el que a todos los jóvenes les brotaba por los poros inocencia. ¡Cómo tenerla, si fuiste concebida en el amor, pero parida en el dolor! Naciste siete meses después de que asesinaran a tu progenitor. La única imagen de referencia que te quedó de él fue una foto montado en un caballo, deslucida por el tiempo. Sueñas con él, pero también tienes pesadillas con su ausencia.
Me dices hoy, a la edad de 22 años: «Todos los días me levanto pensando en cómo sería mi destino al lado de mi padre, ¿qué pensaría él de mí? Es una respuesta que me arrebataron los amos de la guerra; y no me cansaré de decirle a este país indolente que Antonio Polo murió a causa del conflicto, sin tener nada que ver con él. Que no existe nada en el mundo que pueda reparar su ausencia».
Tu madre me contó alguna vez que embarazada de ti, mientras lavaba ropa ajena, ahogaba sus pensamientos en lágrimas, pero no renunció a la idea irreductible de sacarlos adelante, no solo a cada uno de tus hermanos, también a quien fuera en busca de su ayuda. Lo que ella no intuía era que tú lo sabías. La conexión especial que lograron establecer durante el éxodo y tu gestación te permitieron desentrañar las angustias escondidas de doña María, pero también el espíritu de lucha que la convirtió en líder.
Por haber vivido todo eso y por haber ayudado a tantas viudas a sobrellevar la violencia y a organizarse, María Zabala se ganó el premio Mujer Cafam, 2004. La historia la escribiste tú, con fortaleza, para que no se te olvide, para que nadie la olvide jamás: «Desde la visión de las víctimas, recordar es volver al pasado, que en realidad ha sido nuestro presente constante, como si el tiempo se hubiese detenido, porque el dolor de la ausencia de lo que antes se tenía y ya no, permanece. Por eso sabemos que nuestra huella en la memoria está marcada con sangre».
Esther, te convertiste en la narradora de la memoria y en ello te han ayudado María Emma Wills, Martha Bello y Pilar Riaño, investigadoras del Grupo de Memoria Histórica; Patricia Buriticá, ex comisionada de Reparación y Reconciliación; Irene Nilsson, miembro del Sindicato de Trabajadores de Suecia y Eliana Pinto, trabajadora social. Mujeres que reconstruyen la historia de otras que se sobrepusieron al dolor y son ejemplo de vida. Pero ellas te pidieron a ti que escribieras el relato de la tragedia y la esperanza de tu madre y de las demás viudas, y lo hiciste con el cuidado de que quedaran grabados tus pensamientos que te han llevado a recorrer todo el país.
Caminas a paso ágil y firme entre los pastos y trochas que conectan las casas de Valle Encantado, denotando un conocimiento amplio de la zona a la que llegaste cuando eras una pequeña. Allí arribaron luego de que tu madre y 14 mujeres más le exigieran al entonces Instituto Colombiano Agropecuario (Incora) que les diera unas tierras. «Pensaban en un nuevo amanecer en este país, en construir puentes para que otros pasaran», me dijiste. El gobierno les vendió a las viudas, a las desplazadas, a las mujeres cabezas de hogar la tierra y estas quedaron con una deuda impagable de 180 millones de pesos ante la extinta Caja Agraria. Veo los puentes, veo a los otros, no veo la mano del Estado. No importa, desde pequeña habrías de oír de boca de tu madre la frase que has convertido en línea de vida: «Es posible lograr lo imposible».
Sigo tus pasos. Recibo las oleadas de tu andar veloz. Faltan 12 horas para que se acabe el año y tú no quieres que se acabe el día hasta que yo conozca a todas las viudas, a las luchadoras, a las que enseñaron una lección de valentía cuando temblando, desde la cabeza hasta los pies, hace más de una década, se apostaron frente al campamento de ‘Don Berna’ (Diego Murillo Bejarano), hoy extraditado a los Estados Unidos. La voz de tu madre rompió el miedo: «Venimos por nuestros muchachos y no nos movemos de aquí hasta que nos los entreguen». Llovía a cántaros, el cielo también se había confabulado contra las viudas. Se agarraron de las manos y se anclaron en un territorio hoy extinguido por la justicia colombiana, en el que la sabiduría popular asegura que hay sepultadas caletas con dólares y oro. Ese día todas se convencieron de que tenían derechos y por más violencia no se los arrebataría nadie. A todos los jóvenes los liberaron.
Después de eso, después de tanto, a esas mujeres las creía cansadas. Las encontré renovadas. Las imaginaba encogidas en los pensamientos tristes por el fin de año y por el siniestro juego de la memoria que nos pone de presente que lo que más amamos ya no está. Las hallé libres y tranquilas predicando en el culto, preparando una sopa sin carne, arreglando un techo de zinc, ansiando las cinco para las doce.
Entramos a la casa de Obeida, a la de Claudia y a la de Olga. Te atreves a irrumpir el espacio de ellas con determinación. Tu madre las considera sus hermanas. Te cuelas en los pensamientos de las mujeres de tu pueblo. Percibo una amalgama de saberes marcados por las diferencias de edad, pero unidos por el fatídico hilo conductor de la violencia. «El escuadrón de la muerte de los paramilitares no solo asesinó personas, sino también las esperanzas de unas mujeres y sus familias», me dices con arrojo. Pero tanto tú como ellas no se estancaron. Muestran la cara opuesta del dolor: la de los sueños.
Como un aguacero de recuerdos, las víctimas que ha fotografiado el maestro Chucho Abad Colorado inundan mi mente. Todas las protagonistas guardan en su mirada un secreto, como La Gioconda, de Leonardo Da Vinci. Las mujeres de Córdoba no son un óleo, están vivas y revelan algo que en mil lunas los violentos nunca pensaron que harían germinar: valentía. Para ellas siempre hubo vida más allá de la muerte.
Surgió entonces una nueva generación de féminas, y esa la encarnas tú, Esther. La Generación V, de víctimas y valientes. Mujeres corajudas como Obeida Tamar, que desenterró a su hijo acribillado por los paras en Turbo y guardó sus huesos en un saco en el altillo de su rancho de palma en Valle Encantado, hasta que llegaron los funcionarios de la Fiscalía a exhumarlo, reconocerlo y repararla. Mujeres resolutivas como Claudia Garcés, quien dejó atrás la tragedia de su hermano desgajado a machetazos en Urabá para comenzar su propia historia de vida en ‘las viudas’. Mujeres desprendidas, como Olga Ibáñez, que no temió abandonar 15 hectáreas de tierra y sus 22 reses en Antioquia, para comenzar de cero en un valle verde, pero hostil como el del Sinú. Mujeres firmes, al tiempo que soñadoras, como Piedad Julio, quien le exigió al temido Carlos Castaño que la dejara en paz y para convencer a los paras de su inocencia hizo lo que mejor sabía, componer canciones en las que relató su vida de injusticias y tragedia; finalmente tuvo que huir de El Manso, Alto Sinú, e intentar hallar la paz en la lúgubre margen izquierda de Montería.
Te miro a ti Esther, y las veo a ellas. Y veo a Rosa Amelia Hernández, la del proyecto on line de lasillavacia.com. A Rosa la magrearon con un fusil en Planeta Rica, como para que ella y su familia no tuvieran duda de que debían abandonar la tierra. La bendita tierra de Siervo, germen del conflicto, descrita magistralmente por Eduardo Caballero Calderón. Rosa se sobrepuso y ahora con una vieja máquina de escribir llena los formularios de las víctimas y los tramita en las oficinas del Estado, para que primero sean un número y solo entonces, una realidad en el Departamento para la Prosperidad Social.
Y veo a Maritza Salabarría, mal viviendo en Fundación, Magdalena, con un papel que la hace poseedora de las tierras en Córdoba donde creció con su familia y vio asesinar a su compañero. Maritza recibió la resolución de manos de Juan Camilo Restrepo Salazar, ministro de Agricultura, en noviembre de 2011, pero allá no ha podido volver definitivamente porque le advirtieron que la matarían.
Esther, tu espíritu del valle del Sinú, humilde y dócil, enlazado con la verraquera antioqueña por la influencia que ha tenido esta estirpe en Córdoba, es el mismo que les percibí a las campesinas de Villa Carminia, a orillas del río San Jorge en Montelíbano, primer pueblo desplazado por las bandas criminales en Colombia. Sin mirar atrás dejaron sus burros, sus cultivos, las muñecas y juguetes de sus hijos. Se fueron en junio de 2010 y retornaron casi un año después, llenas de fe, a reencontrarse con un pueblo fantasma saqueado por ‘Los Urabeños’. Una maleta negra, vieja, sucia y olvidada las recibió en la calle principal de la vereda.
Tus ojos, Esther, reflejan la tozudez que también descubrí en los de las cocineras de panochas de La Rada, pueblo de pescadores en Moñitos, quienes en dos oportunidades tuvieron que suspender la producción porque así se lo exigieron los de las bandas criminales cuando se negaron a pagar la extorsión de 2 mil y hasta 3 mil pesos diarios. Finalmente ellas retomaron su sustento bajo su cuenta y riesgo.
Tus pupilas destellan dulzura, como la que irradia Enilerta Padilla, la hacedora de galletas de limón de San Pelayo, que vio sepultar a su hermano y a 12 familiares más, asesinados entre 1994 y 1997 por los paramilitares.
Las viudas vencieron el terror de los criminales y son la nueva Generación V, de víctimas valientes, ejemplo de resiliencia en sus comunidades. Son también las que llevan a sus hijos al colegio, embellecen sus casas, trabajan a brazo partido haciendo queso, sembrando yuca y rezando para que tú, Esther, sigas estudiando en la universidad porque creen que naciste para algo grande. Te lo dices a ti misma: «Nací para algo bueno, o por lo menos interesante».
Te formas como abogada consciente de que el conocimiento de las leyes puede resultar abrumador, pero cuando tienes la capacidad de indignarte por las injusticias que existen y que ocurren enfrente de tu nariz o que te afectan, ese saber puede convertirse en el instrumento capaz de transformar la nefasta realidad. En tu caso estás dispuesta a dar el litigio que sea necesario para que la comunidad de Valle Encantado no tenga que pagarle al Estado una deuda que ya fue saldada con sufrimiento y sangre.
No te pierdes estudiando los códigos, quizá porque los sabes mezclar con la sabiduría que hallas en los relatos de García Márquez y Mark Twain, que despiertan tu imaginación, y en los de Virginia Woolf y Ángeles Mastretta, que evocan tus pensamientos. O porque el conocimiento es canción cuando se acompaña de poesía, y entonces, por eso lees con pasión a Jorge Luis Borges. A los maestros llegaste por recomendación de las mujeres que desde Bogotá o desde el exterior te han enseñado, te han apoyado, te han seguido.
Los gobiernos te hacen perder la paciencia porque «vienen y van como el trigo en invierno». Esa es tu otra pesadilla recurrente. Por eso anhelas despertar y que alguien te cuente que las guerras ya no existen, que los derechos ya no necesitan ser tutelados para que se puedan ejercer, que las mujeres somos soberanas de nuestro cuerpo y que ya no se ejerce violencia sobre este. Deseas que alguien te diga que se acabó el hambre y la miseria, que los políticos al fin hacen el trabajo para el cual son elegidos, que al fin somos libres e iguales, como lo presume la Constitución Política.
Es un nuevo año, es un nuevo amanecer en 2013, es un nuevo comienzo para estas mujeres. «Esther quiere ser presidente», dice Obeida entre dientes. Tú no la desmientes. Te quieres quedar a vivir en Valle Encantando una vez logres la meta de que tu comunidad sea reparada integralmente. Y te quieres quedar en esa tierra que tanto tú como yo conocemos en detalle, porque las mujeres son perseverantes, cambian lo adverso que quedó grabado con sangre, y aún conservan fuerzas para exigir y nombrar lo innombrable.
@ginnamorelo