Reforma Tributaria: Cuatro mitos y un funeral
06.09.2012
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06.09.2012
Vea al Presidente Sebastian Piñera explicando la reforma en Cadena Nacional
Más allá de la importancia de incrementar el gasto social, objetivo que la reforma aborda tímidamente, nunca se ha entendido por qué era necesario además, reducir las tasas impositivas de quienes pagan impuesto a la renta. Al respecto el gobierno ha insistido por la prensa que tales reducciones tributarias tienen como principal beneficiaria a la clase media, sin embargo, la realidad dice algo totalmente distinto.
“Mientras en el debate acerca de la gratuidad en la educación superior el gobierno argumentó que no pagaría la educación de los ricos y en el mejor de los casos daría beneficios al 70% de menores ingresos, hoy en el debate tributario nos trata de convencer que el 19% de mayores ingresos es la clase media”.
Por un lado, aproximadamente el 81% de las personas no paga impuesto a la renta, es decir, 8 de cada 10 chilenos (los de menores ingresos) no recibirán ningún beneficio tributario. Por otro lado, dentro de los beneficiados por tales reducciones, el 19% restante, será el uno por ciento de mayores ingresos el que reciba los mayores beneficios. Por ejemplo, mientras quienes ganan $600 mil al mes ahorrarán menos de $10 mil al año, quienes ganan $6 millones al mes ahorrarán un poco más de un millón de pesos al año.
En este punto sorprende la inconsistencia del gobierno. Mientras en el debate acerca de la gratuidad en la educación superior el gobierno argumentó que no pagaría la educación de los ricos y, en el mejor de los casos, daría beneficios al 70% de menores ingresos, hoy en el debate tributario nos trata de convencer que el 19% de mayores ingresos es la clase media. Es decir, para el gobierno el mismo grupo socioeconómico es clase media cuando se les baja el impuesto y clase alta cuando no se les quiere pagar la universidad.
Resulta del todo lógico que en una democracia existan consensos, donde las partes ceden en pos de arribar a un acuerdo. Lo cuestionable es que en Chile usualmente los consensos a los que arriba el sistema político poco tienen que ver con lo que piensa la mayoría. Por ejemplo, luego del pingüinazo del 2006, el consenso entre la derecha y la Concertación fue que se seguiría permitiendo el lucro en los colegios que reciben financiamiento público. Y ello, a pesar de que las encuesta de mayor prestigio en el país indicaron que un 80% de la población está en contra de tal posibilidad.
En este mismo sentido, ¿qué pasaría si cada uno de los chilenos supiera que el sector de ingresos que más se beneficiará con las reducciones impositivas son las personas que ganan sobre los $5 millones al mes? ¿Sería posible lograr una mayoría país en torno a la medida? No es difícil imaginar una respuesta a esta pregunta.
Así, lo que irrita no son los consensos, sino que estos estén tan alejados del sentir mayoritario.
La Concertación ha dicho públicamente que su intención era: (1) aprobar las alzas de impuestos, (2) no aprobar las reducciones, sobre todo si éstas beneficiaban a los sectores de altos ingresos.
Como ya hemos señalado, el punto 2 no se cumple y es obsceno como la reforma beneficia a los sectores de más altos ingresos. Pero lo más grave de esto es que parece muy poco probable que luego se tenga fuerza para quitarle a estos sectores tal beneficio. Si tal posibilidad es remota, seguramente era mucho mejor no aprobar la reforma y esperar un mejor momento donde se pudiera lograr un alza de impuestos a la altura de las necesidades del país, sin otorgarle beneficios a los sectores de más altos ingresos, beneficios que seguramente no podrán ser retirados en el mediano plazo. Este fue un chantaje del gobierno a la Concertación, al cual no se debió haber cedido.
Los estudiantes tienen una propuesta muy clara: quieren derechos universales en educación, pues tienen una concepción del sistema educacional como espacio de encuentro y de igualdad de oportunidades, donde además de aprender saberes se aprende a convivir en la diversidad. Para que esto sea una realidad, se requiere que a los colegios y universidades no se acceda según la capacidad de pago. Y en esto no hay que inventar la rueda. En general, los países que se acercan a este ideal tienen un Estado que recauda recursos entre los sectores de mayor ingreso, para luego financiar la educación de todos de forma igualitaria.
Tales sistemas no son necesariamente regresivos, como acusa el gobierno, pues quienes financian la educación son las familias de mayores recursos. La diferencia con el caso chileno es que, al hacerlo a través de impuestos, se hace mucho más difícil que tales sectores logren educar a sus hijos en guetos educacionales. Así, lo que los estudiantes proponen (para qué hablar del lucro) es simplemente lo que es una realidad en otros países y que va en la dirección opuesta a la reforma aprobada, en la que -más allá de los recursos que se recaudan- se le reducen los impuestos a las familias más pudientes, recursos que podrían haber sido empleados en la educación de todos.
Luego del acuerdo por la LGE, de manos alzadas entre la derecha y la Concertación en el gobierno de Bachelet, parecía una tarea titánica que la Concertación, o los grupos que buscan una alianza con ella, nos convencieran respecto a la pertinencia de una nueva articulación política entre la izquierda y este conglomerado. Creo que ayer hemos asistido al funeral de esta idea.
«Para la izquierda la moraleja es clara. Mientras la Concertación no sienta que puede perder apoyo electoral haciendo acuerdos como el tributario, los seguirá haciendo. Con la Concertación no hay que acordar programas, hay que competir».
La historia se repite. Tal como el 2006, el 2011 es el movimiento social el que pone el tema en la agenda y logra generar las condiciones políticas para el debate. Al principio la Concertación se entusiasma (no tanto cuando era gobierno), abre la cancha -el 2006 con el Consejo de Educación, ahora con su recepción y declaraciones de amor al movimiento social-, así se genera la sensación de que una gran reforma es posible. Luego la derecha dice que ella no es partidaria de tales cambios y ya sea desde el gobierno o la oposición, siempre termina logrando que sean sus argumentos los que primen. El resultado de este proceso no solo ha estado, las dos veces, muy por debajo de las expectativas, sino que, además, ha generado una gran frustración entre los jóvenes que ven que convencer al país no basta para lograr los cambios. Todo ello lleva con razón a estos jóvenes a valorar en menor medida nuestro sistema democrático.
Para la izquierda la moraleja es clara: mientras la Concertación no sienta que puede perder apoyo electoral en caso de hacer estos acuerdos, los seguirá haciendo (desde la oposición o el gobierno). Con ellos no hay que acordar programas si cuando el movimiento irrumpe y se toma la agenda se comprometen a todo y en menos de un año acuerdan una reforma en la dirección opuesta. Con ellos hay que competir. Así, el gran desafío para la izquierda es captar la rabia y decepción con el actuar de la Concertación y transformar ese desaliento en una nueva fuerza, en una alternativa política que le compita y se relacione con ésta de forma pragmática, sin caer en el caricatura de que derecha y Concertación son lo mismo, pero desde una posición de fuerza electoral.