Una política de vivienda como instrumento de cambio social
22.11.2012
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22.11.2012
Vea las otras columnas de esta serie:
– “Por qué hemos construido guetos y lo seguimos haciendo” (I)
– “La ciudad es un derecho” (II)
– Un sistema que lucra con los “sin techo” (III)
– La hora de pensar en la ciudad de todos y no en el bolsillo de unos pocos. (V)
En las columnas anteriores hemos revisado qué rol juegan el Estado y el sector privado en la política de vivienda social. Mostramos cómo se ha olvidado que al construir casas se construye también ciudad; y cómo se ha pasado por alto que si se lucra con la vivienda social, ubicando a los pobres en zonas aisladas, las constructoras e inmobiliarias obtienen una ganancia cuestionable pues esas zonas rápidamente se vuelven guetos, es decir, lugares invivibles de la ciudad. A tal punto, que hoy el Estado está empezando a demoler viviendas sociales que construyó hace apenas 20 años. En estas columnas hemos visto también que un camino tomado por países que quieren enfrentar la segregación social consiste en, por una parte, hacer partícipe al Estado del mercado del suelo, y por otra, obligar a las inmobiliarias y constructoras a incluir viviendas sociales en sus proyectos destinados a sectores medios y altos. De ese modo se da acceso a mejores zonas de la ciudad a personas que probablemente no podrían pagar por ellas. Esta obligación, por supuesto, no afecta solo a las empresas. Es, en realidad, un requerimiento para los distintos sectores sociales, un llamado a abrirse a la idea de vivir en comunidad.
Es necesario preguntarse en este punto qué capacidad tiene la sociedad civil de ser parte de un cambio cultural en el área de la vivienda, sin el cual es imposible transformar la ciudad y las estructuras de desigualdad y exclusión que caracterizan nuestra sociedad.
El punto es central, pues si hay una fuerte resistencia del sector privado a introducir unidades para distintos grupos socioeconómicos en conjuntos de vivienda, eso se debe tanto a la falta de innovación que caracteriza al sector, como también a la idea de “riesgo” para el negocio, debido a que vivimos en una sociedad enormemente resistente a convivir con lo distinto. Por otra parte, los fenómenos de exclusión se dan también al interior de los barrios construidos por la política de vivienda, lo que requiere atención al tipo de comunidades que estamos promoviendo, y las herramientas sociales de convivencia que estamos construyendo.
Estamos aquí ante un fenómeno social de fondo, que deja ver su vergonzosa cara en distintas áreas, por ejemplo, en educación, donde miles de niños y jóvenes son acorralados en escuelas de pésima calidad. Enfrentar ese tema de fondo requiere no sólo de políticas públicas sino de un cambio cultural importante.
Entonces, ¿cuál es el rol que la política de vivienda les asigna a los ciudadanos hoy por hoy? A grandes rasgos, actualmente la libertad y participación en la producción de vivienda se entienden como sinónimo de libertad de elegir entre una serie de productos ofrecidos por el mercado de vivienda: los ciudadanos “participamos” del proceso de construcción de ciudad en la medida que somos capaces de ingresar al mercado de la vivienda, con una ayuda del Estado, y elegir el “producto” que más se acomode a nuestras necesidades.
El extremo de esta lógica de los ciudadanos como consumidores de vivienda, quedó ilustrado con las ferias inmobiliarias organizadas por el gobierno durante el primer año de reconstrucción: ciudades como Talca vieron aparecer una “feria” de casas prefabricadas para “vitrinear” posibles viviendas, voucher en mano, como una manera de hacer la reconstrucción más “eficiente”. En su acto de elegir un producto y consumirlo, el ciudadano estaría ejerciendo su derecho a participar en la construcción de su entorno.
Pero la participación de la ciudadanía implica procesos más complejos que éste y sus consecuencias sobrepasan en demasía la elección de un modelo tipológico sobre otro. Al igual que en otros ámbitos, en las últimas décadas la política de vivienda ha profundizado los espacios de participación de la sociedad civil en esta línea. Como mencionábamos en la primera entrega, la política se ha sometido a un blindaje que la ha acercado a procesos más participativos con interesantes e innovadores programas como el “Quiero mi barrio” o con la introducción de procesos de organización de la demanda como aquellos conducidos por las EGIS a través del Fondo Solidario de Vivienda. Ahora, ¿es esto suficiente? ¿Cuál debiese ser el rol de tales procesos participativos?
“La vivienda tiene la particularidad de combinar una serie de ingredientes que tienen el potencial de transformarla en una herramienta poderosa de cambio cultural”
Si entendemos la construcción de vivienda como una herramienta para el cambio social y la disminución de desigualdades, el cómo se produce ésta pasa a ser relevante. La vivienda importa tanto en lo que es, como en dónde está (punto que hemos revisado extensamente en relación a las lógicas de mercado de suelo en las últimas dos entregas), pero también en relación a cómo es el proceso en que ésta se produce. La vivienda no es un objeto, es un proceso, y eso bien lo han planteado desde hace décadas tanto académicos, como agencias internacionales de diversas posiciones políticas, incluido el Banco Mundial.
Entendido esto, ¿qué rol puede jugar la vivienda como proceso, y los ciudadanos en tal proceso, para convertirla en un agente de reducción de desigualdades? La desigualdad no puede ser entendida sólo desde la distribución de ingreso más o menos equitativa. Ésta debe ser atendida desde las diferencias de acceso a oportunidades, de soberanía sobre el propio tiempo y de participación en la toma de decisiones; esta multidimensionalidad de la desigualdad ha sido sostenida por organismos como el PNUD, o por el propio Consejo Asesor Presidencial de Trabajo y Equidad convocado por Bachelet. La desigualdad tiene que ver con procesos de exclusión que abarcan la arena económica, espacial, cultural y política al menos.
El rol de la sociedad civil es entonces clave en la producción de vivienda, entendiendo que el proceso colectivo de construcción de ciudad puede tener consecuencias en soluciones más adecuadas, más integradas, y en la construcción de comunidades más organizadas y con capacidad de respuesta, de generar redes y de participar del proceso de toma de decisiones de manera más robusta que individualmente. Esto que puede parecer abstracto, resulta fácil de graficar en al menos dos puntos.
El primero es en términos de proceso y capacidades. La vivienda tiene la particularidad de combinar una serie de ingredientes que tienen el potencial de transformarla en una herramienta poderosa de cambio cultural: en primera instancia, al igual que el mundo laboral y la educación, constituye una plataforma de acceso: a lugares, a servicios, a redes, a la vez que es en sí mismo un bien con valor. Además, se trata de un proceso de largo aliento, con consecuencias a largo plazo; pero su particularidad está en que junto con estas características, la vivienda puede ser parte de un proceso de aprendizaje colectivo. Lo que desde el mundo de la economía fue llamado por Amartya Sen como la construcción de “capacidades”, adquiere en el proceso de vivienda una dimensión muchísimo más radical si se le introduce el elemento de colectividad: la construcción de ciudad, de barrios, de vivienda, puede ser un proceso de construcción colectiva del entorno en que queremos que ocurra nuestra vida, que a su vez genera capacidades (políticas, técnicas, sociales) en la comunidad que es parte de dicho proceso.
Actualmente, la política exige a las familias un ahorro previo a la adquisición de vivienda, lo que obliga a un proceso que puede ser individual o colectivo; esto, sin embargo, no alcanza a constituir una herramienta suficientemente sólida como para hablar de transformación cultural. La política de vivienda tiene entonces que ser concebida centralmente como una herramienta para fortalecer esas capacidades colectivas, lo que está al otro extremo -ideológico y práctico- de entender a los ciudadanos como consumidores individuales de un commodity llamado casa.
Esto último está íntimamente relacionado con el segundo punto: el entendimiento de la vivienda desde lo colectivo. En la columna a propósito del rol del Estado, discutíamos sobre la doble condición de la política de vivienda que, por un lado, responde con políticas focalizadas y, por otro, debería hacerse cargo de un derecho como la ciudad que debiese ser atendido desde una perspectiva universalista. Una estrategia para responder a esta dicotomía es introduciendo de manera más decidida la necesidad de procesos dirigidos colectivamente. En la medida que se entiende que la vivienda tiene una dimensión colectiva clave, sus consecuencias de construcción de ciudad a mayor escala pueden ser abordadas y dirigidas de manera más comprensiva. La colectividad abre posibilidades de enfrentar más decididamente problemas que de manera individual son difíciles de abordar, como la adopción de prácticas más sustentables y amigables con el medio ambiente, o la incorporación a redes de comunicación como Internet u otros servicios que, abordados colectivamente, resultan más asequibles. Del mismo modo, permite que nuevos modelos de negocios sean puestos en práctica, con tácticas para integrarse a la ciudad que quizás el mercado por si sólo no les ofrecería.
Esto ha sido comprendido por políticas de otros países que han apostado por la tenencia colectiva de la vivienda. Tailandia, por ejemplo, tiene un programa de vivienda para los barrios más pobres en que todo el proceso, desde la organización, el ahorro, la negociación, el diseño y luego la tenencia de la tierra y las viviendas, es desarrollado colectivamente. El sentido de este tipo de prácticas es, por un lado, la creación de herramientas y capacidad colectivas que ayudan a la inserción política de las comunidades en la sociedad, tal como discutíamos en el primer punto; y por otro, evitar procesos de especulación y expulsión, consolidando la condición de la vivienda como derecho.
En casos como el británico, la vivienda de interés social está basada en el arriendo subsidiado, siendo propiedad de los Municipios o de Asociaciones de Vivienda con este fin, que es otro mecanismo que apunta a la protección de la vivienda más allá de los derechos individuales, entendiéndola como un bien colectivo.
En Chile estamos lejos muy de esto; la promulgación en 2012 por parte del gobierno del Decreto Supremo n°49, que reemplaza al Fondo Solidario de Vivienda y que rige la producción de vivienda económica, reinstauró la posibilidad de postular de manera individual a los subsidios habitacionales. Esto quiere decir que a partir de este año, contrario a la línea que habían sostenido las reformas de los últimos años hacia la consolidación de un actuar más colectivo, una persona puede postular a un subsidio sin tener que mediar con la organización colectiva a través de una EGIS.
Promover la transformación cultural se trata del más político de los desafíos de la política de vivienda. Apostar a modelos de tenencia y gestión colectiva puede contribuir a un importante cambio cultural, en busca de transformaciones profundas que nos permitan dar forma a una ciudad más integrada. Este tipo de gestiones, sin embargo, requieren de altos niveles de coordinación para evitar la generación de enclaves cerrados y contribuir así aún más a la fragmentación de la ciudad. En la próxima y última entrega revisaremos la necesidad de entender la vivienda como un problema de múltiples escalas, que requiere de una aproximación intersectorial.