Cierre de La Nación: una política pública comunicacional es irrenunciable
27.09.2012
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27.09.2012
No otra vez. Más de una década y media después de que un grupo de profesionales cerramos con dramatismo las puertas del excelente diario La Época, después de una campaña increíble de apoyos de todos los sectores (especialmente de sus lectores, que junto a los periodistas compartían un cariño y compromiso enorme por SU periódico), vuelven los viejos fantasmas ante la decisión de cerrar La Nación.
Desde el siguiente hecho político se debe comenzar a construir la tesis que gobierna este tema: por alguna razón, desde los años noventa, tanto los gobiernos de la Concertación como el de Piñera se han negado a tener una política comunicacional democrática y realmente pluralista. Es incomprensible, pero ambos gobiernos no han entendido realmente que la política comunicacional debe tener la misma integridad, seriedad y compromiso nacional que cualquier otra política pública.
Digámoslo nuevamente: la política comunicacional es y debe ser una política pública del Estado. Es clave para garantizar la expresión mediática de todos los sectores, evitar la concentración de los medios y garantizar un real clima pluralista y democrático.
Lo que cerró La Época, en su “época”, fue el resultado de una política miope de los gobiernos concertacionistas y posteriores sobre la base de la teoría acuñada por Eugenio Tironi, en cuanto a que, “la mejor política comunicacional es no tener política comunicacional”. El mismo Tironi señala en un análisis sobre esa época, que bajo el gobierno de Aylwin, del cual fue justamente asesor comunicacional, se “va a restarle injerencia al Ejecutivo en el sistema comunicativo” y que “la existencia de medios gubernamentales con ciertos privilegios y garantías constituía una clara interferencia en el sistema”.
Pero hay un tema de fondo más importante y que quizás explica mejor el abandono de parte del Estado de su responsabilidad de mantener un mercado más amplio de medios de comunicación. Tironi señala que, durante el primer año de gobierno de Aylwin, las encuestas señalaban un desgano progresivo de la población con el tema político. Su análisis interpreta que es tiempo de pasar de la discusión de los “grandes temas” a los “micro-conflictos” y a los “problemas de la gente”. La idea es ajustarse “a los niveles de una sociedad estabilizada que ha dejado atrás conflictos de alta intensidad dramática. En cierto modo, los chilenos ya no se conmueven por los ‘grandes conflictos’ característicos de la etapa de la transición a la democracia”, expresa Tironi.
El gobierno de Aylwin vivió permanentemente bajo el fantasma de la amenaza militar, y cedió en varios frentes (justicia por los derechos humanos, juicio a Pinochet o sus familiares por temas de corrupción, reformas constitucionales más profundas). Seguramente el equipo comunicacional y estratégico del gobierno interpretó que, seguir amparando a los medios de comunicación que les dieron el triunfo en el plebiscito de 1988, implicaba ir en contra de la opinión pública que veía el tema político como “negativo” o “menos dramático”. También implicaba arriesgar la creación de fuentes claras de conflicto con esos medios informativos, contra el propio gobierno de centro-izquierda y contra las ex autoridades de la dictadura, debido al tipo de transición moderada (frustrante para muchos sectores sociales y políticos) que se llevaría adelante.
Por supuesto, no se dio espacio al análisis de que, tras un periodo de increíble polarización en torno al año 1988, vendría sin duda un reflujo normal por el nivel de extenuación de los ciudadanos, y que era comprensible procurar por un tiempo una sociedad menos politizada para garantizar un mínimo nivel de convivencia. Pero se pasó a un extremo, abandonando toda política comunicacional, dejando operar al mercado en un proceso casi completo de privatización de los medios informativos, cerrando la mayoría de los medios opositores a Pinochet, e iniciándose una crisis de pluralismo y representación mediática que llega a su cúlmine veinte años después a pasos del cierre de La Nación.
¿Cuál es el tema de fondo? Lo que ha señalado el presidente de Renovación Nacional, el senador Carlos Larraín, quien al igual que el ministro vocero de gobierno, Andrés Chadwick, demuestra la misma miopía: “no es bueno” que “el gobierno tenga medios de comunicación”. Ciertamente, hay un tema obvio de realismo político, puesto que los ideales político-valóricos del gobierno sí tienen amplia representación en muchas de las cadenas informativas privadas de línea conservadora. Tener un medio como La Nación no es prioridad en esa ecuación política.
Pero en rigor, estas declaraciones carecen de sentido cuando el propio Chadwick defiende, a su vez, el actual estatus público de Televisión Nacional, cuyo modelo de funcionamiento e influencia estatal contradice exactamente su opinión sobre La Nación. Y además, el Estado canaliza miles de millones de pesos cada año a los medios de comunicación para sus propias necesidades de avisaje.
Hay que, urgentemente, cambiar el énfasis del debate, pues lo que Chadwick, Larraín y Tironi deben entender, es que es responsabilidad del Estado, a través del gobierno de turno, cualquiera sea su color ideológico, mantener una pluralidad de medios de comunicación lo más amplia y representativa posible, independiente de que el Estado tenga o no medios informativos.
Lo concreto: dejar el tema de los medios de comunicación a las leyes del mercado atenta directamente contra la pluralidad de acceso y distribución de ideas.
De la misma forma que ningún gobierno puede anular su participación en una política de salud nacional dejándola a merced del mercado, ni renunciar a su responsabilidad de fijar normas ambientales ni de obligar a cada empleador a proveer asistencia postparto y salas-cuna, debe garantizar pluralidad comunicacional. El tema comunicacional es lo más profundamente clave del avance político y social de los países modernos. La presión de la opinión pública genera toda la red de influencia que, al fin y al cabo, permite regular a los gobiernos, a los mercados, y al sector privado que domina a su favor el flujo de capitales de los países. La gran masa que llamamos “pueblo” tiene, en función de su número, de su consumo, de su trabajo, de sus vidas, formas concretas de movilizar y demandar rectificaciones, cambios y progreso basado en convicciones formadas tras el flujo informativo al que tenga acceso. O del que carezca.
Para quienes defiendan la idea de que el Estado no debe intervenir en demasía en la vida de las personas, o que sospechen que detrás de cada intervención estatal está el riesgo de un socialismo paralizante, traigamos tres ejemplos del mundo desarrollado-capitalista anglo. En Estados Unidos existe una red poderosa, financiada por el Estado y ciudadanos, la NPR (National Public Radio, Radio Pública Nacional), y su equivalente en televisión, la PBS (Public Broadcasting Service, o Servicio de Transmisión Pública). En Inglaterra existe la BBC, en multi-formato (TV, radio, información escrita a través de Internet). Estas tres organizaciones son públicas, y existen bajo la premisa de que el ámbito comunicacional es también un bien público, prioritario y fundamental para el pluralismo de ideas.
En cada uno de sus materiales periodísticos se buscan todas las opiniones contrastantes, se “balancea” el nivel de influencia al máximo posible, de modo que la mayor parte de los sectores esté representado, muy al estilo de Televisión Nacional. ¿Por qué tener un medio con apoyo estatal? Pues es extremadamente obvio que dejar el tema informativo al mero juego del mercado generará inmediatamente un desbalance de influencia y de control de ideas, de concentración de realidades finitas, parciales, incompletas.
Muy al contrario de lo que señala Larraín, Tironi y Chadwick, sacar al Estado de su obligación en torno a una política pública comunicacional, lejos de “garantizar la pluralidad”, provoca exactamente el efecto inverso. ¿Por qué? Se necesita una capacidad financiera enorme para llevar adelante un medio de comunicación a nivel nacional, que marque pauta informativa, que influya en los congresistas, que presione al Presidente de la República. La capacidad de fijar agenda a través de los medios informativos es un trabajo arduo, carísimo, difícil. Los grupos que poseen esa capacidad de financiamiento son los que son capaces de invertir grandes sumas de dinero de forma sostenida. No cabe duda que, tras alcanzar ese nivel de penetración en el mercado comunicacional, un conglomerado financiero puede ejercer de forma cómoda una presión enorme contra las autoridades elegidas y no elegidas, y sobre lo que la “masa” de pueblo escuche o ignore.
Por dejarlo más claro: los grupos “vitales” de la sociedad civil, carentes de esos fondos, quedan en este escenario “neutralizados” en su capacidad de influir en lo que se informa cada día. Los sindicatos, los profesores, los atletas, los partidos políticos, las dueñas de casa, los estudiantes, los médicos, los vendedores ambulantes, todos los estamentos que componen la sociedad quedarían inmediatamente cooptados en su capacidad de expresión y de influencia. En este escenario, las necesidades, problemas, éxitos, urgencias de estos grupos solo existirán en el ideario nacional si son parte de la agenda informativa. De no lograr ser considerados en las pautas de cobertura, se genera el serio riesgo de que su existencia como grupo y sus problemas urgentes simplemente “no existan” pues no son reflejados a través de la cobertura de medios completamente privados.
Lo concreto: la existencia de un mercado comunicacional estrictamente privado puede crear un clima anti-democrático al limitar el acceso a la información y a espacios de influencia de la opinión pública a grandes sectores del país que no cuentan con los fondos para crear medios informativos a nivel nacional.
Ni las autoridades del gobierno de Frei responsables de haber dejado que La Época cerrara y tampoco las autoridades actuales, pueden sostener la tesis de la “no intervención del Estado”, especialmente cuando los dos mayores conglomerados de prensa escrita del país, El Mercurio y COPESA, fueron beneficiados financieramente por la dictadura de Pinochet, utilizando el patrocinio estatal para garantizar su sobrevivencia. En el caso de La Época, se pedía el mismo tratamiento para convertirlo en un medio de propiedad compartida con participación de los propios periodistas, capitalizando también fondos de su masa lectora inteligente y crítica, que sentía al periódico como un ejemplo de periodismo serio, analítico y realmente plural. En las gestiones que un grupo de periodistas realizamos ante muchas organizaciones, entre ellos el Congreso, los partidos políticos, inversionistas, llegamos a un punto de salvación que necesitaba solo un paso: la cesión de un crédito blando de parte del Estado para garantizar la inversión fresca de fondos privados, como un mínimo apoyo que garantizara su consolidación. El gobierno de la Concertación de esa época no aprobó el crédito.
Y es una falacia considerar que el Estado no tiene injerencia en el mercado de los medios. El observatorio de medios Fucatel comprobó que en 2005, un 80% del avisaje estatal a la prensa escrita se derivó a El Mercurio y COPESA, equivalentes a varios millones de dólares. Ese tipo de transferencia de fondos debiera ser amplia, pluralista y con un sentido de interés público, especialmente para los medios de comunicación independientes.
Muchos de los destacados periodistas que se desarrollaron profesionalmente en La Época o pasaron por su sala de redacción, emigraron después a trabajar para La Nación. Ciertamente, el periódico ha derivado hacia un tratamiento del contenido que no encaja con valores conservadores o de derecha tradicionales. Eso quizás es el verdadero motivo de su cierre tan desesperado cuando según lo que informa la prensa, financieramente está en condiciones viables y generando utilidades. Obviamente, una situación de “persecución” interna, despidiendo a los periodistas en masa para “intercambiarlos” por profesionales más acordes al gobierno de turno es inviable políticamente para el gobierno de Piñera. Cerrar el medio apelando a valores de “libertad comunicacional y no intervención del Estado” tiene, por cierto, un costo político menor.
En bien de una política pública comunicacional íntegra, ética, pluralista y democrática, es de esperar que La Nación pueda convertirse, como ocurre con Televisión Nacional, en un medio de dominio público, con un sistema de financiamiento mixto, con un directorio pluralista. Y que, al contrario de la mayoría de los medios privados que defienden intereses sectoriales, La Nación se convierta en un espejo de la gran diversidad de opiniones que representa a Chile, especialmente en una época en que grandes reformas socio-políticas pujan por ser escuchadas.
El Estado de Chile debe finalmente desarrollar y defender una política comunicacional que garantice la existencia de medios tanto de alcance nacional como comunitario, representativos de todos los sectores de la sociedad civil, mediante la provisión de créditos blandos, subsidios y apoyo técnico, publicidad estatal distribuida de forma inversamente proporcional al peso financiero del medio informativo, de modo de romper la gran concentración mediática del país. En este modelo, conglomerados ya consolidados y beneficiados por publicidad privada como COPESA y El Mercurio debieran recibir menos subsidios estatales a través del avisaje fiscal, de modo de concentrar esos fondos en los medios más pequeños o independientes.
Bajo esta premisa de apoyo a una pluralidad amplia de medios, el gasto fiscal, al ser parte de una política pública comunicacional, ya no debe considerarse un costo, sino más bien una valiosa inversión social en bien del futuro democrático del país.