El viaje de la Mara Salvatrucha
II. La letra 13
09.08.2012
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El viaje de la Mara Salvatrucha
09.08.2012
Vea también la primera parte de este reportaje: «El origen del odio».
El zumbido del helicóptero es una bendición. Si hubiera silencio la espera entre cada serie de golpes sería más estremecedora y los impactos parecerían más brutales todavía. Si hubiera silencio, el espectador lo llenaría imaginando el sonido de la porra al chocar con las rodillas, el torso y los brazos de ese hombre negro que rueda por el suelo lentamente mientras tres policías le vapulean. Uno de ellos abre las piernas como un bateador de beisbol para bajar su centro de gravedad y apalear con más fuerza y control. Un porrazo, otro, otro; una pausa; y de nuevo a la carga con una sucesión de tres golpes más en las piernas de ese saco de carne que se trata de incorporar desorientado; y otra pausa para respirar, y siete golpes más.
En las imágenes de televisión se pueden contar un total de 56 golpes. Si en la grabación no estuviera ese helicóptero para llenar el silencio con su atronador zumbido, uno imaginaría incluso el rechinar de los huesos a punto de romperse.
***
El video de la paliza a Rodney King dio la vuelta al mundo en 1991. Los bastonazos a aquel hombre negro de 25 años, un ex convicto por robo que esa noche de marzo se había negado a detener su carro pese a las órdenes de la policía, porque estaba bebido y temía regresar a prisión, fueron grabados por un videoaficionado y aparecieron en noticieros en los cinco continentes.
De inmediato se convirtieron en un símbolo de la brutalidad y el racismo de la policía de Los Ángeles, que desde la exitosa limpieza de calles del 84 había gozado de protección política para golpear o disparar con casi total impunidad. En el lugar de los hechos había quince agentes de uniforme que no movieron un dedo para detener la descarga de bastonazos, que duró más de diez minutos. Solo cuatro policías, los que usaron la porra y su sargento inmediato, fueron a juicio.
La sentencia para ellos se conoció un año y dos meses después, la tarde del 29 de abril de 1992: inocentes. Un jurado en el que diez de los doce integrantes eran blancos consideró que el video no era prueba suficiente de abuso de fuerza y desestimó los cargos.
En las calles de Los Ángeles, especialmente en los suburbios de Central South y South West, la noticia fue una inyección de furia. Primero fueron pequeños grupos de vecinos negros que gritaban en alguna esquina; después, descontrolados que apedreaban vidrieras e insultaban a los conductores blancos que atravesaban sus barrios. Al cabo de pocas horas el Suroeste de la ciudad ardía, literalmente. En los tres días que siguieron, la Policía tuvo que retirarse de barrios enteros y se generalizaron los saqueos y la violencia callejera. Gasolineras, comercios, edificios enteros fueron pasto de las llamas. Los bomberos registraron durante los disturbios un total de 7,000 incendios en todo el condado de Los Ángeles.
En medio del caos, la misma tarde del veredicto un helicóptero de un canal de televisión se encargó de responder a las imágenes de la paliza a King con una metáfora gráfica del ojo por ojo: los estadounidenses pudieron ver en directo, desde sus casas, cómo en el cruce de Florence Avenue y Normandie Avenue seis hombres negros detenían a pedradas un camión cargado de arena y sacaban de él a la fuerza al conductor, un hombre blanco llamado Reginald Denny. Lo tumbaron y se turnaron para molerlo a patadas, le golpearon en la cabeza con un martillo y, cuando ya estaba inconsciente, uno de los atacantes le aplastó el cráneo con un ladrillo de hormigón. Después de hacerlo, comenzó a danzar alrededor del cuerpo de Denny, que milagrosamente sobrevivió a las heridas.
Al macabro bailarín no le importaba ese detalle. Era un profesional de la violencia. Vestía una enorme camiseta blanca, pantalones anchos y un pañuelo azul en la frente. Era miembro de la pandilla Eight Tray Gangster Crips, una de las muchas bandas afiliadas a la gran federación Crips en Los Ángeles.
Mientras las autoridades desplegaban a la Guardia Nacional y convertían su sorpresa en un plan de reacción a los disturbios, los tres días consecutivos de estallido racial se convirtieron en el parapeto perfecto para quienes, en Los Ángeles, ya vivían al margen de la ley. No solo las principales pandillas negras -Crips y Bloods- se hicieron dueñas absolutas de sus territorios y se unieron para atacar a grupos de otras etnias; pandilleros latinos y blancos de toda la ciudad encabezaron acciones de pillaje y aprovecharon para saldar cuentas pendientes con bandas enemigas sin la incómoda presencia de la Policía. Cuando el día 2 de mayo el Ejército logró recuperar el control de las calles, ya se habían cometido 53 homicidios. Un tercio de las víctimas eran latinos.
También fueron latinos la mitad de los detenidos durante los disturbios. Uno de ellos, capturado por participar en uno de los miles de saqueos de esos días, era el pandillero fibroso y de mirada fría que dirigía la Fulton, la clica de la Mara Salvatrucha en el Valle de San Fernando. Su nombre era Ernesto y su apodo Satán.
***
Era la primera vez que iba a la cárcel, pero Satán sabía lo que le esperaba allí. Y sabía quiénes le esperaban.
Desde hacía algunos años, la Mara Salvatrucha vestía en su nombre un número que entre las pandillas del Sur de California lo significa casi todo: el 13. Muchas otras pandillas de Los Ángeles y sus alrededores, incluso algunas de las más antiguas -Florencia 13, Artesia 13, Norwalk 13- cierran hoy su nombre con esas cifras, que simbolizan la decimotercera letra del abecedario castellano: la M. Se trata de una cifra de lealtad. Y de sometimiento.
A finales de los años 50, en el correccional juvenil Deuel, en Tracy, muy cerca de San Francisco, una docena de adolescentes de diferentes pandillas, chicanos la mayoría, decidieron crear lo que concebían como una pandilla de pandillas, una banda integrada por los delincuentes juveniles de peor reputación y destinada a controlar por la fuerza ese y cualquier reclusorio al que los enviaran. Aunque todos eran menores de edad y muchos habían sido condenados solo por pequeños delitos, se bautizaron a sí mismos, con ambición desmedida, la Mafia Mexicana.
Pronto sus expedientes judiciales estuvieron plagados de asesinatos cometidos en cada cárcel a la que fueron destinados. Para inicios de los años 70 la fama, la brutalidad y el control de la organización se había extendido ya a todo el sistema penitenciario de California. Aunque apenas tenía una treintena de integrantes provenientes de distintas pandillas latinas del Sur de California, la Mafia Mexicana reinaba en los patios carcelarios y atemorizaba desde allí a casi todos los pandilleros latinos del Estado, que se sabían predestinados a pasar en algún momento por sus dominios amurallados.
Era como si en la cárcel te esperara el juicio final y la Mafia Mexicana se hubiera apropiado de las llaves del infierno. Para nombrarla y conjurar su influencia, en los ambientes pandilleriles comenzó a bastar con mencionar su inicial, la M, o la eMe.
Las cárceles californianas son además, desde hace casi un siglo, un hervidero de odios raciales en los que las pandillas encontraron la extensión de su guerras callejeras. Para gozar de la protección de la Mafia Mexicana ante las poderosas pandillas negras, por ejemplo, las pandillas latinas del Sur de California comenzaron paulatinamente a identificarse como Sureñas, a incorporar a su identidad el número 13 y a pagar tributo a los Señores. La cárcel manda en la calle porque la calle teme a la cárcel. También la Eighteen Street, el Barrio 18, es una pandilla 13, aunque por tener ya otro número no lo exhiba en su nombre.
Diferentes clicas de la Mara Salvatrucha comenzaron a considerarse a sí mismas sureñas y a rendir lealtad y tributo a la eMe desde mediados de los 80, a medida que sus líderes iban cayendo en manos de la ley y pasando por los penales juveniles, del condado o estatales. Los primeros en entrar a los dominios de la eMe sufrieron las violentas consecuencias de la indefensión, pero para finales de la década toda la pandilla había entendido que necesitaba el blindaje del 13.
En palabras de la Chele, que vivió la convulsión de aquellos años en la Mara, “fue como un proceso de difusión de innovaciones. Nadie dio una orden, ni hubo un meeting general para acordarlo. Simplemente, en unos pocos años, las clicas fuimos incorporando el 13 y haciéndonos todos sureños.”
En 1992 la Fulton ya era sureña y Satán sabía que en la cárcel lo esperaban los Señores. Como palabrero de su clica, era de hecho el encargado de recoger cada mes el dinero que se iba a tributar a la eMe, salido de los negocios de extorsión o venta de droga de los miembros de la clica, y de entregarlo en un meeting general de la Mara a la persona encargada de hacer llegar a la Mafia Mexicana el pago de toda la pandilla. Mes a mes, sin falta, como un diezmo que se entrega mirada al suelo. La violencia es solo uno de los dos idiomas de la pandilla, el que los extraños escuchamos más fuerte. El otro es el dinero.
Pero Satán también sabía que, pese a ser sureño, era un mal momento para entrar en el territorio de la eMe.
La teoría dice que iba a tener garantizada su seguridad física entre los muros porque, bajo la autoridad de la eMe, en la cárcel rige una tregua entre todas las pandillas sureñas, incluso entre aquellas que en la calle son enemigas. En las cárceles californianas, bajo la mirada paternal y estricta de la Mafia Mexicana, miembros de la Mara Salvatrucha y del Barrio 18, por ejemplo, comparten celdas y patios sin problemas. Es lo que se conoce como correr El Sur.
Pero El Sur tiene excepciones. La Mafia Mexicana protege pero también castiga. Y la MS-13, a principios de las 90, era sometida a continuos castigos por contravenir alguna orden, por atrasarse en un pago, por matar a quien no se debía o en el lugar que no se debía. La luz verde que autoriza u ordena a los sureños castigar en nombre de la Mafia Mexicana se encendía a menudo, en aquellos años, contra la díscola MS-13. Unas veces contra una clica en específico; otras, para la Mara Salvatrucha al completo.
Cuando Satán entró a la cárcel por primera vez, la Mara tenía encendida una de esas luces verdes que en las calles te buscan para golpearte o matarte y que con suerte puedes esquivar, pero que en la cárcel te alumbran con toda su fuerza, sin escapatoria. Ya en la estación de policía otros pandilleros detenidos, de otras pandillas sureñas, le habían dado una primera golpiza. El primer mensaje de parte de la eMe. Cuando llegó a la cárcel del condado la cosa fue peor.
“En esas luces verdes no es que te digan ‘ok, ya te dimos, te dejamos con los brazos quebrados y ya estuvo’. Si te madreaban, los guardias te sacaban de la celda y te ponían en otra, pero en esa también te tocaba. Así hasta que te mandaban al hospital. Llegó un momento en que a todos los homeboys de la Mara los ponían en una sola celda; pero a todos ibas a verlos con los ojos morados, con las manos quebradas…”
Él solamente tuvo que aguantar dos meses esa rutina de castigo. A principios de julio, un oportunísimo sarampión le regaló pasar en el hospital el tercer mes de condena mientras sus homeboys seguían recibiendo golpizas todos los días en la cárcel del condado.
Tres meses después, el 7 de octubre, un partido de fútbol iba a complicar aún más las cosas para los miembros de la Mara. En una de las fases previas para la clasificación al Mundial del 94, a El Salvador le tocó enfrentarse a México en el Coliseo de Los Ángeles, el orgulloso estadio donde en el 84 Reagan había inaugurado los Juegos Olímpicos. En el partido de ida, el 26 de julio anterior en el estadio Azteca del Distrito Federal, los mexicanos se habían impuesto por 2 a 1. En el juego de vuelta volvió a ganar “El Tri”: 2 a 0. Pero lo más importante no fue el resultado ni ocurrió en la cancha. Durante el partido, en las gradas, ante las omnipresentes cámaras de televisión, un hincha salvadoreño quemó una bandera de México. Ese hombre con 15 minutos de fama era un homeboy de la MS-13 y se apodaba Ardilla.
A la Mara le salió cara la fama del Ardilla. La eMe, que presume de pureza azteca -se dice que desde los años 60 solo admite entre sus miembros a pandilleros de sangre mexicana-, se sintió directamente ofendida por ese gesto y respondió encolerizada. Desde la cárcel de máxima seguridad de Pelican Bay, donde la mayoría de los Señores cumplen pena, encerrados 23 horas al día en pequeñas celdas de aislamiento, se enviaron órdenes inapelables: la Mafia Mexicana ponía luz verde a todos los salvadoreños del Sur de California. No solo a los miembros de la Mara Salvatrucha, sino a todos los salvadoreños de la región. Aunque solo durara unos meses, la quema de esa bandera provocó la mayor luz verde que se haya puesto nunca en California.
“Nos ponían luces verdes por tonteras para que todos los sureños se fueran contra nosotros, pero fueron formando un monstruo. Ahora ya no tan fácil nos ponen luces verdes, porque ahora somos fuerza, fuerza para los mismos Señores, pero saben que si esa fuerza se les rebela automáticamente pierden fuerza, y la Mara Salvatrucha ya es muy reconocida.”
A Satán y a otros miembros de la MS-13 en Los Ángeles les gusta decir hoy que aquella época, aquella constante sucesión de luces verdes, los hizo más fuertes.
***
Una mañana de 1988 al ex campeón de kickboxing William “Blinky” Rodríguez lo despertó una llamada inesperada. Era Danilo García. Big D, como lo conocía todo el mundo, era un veterano miembro de la Mafia Mexicana -hay quien lo nombra incluso como uno de los fundadores de la eMe- que había pasado la mayoría de los últimos 31 años entre rejas. Hacía solo unos meses que había salido de la cárcel del condado de Los Ángeles.
Blinky le conocía bien. Aunque Big D era 13 años mayor, ambos habían crecido en el Valle de San Fernando y alguna vez habían coincidido en fiestas y bares. Se habían seguido la pista mutuamente. Blinky cuenta que en los años 70 tuvo un sueño en el que aparecía Big D. Un sueño en el que el mafioso se convertía al cristianismo y se unía a él en una especie de cruzada evangelizadora. Unos meses después le contó su sueño a Big D, que se encontraba en las calles con libertad condicional. El mafioso se limitó a mirar con desconfianza al ex campeón. Blinky se conformó con un silencio como respuesta. Probablemente agradeció que Big D no lo mandara matar.
Pasó más de una década antes de que uno volviera a saber del otro. Por eso aquella madrugada de 1988 a Blinky Rodríguez le costó reconocer la voz al otro lado del teléfono.
─Soy Dano... This is the Big D, man!
─Hey, Big D… What happens? -alcanzó a preguntar, todavía adormecido.
Desde el otro lado del teléfono, exaltado, eufórico, el mafioso le respondió:
─Jesus Christ happens!
***
─¿El de la silla del centro es (Augusto) Pinochet?
─¡Sí! Se llamaba Pinochet Ugarte. Aquí estamos en el palacio de Pinochet en Chile. Benny, Fumio Demura y yo. ¡Era el campeonato mundial de Karate, man, y recorrimos todo el país haciendo exhibiciones!
El recorte de periódico de El Mercurio está bien conservado para ser de 1982. En la fotografía en blanco y negro aparece el sonriente dictador chileno, vestido de civil y con las gafas oscuras bajo las que solía esconder sus ojos pequeños y mortecinos. Está en un salón del palacio de La Moneda, sentado junto a tres hombres corpulentos enfundados en trajes y corbata. El titular de la nota los llama “los karatecas invencibles”, y el pie detalla: “El presidente de la república de Chile Augusto Pinochet recibió a los campeones de karate Blinky Rodríguez, Fumio Demura y Benny Urquides”.
La fotografía ha salido de una carpeta atestada de otros recortes, de carteles, de revistas enteras en las que Blinky es portada o se hace referencia a su carrera como karateka y como experto en artes marciales mixtas. Es evidente que en los años 70 y 80 William “Blinky” Rodríguez fue una celebridad.
Tenía un estilo de pelea desgarbado, bravucón, poco técnico, pero en aquellos tiempos en los que las disciplinas de lucha y las reglas oficiales de las artes marciales se confundían entre sí y variaban de una pelea a otra en plena fiebre de innovación y mestizaje, se hizo un nombre. Junto con su cuñado, Benny “The Jet” Urquídez, para algunos el mayor campeón de artes marciales mixtas de todos los tiempos, Blinky recorrió medio planeta para participar en exhibiciones y combates. Holanda, Japón, Brasil…
Las paredes de su despacho en la sucursal de Communities in Schools para el Valle de San Fernando, la ong especializada en prevención e intervención en pandillas que él mismo abrió en 1995 en los suburbios de Los Ángeles, están plagadas de recuerdos de aquellos buenos tiempos. “Tenía más pelo”, bromea a sus 58 años, con la cabeza completamente afeitada.
Las fotos y los trofeos del despacho de Blinky no son solo adornos. Tienen algo de declaración de identidad. Los pandilleros que se calman, que dejan de delinquir y matar, que se alejan de su clica y de los negocios de su clica, los que lo logran, suelen mantener cierta apariencia de luchadores en letargo, capaces de subirse a la guerra cuando haga falta. Conservar la fiereza es como un salvoconducto. Blinky nunca fue pandillero pero conecta con esa filosofía. Es un luchador retirado que trabaja con expandilleros, con hombres que se ven a sí mismos como luchadores retirados.
También es un hombre religioso. Extremadamente religioso.
El 3 de febrero de 1990, alrededor de la 1 de la madrugada, pandilleros de la zona de Pacoima dispararon desde un vehículo en marcha al joven Bobby Rodríguez, de 16 años, y lo mataron de un tiro en el pecho. Bobby era mejor atleta que estudiante y solía vestir como un pandillero. Muchos en su escuela aseguraban que lo era, aunque no tenía antecedentes policiales. Era uno de los de hijos de Blinky.
La noticia de la muerte de Bobby no salió en los périódicos, pero sí fue noticia que Chuck Norris, compañero de entrenamiento de su padre en los años 80, cubriría parte de los gastos del sepelio. Al funeral llegaron excampeones de lucha, estrellas de cine y palabreros de varias pandillas del Valle de San Fernando, compañeros de instituto y de las andanzas callejeras del chico. Allí, frente al ataúd de su hijo, se acercaron a Blinky y le ofrecieron venganza. El luchador dice que se aferró a su fe para decidir qué pasos dar. Los frenó y les invitó a visitarlo unos días después en su casa. Para rezar.
Quién sabe si por compromiso o fascinados por aquel hombre corpulento que había logrado con sus puños prestigio y dinero, seis de aquellos pandilleros llegaron a la cita. Eran miembros de diferentes barrios, es decir, de diferentes pandillas. Fue la primera de muchas reuniones que se celebrarían en los meses siguientes, en las que Blinky predicaba pero tambien había tiempo para hablar de la vida en las calles y de los problemas de cada pandilla. Sin saberlo, Blinky se estaba empezando a convertir en un mediador. Actualmente, cuando habla de la muerte de su hijo, la llama “la semilla”.
***
Cuando sus reuniones con pandilleros comenzaron, Blinky Rodríguez llamó a Big D y le pidió ayuda. Tras su conversión religiosa, el mafioso había logrado algo que aún hoy parece imposible: retirarse de la Mafia Mexicana y seguir vivo. En honor a sus años entregados a la causa de la eMe, los Señores le habían dado el pase; es decir, le habían permitido alejarse sin rencores. Pese a ser ahora un predicador, Big D todavía atesoraba un enorme respeto en el mundo pandilleril del Sur de California.
Justo lo que Blinky necesitaba. El exluchador sabía que para seguir su labor no bastaría con rezar más intensamente. No podía dar pasos más ambiciosos sin tener al lado a alguien que hablara a los pandilleros en su mismo idioma. Y lo más importante: sin alguien que explicara a la eMe que las intenciones de Blinky no eran perjudicarla. Las pandillas de Los Ángeles y sus alrededores son el agua en la que navegan los intereses económicos de la Mafia Mexicana. Cualquier viento que haga olas en ese mar atrae la mirada de los Señores.
Big D hizo consultas, logró avales y las reuniones se trasladaron de la casa de Blinky al Jet Center, el enorme gimnasio que el exluchador había montado a principios de los años 80 con su cuñado Benny “el Jet” Urquilla. El número de pandillas participantes creció. El impacto de lo que allí se hablaba tambien.
Blinky recuerda una vez que un chico, un pandillero de unos 25 años, llegó a una de las reuniones con hematomas en el rostro y golpes por todo el cuerpo. Decía que un grupo de pandilleros de otro barrio le había dado una paliza. Sus homies le acompañaban. Querían saber quiénes y por qué lo habían hecho. Hablaban fuerte. Querían justicia callejera. El sentimiento de irrespeto les causaba un hueco en el pecho y lo querían llenar con el dolor de alguien. De repente, desde el fondo del gimnasio, un pequeño pandillero se abrió paso entre el resto, avanzó y dijo: “Hey, no te brincaron, yo te hice eso”.
El culpable confeso medía menos de metro sesenta y aparentaba unos 16 años. Alegó que el otro pandillero le había faltado al respeto, que lo había insultado delante de su novia. “Yo solito te partí el queso”, dijo. Y dice Blinky que al otro se le vio en la cara que era verdad.
─Los de su barrio se lo llevaron. Pero si esa situación no se hubiera aclarado, ¡matazón! -dice Blinky- Por una mentira de alguien que no quería quedar como cobarde, man. Antes de que hiciéramos esas juntas, si algo pasaba, se montaban en un carro, iban y ¡pum!, pegaban a cualquier persona, porque no había comunicación. No me importa si hay celulares, si hay periódicos… ¡No hay comunicación! En las calles aún hoy se cae la casa sin que se comunique uno con el otro.
Durante dos años, el Jet Center fue el epicentro de la vida pandilleril del Valle de San Fernando, un enjambre de distritos residenciales y suburbios en el que habitan más de un millón 800 mil personas. Cada domingo, Blinky y Big D resolvían conflictos puntuales y sermoneaban a los pandilleros: “Mirá, no es lo que estás haciendo al resto, sino lo que te estás haciendo a ti mismo. Tienes a tu propia madre secuestrada, man. Tu madre y la de tus homeboys se tienen que esconder detrás de las cortinas y vuestras hermanas no pueden salir a jugar a la calle, man.” Acuñaron un lema: “No mothers crying no babies dying”. Ni madres llorando ni hijos muriendo.
Lograron que las pandillas del valle alcanzaran un acuerdo de no agresión entre ellas. Una tregua.
Desde 1992 parecía haberse desatado una epidemia de treguas entre pandillas callejeras en el Sur de California. Después de los disturbios por el caso Rodney King, las dos grandes agrupaciones de pandillas negras del Estado, Crips y Bloods, habían abierto un proceso de diálogo y logrado que muchas de sus pandillas afiliadas cesaran los enfrentamientos entre ellas. Además, en parques de Los Ángeles y sus alrededores se venían celebrando también meetings esporádicos de pandillas latinas en los que importantes miembros de la Mafia Mexicana llamaban a la unidad de la raza y pedían paz entre los barrios Sureños. La eMe prohibió a las pandillas latinas hacer drive-by, es decir, disparos desde vehículos en movimiento, y atentar contra la familia de pandilleros enemigos. La policía desconfiaba y estaba desconcertada. Casi tanto como los palabreros de muchas de esas pandillas, que tras décadas de guerra entre ellas veían ahora a los Señores hablar de cesar el fuego, de darse mutuo respeto.
En el Valle de San Fernando, ya con una paz firmada, también las reuniones se trasladaron a un espacio abierto. El día de la noche de Halloween de 1993, el 31 de octubre, cerca de 300 pandilleros entre los que estaban los líderes de más de 70 pandillas diferentes del valle se reunieron por primera vez en Pacoima Park, ante los ojos de sus vecinos. Y ante los de la Policía, que no disolvió la reunión de ese día ni las siguientes, ni hizo detenciones pese a que estaban en vigor diversas gang injuction, las leyes antipandillas que prohibían la reunión en lugares públicos de tres o más pandilleros con ficha policial.
Blinky advirtió a las autoridades de lo que estaba haciendo y, con el apoyo de otras organizaciones como YMCA o iglesias de la zona, logró de los jefes policiales una promesa tácita de tolerancia.
En las siguientes semanas, en el parque de Pacoima se celebraron todos los domingos partidos de baloncesto, fútbol, béisbol y tacofútbol, una especie de fútbol americano sin protecciones al que en Estados Unidos se suele jugar en familia. Las diferentes pandillas formaban equipos y se enfrentaban. Sin armas. Sin golpes. Como si se hicieran realidad los spots televisivos de una asociación de boy scouts.
En esos torneos deportivos había representantes de todas las grandes pandillas del valle menos de la Mara Salvatrucha. El resto de barrios, todavía impregnados del racismo chicano, no la querían allí. Pero Blinky y Big D insistieron. Sabían que si la MS-13 no estaba en los meetings tampoco la alcanzaría la tregua, y una bala suya o para ellos acabaría por romper la paz del resto. Tardaron semanas en reblandecer a los palabreros de pandillas de la zona como Langdon Street, Dead End Boys o de la misma Eighteen Street Northside, la clica del Barrio 18 que opera en el Valle de San Fernando. Las pandillas sureñas sabían, además, que solo un año antes la eMe había prendido luces verdes contra todos los salvadoreños del condado de Los Ángeles. Se podría decir que odiar a la MS-13 estaba bien visto.
Al final prevaleció el argumento de la necesidad de unir a la raza latina y Big D habló con Satán, el palabrero de la Fulton. Le tendió la mano en nombre del resto de pandillas. Le aseguró que los meetings en Pacoima Park tenían el visto bueno de la eMe. Le convenció de que la tregua era buena para todos. Satán, receloso, accedió a consultar a sus homeboys. Llamó a un meeting de la clica y propuso ir a la reunión, unirse a la tregua. La primera respuesta que recibió fue desafiante: “Con otros barrios puede haber paz, pero nunca con los 18”. Le costó convencer a sus homeboys: Pactarían pero no se estaban rindiendo. No estaban renunciando a sus odios.
Acudieron. Llegaron armados y desafiantes. Mientras 10 de sus homies esperaban fuera listos para disparar, Satán entró sin pistola, acompañado de un pequeño grupo de salvatruchos. Llevaba un gorro con la leyenda “Fuck everybody” -”Jódanse todos”- que había elegido especialmente para la ocasión. Los organizadores le rogaron quitarse el gorro que llevaba porque insultaba a los otros pandilleros presentes y lo hizo. Avanzó por el pasillo que le abrían sus enemigos, devolviendo miradas y llegó al frente, dispuesto a escuchar. Satán sabía que ni siquiera a la batalladora Fulton le interesaba estar completamente sola y en guerra abierta con el resto de pandillas del valle.
“Hicimos la tregua. La cosa era algo así como: ‘Ok, si mis homeboys llegan a tu barrio y tú los llegas a golpear o algo por el estilo esto se va a terminar, automáticamente vamos a ir para atrás. Pero si tú miras a mis homeboys y le das el respeto les vamos a dar el respeto a tus homeboys también cuando los encontremosʼ. Porque la onda es que tampoco vas a dar respeto a uno que llega a tu territorio con la camisa abierta, mostrando tatuajes, todo felón. Si te dan respeto tú respetas. Así es la cosa.”
En aquel meeting en Pacoima Park alguien trató de reclamar a Satán por una pelea en la que un marero había participado días antes. El palabrero de la Fulton lo paró en seco. “Hablame de lo que suceda de hoy en adelante”.
Blinky asegura que después de esa reunión, durante un año entero, no hubo en el Valle de San Fernando ni un solo asesinato relacionado con pandillas. Pero eso no es del todo cierto.
La noche del 17 de septiembre de 1994 fue asesinado un joven de 25 años llamado Daniel Pineda. Regresaba a casa tras ver por televisión cómo Julio César Chávez derrotaba una vez más a Meldrick Taylor por el campeonato mundial de los superligeros, y se estacionó junto a un parque para tomar las últimas cervezas con sus amigos. Una pareja de pandilleros se acercó, le reconoció como un enemigo y lo acuchilló. Pineda, al que apodaban Droppy, trabajaba como pintor y era miembro activo de los San Fers, una pandilla del valle. Y era esposo de una sobrina de Blinky. Fue como si un guionista hollywoodense hubiera decidido cargar de ironía familiar la historia del fin de la tregua.
Blinky defiende que la de su sobrino fue la primera muerte en 11 meses desde la tregua de Pacoima Park, pero los registros policiales dicen que para entonces ya se habían cometido ese año, en el valle, nueve asesinatos relacionados con pandillas. Menos, en todo caso, que los 15 cometidos en el mismo periodo del año anterior.
La tregua había dado algunos frutos pero comenzaba a perder fuerza. A la reunión dominical de la semana siguiente solo llegaron representantes de 18 pandillas. Aunque Blinky y Big D siguieron celebrando encuentros en Pacoima Park hasta abril de 1995, sabían tan bien como los pandilleros del valle que el sueño se estaba desmoronando. Nadie lo dijo nunca abiertamente en un meeting, pero todos tenían señales de que la Mafia Mexicana, cansada de supervisar desde la lejanía, quería tomar control absoluto de sus asuntos en el Valle de San Fernando.
Disparos con silenciador
─Blinky, sabemos que en 1993, al mismo tiempo que ustedes estaban haciendo esto en el Valle de San Fernando, se estaban celebrando reuniones similares en la ciudad de Los Ángeles, reuniones que no coordinaban ustedes sino la eMe.
─Mira, yo tengo cuidado de no pronunciar ese nombre. No lo uso.
En California no se nombra a la eMe. Ni a sus soldados, elegidos de entre los miembros de las pandillas sureñas para que ejecuten órdenes y se manchen las manos matando por la Mafia. Ni a sus carnales, los verdaderos miembros de esta pandilla de pandillas, elegidos en secreto por el resto de carnales de entre los pandilleros más influyentes y de trayectoria más firme en el Sur del Estado. Al igual que sucede en muchas comunidades salvadoreñas, donde a los pandilleros de la Mara Salvatrucha o del Barrio 18 se les llama tímidamente “los muchachos”, para no incomodar, para no invocarlos con la palabra, en Los Ángeles a la Mafia Mexicana y sus hombres se les llama con respeto reverencial “los Señores”, o se elude directamente hablar de ellos.
─No lo usemos, ok.
─Había una diferencia. No quiero parecer un fanático religioso pero sí, soy un fanático. Por esto sigo aquí, en esta labor, 22 años después. Aquí sigo, en el filo de la navaja, todos los días. Mirá, yo no le digo a la gente todo lo que hacemos… -Blinky baja la voz, como diciendo un secreto- porque se celan. Es triste, man. Acá en Los Ángeles el gobierno quiere poner lo que hacemos en una cajita, con un lazo, y lo quiere vender… Porque en estos días este trabajo se ha vuelto bien sexy. Pero esto es una obra, man. Y requiere el sudor de la frente.
─¿Cuál es la diferencia con lo que pasaba en la ciudad de Los Ángeles?
─Lo de aquí (el Valle de San Fernando) para mí era un milagro. Suena sencillo, pero no lo es. Ellos sabían que a mí me mataron a mi hijo y que era un hombre íntegro. Y teníamos el apoyo de dos iglesias: una popular, de calle; y otra grande, la Church on The Way. Sin firmas, sin contratos… Lo que estaba pasando aquí tenía la mano de Dios.
─¿Y lo de Los Ángeles no?
─Allí era diferente programa.
─¿Y por qué terminaron las reuniones de Pacoima Park?
─Ya habían pasado tres años y para seguir adelante necesitábamos fondos. Y estaba el cansancio, man. No había instructores, no había trabajos que ofrecer a los vatos, no había dónde meter a esa juventud y a los adultos para ir a escuelas… Y estaba de por medio la política, porque ellos estaban viendo todo desde la cárcel. Ellos saben siempre más que la gente aquí fuera.
A Blinky le gusta dramatizar con el cuerpo y la voz cuando habla. Más que decir la última frase la ha susurrado. Pero cuesta no creerle. Es decir, uno considera la posibilidad de que parte de que lo que dice no sea cierto o incluya imprecisiones, pero cuesta imaginar que esté mintiendo, que no crea sus propias palabras. Habla de forma apasionada y en su español con acento estadounidense se confunden identidades y argots. “Vatos”, “madrecita”, “commodities”. Se recuesta en la silla y se coloca las manos tras la cabeza. A los 58 años es tan corpulento que sus brazos parecen demasiado cortos para haber sido los de un luchador. De repente se lanza de nuevo hacia adelante, para seguir hablando.
─Mirá, yo no soy tan pendejo como para no saber que estaban pasando otras cosas, pero esos no eran mis asuntos. Mi asunto era parar la violencia. Es como una batería: tiene un polo positivo y otro negativo… ¡pero produce energía, man! La cosa era cómo parar la violencia, cómo hacer que las madres del barrio pudieran dormir bien por la noche, por el barrio, por la raza latina. Cuando empezamos a ver elementos externos tratando de usar lo que nosotros estábamos haciendo dejamos de hacer las reuniones, pero seguimos haciendo el trabajo. Entonces fue que nos convertimos en una ong.
─En el 95.
─Es complicado, porque es gente a la que rechazan adonde vayan: “No valen nada”, “Ustedes son una bola de piratas de cualquier mar”, “Y sus padres igual”… Y está el interés económico: en este país hay muchos que quieren llenar las cárceles, porque las cárceles son privadas, y cobran 55 mil dólares al año por tener a alguien ahí. Ahora la cárcel está en el stock market y han hecho de las vidas un commodity.
─¿No exageras?
─Mira lo de Columbine… Dos chicos entran en el campus y pam, pam, pam… Cuando eso mismo pasa en el barrio, en los noticieros todo es “Mira a estos animales”, “Mira a estos hijos de todos sus… ¿Dónde están sus padres?”. Y por balacear a alguien en el brazo te dan de 25 años a cadena perpetua. Y mira Columbine: estos vatos lo planearon, bien planeado… Entraron en una escuela. Y mataron a gente. Y en la televisión todo era “¿Qué pasó con ellos?”. Y música bien blanda… “¿Por qué pasó esto? ¿Qué podríamos haber hecho nosotros por evitarlo?” Como con el otro que en Arizona atacó a una congresista: “Oh, What did We do wrong?”
***
Ernesto Deras tiene el semblante de los que se toman todas las cosas en serio. Aunque poco después del fin de las reuniones en Pacoima Park dejó de ser palabrero de la Fulton y un año después se calmó y dejó los negocios de la Mara Salvatrucha, todavía camina erguido, casi tenso, como si de sus tiempos del batallón Belloso le hubiera quedado el gesto, o como alguien cuya vida depende de no botar plante, de demostrar que todavía es un hombre firme.
En realidad, así es. Nos recibe en una sala de reuniones en las oficinas de Comunity in Schools, la ong que Blinky Rodríguez fundó cuando fracasó la tregua. Ernesto trabaja aquí desde 2005. Blinky volvió a convencerle. Su tarea es asesorar a jóvenes en riesgo e intervenir cuando hay actos de violencia en las calles, hablar con los palabreros para evitar venganzas, alimentar el diálogo ahora que no son tan habituales las reuniones en parques. Y para eso necesitas que los barrios sepan que tu nombre es Satán y te sigan teniendo respeto. El que fue su supervisor hasta hace unos meses sabía de eso: era Danilo García, Big D, que murió el pasado junio de cáncer.
Ernesto se sienta frente a la mesa y saluda. Es cordial, pero no ablanda la mirada. Clava los ojos en la grabadora aún apagada y nos aclara que ha tenido malas experiencias con periodistas antes. Que unos le han achacado crímenes de guerra y que otros han usado fuera de contexto sus palabras para justificar cosas que no son ciertas. Nos damos por enterados.
─Oíme, ¿por qué se jodió el acuerdo del Valle de San Fernando?
─Mirá, durante un año hubo tregua. Las cosas se dialogaban. Y todo funcionó bien durante un tiempo. Pero en el 94, poco a poco, Blinky y Dano (Big D) se salieron de ahí porque ya no querían meterse en política, por decirlo así. Ya esto no se estaba viendo bien y ellos retrocedieron. Y ya las únicas reglas que quedaron eran prohibir los drive-by y no hacer jales con jefitas (matar a las madres de los pandilleros). Pero la mayoría de cosas volvieron a ser como antes. Lo único es que ahora si querías matar a alguien tenías que bajarte del carro y después pegarle.
─Lo de los drive by fue una norma que impuso la eMe. ¿La tregua del Pacoima Park pudo hacerse sin el aval de la eMe?
─Es muy difícil, muy difícil. Para que llegue a suceder lo que sucedió en ese tiempo… Es muy difícil algo por el estilo a menos que ellos den una autorización, porque casi todas las pandillas tienen un respeto, un temor hacia esta gente, ¿me entiendes? No pueden hacer nada mientras no sea bajo la mano de ellos.
“Esta gente”. “Ellos”. De nuevo el temor a nombrar a la Mafia Mexicana. De nuevo la sensación de que en Los Ángeles todo el que tiene alguna relación con las pandillas se siente observado y amenazado desde la cárcel.
─Ernesto, ¿por qué se teme a la eMe?
─No es que se le tema… Es más como un respeto. Desde el momento en que quieres ser pandillero en el área de Los Ángeles automáticamente tienes que ser Sureño, llevar el trece. Y al hacerlo estás aceptando las reglas. Aceptas quién está encima de ti.
─Y aceptas que te enciendan luces verdes, como a la Mara Salvatrucha en los 90.
─En esos días, ya al ver lo de las luces verdes nosotros nos encendíamos y decíamos “que venga lo que venga”. Pero cuando se trata de cumplir reglas no se piensa en los homeboys que están afuera, sino en los que están adentro, porque digamos que hay unos cinco homeboys de la Mara en una prisión y unos 200 en contra suya, ¿qué vas a hacer? Hay que hacerle huevos acá afuera, por los homeboys que están torcidos.
***
A comienzos de los 90 la Mafia Mexicana era ya mucho más que una pandilla carcelaria. Desde sus celdas pero apoyados en los carnales que salían libres, los principales líderes de la organización extorsionaban a pequeños comerciantes de droga o ya administraban sus propios negocios de venta de crack y heroína.
Ademas, el tributo de las pandillas sureñas estaba prácticamente generalizado. Cada clica y cada pandilla aportaban según su tamaño y la importancia de sus negocios. Como en una espiral que asfixiaba cada vez más a las pandillas latinas, a medida que estas crecían y se involucraban en delitos más graves y lucrativos, más debían pagar y mayor era el poder de coacción que la eMe ejercía sobre ellas. Cuando te arriesgás a una condena de 20 años, tener aliados en la cárcel es mucho más necesario que cuando sos un ladronzuelo que solo teme pasar unos meses entre rejas.
Aun así, miembros retirados de la eMe han admitido durante los últimos años que a comienzos de 1992 la Mafia Mexicana quería consolidar de forma definitiva su control sobre las calles, y el rumbo lo iba a marcar uno de sus carnales: Peter Ojeda.
En enero de ese año Ojeda, al que todos conocían como Sana, convocó a todas las pandillas sureñas del condado de Orange, al sur del condado de Los Ángeles, a una reunión en el parque El Salvador, de la ciudad de Santa Ana. Una vez allí, ante cerca de 200 homeboys, se subió a lo alto de las gradas metálicas de la cancha de beisbol y les arengó en contra de los traficantes de drogas que hacían dinero en las esquinas y comercios del condado sin ser Sureños. Hay grabaciones de aquel encuentro, que lo muestran aquel día diciendo: “Este es su barrio. Ustedes mueren por su barrio. Y ellos deberían pagar por vender drogas en su barrio. Deberían pagar un impuesto”.
Ojeda se acababa de convertir en el primer líder de la Mafia Mexicana que ordenaba a las pandillas de su zona de influencia extorsionar a los comerciantes mexicanos de droga que operaban en territorio sureño.
Después, habló en defensa de la identidad latina frente a las pandillas negras del Sur de California, mostró un documento escrito y les anunció que desde aquel momento quedaban prohibidos los drive-by contra miembros de la raza. Quien rompiera esa regla sería castigado igual que un soplón o un violador.
A muchos de los palabreros presentes les costó entender lo que estaba diciendo aquel hombre de 49 años que vestía una camisa de cuadros tan grises como su cabello. Ojeda era un pandillero veterano, un viejo miembro de F-Troop, la pandilla más fuerte del condado, y tras pasar por penales míticos como San Quintín, Folsom o Pelican Bay, estaba de nuevo en la calle, desde donde controlaba negocios de venta de droga y alimentaba su adicción a la heroína. Todos le conocían. A él y a su reputación como uno de los primeros y más letales integrantes de la Mafia Mexicana. Pero lo que decía no acababa de tener sentido. Nunca hasta ese momento la eMe se había distinguido por ser especialmente pudorosa en las formas a la hora de matar.
Ojeda siguió celebrando reuniones similares durante los meses siguientes y fue doblegando cualquier resistencia a su mandato amenazando desde la cárcel con el puño de la eMe. Además, los disturbios por la sentencia del caso Rodney King fueron un chorro de gasolina sobre su encendido mensaje de reivindicación racial, que entre líneas era un llamado al combate de los latinos contra las pandillas negras. El mes de agosto, Ojeda logró congregar en el Parque El Salvador a más de 500 pandilleros.
Otros miembros de la Mafia Mexicana comenzaron a convocar a reuniones similares en los condados de San Diego, San Bernardino o Los Ángeles. El 18 de septiembre de 1993, el carnal de la eMe Ernest Castro, conocido como Chuco, miembro de una vieja pandilla del este de Los Ángeles llamada Varrio Nuevo Estrada, llegó a reunir a aproximadamente mil pandilleros en Elysian Park, a apenas una cuadra de la sede de la Policía local. Los periódicos reportaron la noticia y cronicaron cómo los organizadores revisaron a los asistentes uno por uno para asegurarse de que no portaban armas y les hacían levantarse la camisa para comprobar por sus tatuajes que realmente eran miembros de una pandilla sureña. Públicamente, miembros de las pandillas involucradas dijeron que el acuerdo de suspender los drive-by era el inicio de una tregua entre ellas.
Los pandilleros se sentían respaldados por la eMe para incrementar su control sobre el territorio mediante el impuesto a los vendedores de droga, pero en realidad se estaban adentrando más y más en la telaraña de tributos de la Mafia Mexicana.
Al mismo tiempo, la Policía de Los Ángeles insistía en denunciar que era consciente de que lo que parecía un llamado a reducir la violencia en las calles era en realidad una maniobra estratégica de la eMe para, mediante la imposición de nuevas reglas, aumentar su control sobre las pandillas sureñas. Además, evitar los drive-by reducía el riesgo de que en un tiroteo hubiera víctimas no pertenecientes a pandillas, y contribuía a que una menor presencia policial. La paz es buena para el negocio de venta de drogas. El teniente Sergio Robleto, jefe del departamento de homicidios del Sur de Los Ángeles, llegó a declarar a Los Ángeles Times: “Estoy a favor de la paz, pero lo que estamos viendo es en realidad el comienzo del crimen organizado”.
La eMe estaba reservándose la potestad de regular las rutinas profesionales del sicariato. Para matar, para hacer una pegada ahora un pandillero tendría que parquear el carro. No era cuestión de evitar muertes, sino de imponer a los pandilleros una nueva regla de tránsito.
Ernesto Deras recibió la orden en 1994 y la transmitió al resto de la Fulton. Fue una de las últimas órdenes que dio como pandillero activo: “La cosa es que el carro no fuera en movimiento. Podías tirar desde el carro detenido. Si no podías bajarte, podías hacer lo que tenías que hacer e irte. Esto evitó muchas muertes que nada tenían que ver con pandillas.”
Aunque durante 1993 la actividad pandilleril pareció reducirse en zonas tradicionalmente violentas como el Este de Los Ángeles o Pico Rivera, las cifras policiales confirman que la supuesta tregua impulsada por la Mafia Mexicana nunca llegó realmente a serlo. En 1993 la cifra de homicidios relacionados con pandillas se redujo ligeramente en el condado de Los Ángeles -724 frente a los 803 registrados en 1992-, pero en los dos años siguientes repuntó de nuevo hasta los 807 cometidos en 1995. Variaciones ligeras en todo caso, casi imperceptibles estadísticamente de no ser porque en esos mismos años la cifra total de homicidios en el área sí iba en descenso. En 2001 las muertes relacionadas con pandillas llegaron a suponer un 54.9% del total en el condado de Los Ángeles.
Al mismo tiempo, la Mexican Mafia se alimentó de aquellos encuentros para entrar en una nueva etapa de relación con las pandillas sureñas para consolidar sus negocios de extorsión y comercio de drogas, pero en Los Ángeles cualquier pregunta sobre los negocios de la Mafia Mexicana se encuentra con el silencio del miedo. Nadie sabe con certeza qué tan grande es hoy la organización.
El palo y la rama
Estamos sentados en una pequeña salita de este hostal, intentando cazar la furtiva señal de Internet que viene y va. Se trata de un pequeño lugar para mochileros en medio del Downtown de Los Ángeles, que parece haber sido decorado muy meticulosamente bajo una sola directriz: si algún objeto tiene colores chillones y es muy feo, ponlo dentro. Las lámparas de la pared están sepultadas en flores de plástico y las sillas tienen la forma de manos inmensas, diseñadas para sostener el trasero del visitante.
El hostalito queda justo entre el pasado y el futuro del centro angelino: unas cuadras hacia el este se apretujan los carritos de hot dogs y tacos callejeros; los tenderetes latinos, bulliciosos y saturados de baratijas; los homeless que duermen en las aceras hasta el medio día, y los chicos con apariencia de cholos que se agrupan en las esquinas. Unas cuadras hacia el oeste los inversionistas remodelan edificios para adaptarlos a los exigentes gustos de una nueva generación de profesionales exitosos; comienzan a abrirse clubs nocturnos de moda, donde las chicas rubias hacen largas colas con sus zapatos caros para conseguir mesa. El centro de Los Ángeles se está transformando y los personajes de dos mundos distintos se mezclan cada día alrededor del hostalito kitsch en el que ahora intentamos hacer una llamada desde Skype.
Durante los últimos días hemos tenido varios encuentros con Ricardo Montano, el Hipster, un palabrero de la Mara Salvatrucha en Los Ángeles al que conocimos casi por casualidad y que se ha mostrado muy interesado en que tomemos nota de que los mareros californianos no miran con buenos ojos lo que sus pares salvadoreños están haciendo «allá abajo». Asegura que pocos homies gozan de tanto respeto como él en Los Ángeles y no ha tenido problema en que lo grabemos despotricando contra la manera en que los que llevan palabra en El Salvador están conduciendo la pandilla.
No solo eso. El Hipster nos ha prometido presentarnos a los palabreros de otras clicas que están interesados en darnos su opinión sobre la tregua pactada recientemente, en El Salvador, entre la MS-13 y la Eighteen Street. Le estamos llamando para acordar el lugar y la hora.
Al fin conseguimos enlazarnos, pero el Hipster suena diferente. Esta mañana ha recibido una llamada desde la cárcel de Ciudad Barrios, cuartel general de la MS-13 en El Salvador, y le habían hablado muy mal de El Faro. El dicharachero y amigable tipo con el que habíamos estado conversando los días anteriores ha desaparecido. Ahora tiene un tono amenazador. Nos queda claro desde un inicio que no habrá ninguna cita con sus homeboys.
─Vaya, mirá, la onda es que ustedes no me habían dicho que ustedes tenían pedo con los locos de abajo. Yo les hice el paro de hablar con ustedes y no quiero tener pedo por eso.
─A ver, Ricardo, ¿Qué te dijeron?
─La onda es que yo ni siquiera le dije al loco de qué medio eran ustedes, solo le dije que iba a hablar con unos periodistas de El Salvador y él me dijo que seguro eran de El Faro y que ustedes tenían sacados del cuadro a los locos de allá abajo, que habían dicho unas mierdas… La onda es que yo no sé qué pedo. Solo les digo una onda: yo sé que ustedes viven allá y que yo estoy aquí, pero si a mí me meten en pedos yo también puedo hacer cosas allá abajo.
Nos acabamos de enterar de dos cosas: la cúpula de la Mara Salvatrucha en Ciudad Barrios ha dejado saber a sus huestes que los tenemos sacados del cuadro, indispuestos, enojados, encabronados; y que este señor no se anda con tonterías para amenazar. Acordamos encontrarnos con él para arreglar las cosas cara a cara.
Unas horas después nos vemos en el parqueo de un Burger King. Nos saluda con un abrazo de medio lado y nos pide que sigamos su carro hacia un restaurante salvadoreño que él conoce. Nos volvemos a subir a nuestro Mazda alquilado. A medida que conducimos nos queda claro que el dichoso restaurante está dentro del territorio controlado por la clica del Hipster.
Dobla hacia el interior de un callejón estrecho que conduce a la puerta trasera de un local. Parqueamos junto a él y entramos en el lugar. A estas alturas la imaginación ya se ha echado a volar y cada uno, en secreto, está convencido de que hemos caído en una trampa.
Era el efecto deseado. Dentro del restaurante no nos aguarda ninguna celada, y el Hipster se destornilla de risa por nuestra cara de susto. “Ustedes creen que los traigo encaminados, jajajajajaja… No hombre. Si hubiera querido hacerles algo, ya lo hubiera hecho”, y se sigue cagando de risa.
Al final, el asunto se arregla más fácil de lo esperado: si hace dos días nos pidió explícitamente que lo citáramos mencionando su nombre, su apodo y la clica a la que pertenece -porque él es un homeboy con palabra y él no tiene que pedirle permiso a nadie para decir lo que le salga de los huevos-, ahora nos pide discreción y nos hace prometer que cambiaremos su nombre y su apodo, y que no mencionaremos su clica. Por eso Ricardo Montano es un nombre ficticio.
***
La relación entre los pandilleros de California y los de El Salvador ha cambiado profundamente desde que los primeros homeboys de la Mara Salvatrucha y del Barrio 18 fueron deportados a Centroamérica a finales de los 80 y 90. Los primeros bajados vivían pensándose en Los Ángeles. Pese a la distancia geográfica, aquellos que levantaron clicas de su pandilla lo hicieron intentando respetar los lazos de jerarquía y los códigos de “allá”.
Luego vinieron otras generaciones y ambas pandillas entraron en un proceso de expansión virulenta. No es extraño que la mayoría de deportados pertenecieran a aquellas pandillas que tras romper con el racismo chicano habían abierto sus puertas a guatemaltecos, salvadoreños y hondureños. El modo de vida y el carisma que irradiaban esos bajados atrajeron rápidamente a cientos de jóvenes que se brincaron en masa a los dos barrios y los hicieron mayoritarios. A la región también llegaron deportados miembros de otras pandillas sureñas como White Fence o Playboys, pero se hicieron casi invisibles ante el rapidísimo crecimiento de la MS-13 y la 18. Si Los Ángeles era un abanico amplísimo de pandillas, Centroamérica se volvió bipolar.
En 1993 las distintas clicas de la Mara Salvatrucha en El Salvador, conscientes de su nueva dimensión, se reunieron para tomar decisiones importantes en una especie de asamblea general que tuvo lugar en el estacionamiento del parque nacional “La Puerta del Diablo”. Aquella reunión cambiaría la historia de la Mara en Centroamérica y, a largo plazo, en Estados Unidos.
Hasta ese momento, cada vez que un homeboy fundaba una clica, por ejemplo, en Sonsonate, la bautizaba con el nombre de su propia clica en Los Ángeles. Por eso un montón de muchachos sonsonatecos aún hoy se consideran de la Normandie, o de la Hollywood. En aquella reunión se autorizó que las nuevas clicas fueran bautizadas con nombres locales, y así surgieron células como los Teclas Locos Salvatruchos, surgidos en Santa Tecla; o los Iberia Locos Salvatruchos, en la colonia Iberia de Soyapango. Fue el primer gesto de autonomía guanaca. Y era también el origen de un conflicto.
En los años siguientes, cuando un muchacho que se había brincado a la Mara en El Salvador migraba a Estados Unidos y buscaba refugio en la pandilla, los mareros angelinos le explicaban que en Los Ángeles no existía ninguna filial de la Teclas Locos, por ejemplo, y que tenía que volver a ser sometido a la golpiza bautismal para ser admitido en una de sus clicas. Del mismo modo, si en aquel grupo ya había alguien con su taca –su apodo pandillero-, el recién llegado tenía que resignarse a buscar una nueva. Así, el que llegaba a Los Ángeles siendo el Shadow de la Teclas Locos, podía terminar siendo el Goofy de la Leeward.
En justa respuesta, los pandilleros en eE Salvador también fueron perdiendo el respeto a los deportados que siguieron llegando. Cuando uno de estos aparecía en una clica, altivo, reclamando un lugar de autoridad por su condición de californiano, los locales le explicaban que no señor, que eso ya no era así, y lo obligaban a someterse a las normas y jerarquías salvadoreñas.
El Hipster vivió en primera fila aquel conflicto noventero. Aunque nació en El Salvador y lleva cerca de 20 años indocumentado en Los Ángeles, se considera californiano, y para los pandilleros de su país natal reserva un descuidado “los de allá”, o “los locos de abajo”, o simplemente “los salvadoreños”.
─Hay muchos locos que llegaron deportados a El Salvador y que los mataron los mismos locos de allá.
─¿Por llegar muy felones?
─Simón. Eso creó, tipo 98, 99 y 2000, una mini guerra entre nosotros, porque a los que venían de El Salvador para acá también los reventábamos acá. Y muchas veces eran buenos soldados que traían ganas de aportar.
─¿Entonces hubo gente que vino a Los Ángeles y que aquí se encontró una bronca sin saber por qué?
─O sea que a veces llegaban a una clica queriéndose brincar y con el simple hecho de decir que venían de allá ya era motivo para que el que los recibía… no directamente los iba a matar, pero sí darles verga o no recibirlos en la clica, por el simple hecho de venir de allá. Se recibía mejor en ese tiempo a un civil que viniera de allá, pasmado, chúntaro, indio, paisa… que a uno que ya fuera miembro, por lo que estuvo pasando. Ahorita eso ya no pasa.
─¿Y cómo se calmó esa mini guerra?
─Eso se habla. Por ejemplo, cuando uno ya mira que eso está perjudicando, porque al final de cuentas somos homeboys, entre nosotros mismos no es difícil llegar a un acuerdo, porque siempre hay alguien con quien podés hablar.
***
Al Hipster lo conocimos en medio de un atestado restaurante salvadoreño. Justo un día en el que por enésima vez la selección de fútbol de Honduras derrotaba a la de El Salvador en un partido trepidante… o que al menos le resultaba trepidante a la hinchada salvadoreña que había colmado aquel lugar.
En la ciudad de Los Ángeles las cervezas Regias de litro o las Pílsener, o las pupusas de queso con loroco o los cócteles de conchas dejaron de ser productos nostálgicos hace rato. Desde antes de que en 2004 entrara en vigor el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y El Salvador.
Aquella tarde las meseras no eran suficientes para atender a la clientela y pasaban apuradas, arrastrando un montón de miradas y de piropos, con bandejas llenas de cervezas guanacas y de pupusas recién hechas. En una esquina, con los ojos fijos en el televisor, estaba Ricardo Montano vociferando consejos técnicos, maldiciendo a algún defensa.
Estaba parado justo al lado de la única mesa vacía del lugar y parecía custodiarla. Cuando nos vio el gesto de rapiña, nos invitó a sentarnos. En ese momento no lo sabíamos, pero Ricardo Montano no estaba ahí para ver el fútbol. Estaba trabajando. Nos sentamos los tres y nos enzarzamos en un debate futbolero que, según nosotros, era de alta factura técnica. A dos mesas de distancia, el único hondureño en el lugar aprovechó un error en la zaga salvadoreña para pronunciar una ligera burla. Se hizo un enorme silencio. Hasta que alguien se animó:
─¡Mirá hijuelagranputa: la Casa Catracha está allá a dos cuadras, este es un restaurante sal-va-do-re-ño. ¿Por qué no te vas a decir pendejadas allá?!
Y el lugar entero explotó en carcajadas y en insultos, que el hondureño recibió partido de risa. Era un conocido del lugar, amigo de todos en aquel sitio. Solo eso explica por qué salió de ahí gozando de toda su dentadura.
La broma rompió el hielo y Ricardo terminó contándonos cómo llegó a Los Ángeles y cómo su historia se fue complicando. Nos explicó que a los 13 años se había enrolado en una pandilla, y como quien dice una bobada nos contó que esa pandilla se llama la Mara Salvatrucha. Antes de que siguiera despachándose la vida le advertimos que éramos periodistas y que estábamos en la ciudad justo buscando pandilleros. Se le iluminó la cara y decidió probar su punto: en medio de aquella multitud Ricardo Montano se levantó la camisa para mostrarnos unas enormes letras azules que tatuaban su cuerpo: MS. La clientela y el servicio miraron para otro lado y ahí mismo supimos que aquel señor no era un pandillero cualquiera, que al menos era uno con la suficiente confianza para levantar su bandera en público. Uno que se sabía temido.
En el oficio de periodista se aprende que nadie te regala su historia solo porque sí. Que quien cuenta el cuento de su vida quiere que se sepa algo, que se diga algo, que algo quede escrito. Ricardo Montano quería que supiéramos que en Los Ángeles él es alguien importante para la Mara Salvatrucha y quería que dijéramos lo que él piensa sobre cómo está siendo dirigida la pandilla en El Salvador. Quedamos de reunirnos al día siguiente para conversar.
Nos vimos en el mismo sitio, que sin partido de la selecta lucía desierto. Éramos los únicos en el restaurante y Ricardo Montano, que ya se había presentado como el Hipster, nos advirtió que tendríamos que interrumpir la entrevista unos segundos para que pudiera atender a una clienta. Es vendedor de droga.
La clienta había quedado en encontrarse con él en el parqueo del local y mientras ella llegaba Hipster nos mostró el producto: una bolsita pequeña de ziploc con un conjunto de piedritas transparentes dentro, como pequeñas astillas de vidrio. Una droga que está causando furor en Los Ángeles y que algunos carteles mexicanos comienzan a producir masivamente debido a que su elaboración y su traslado implican mucho menos riesgo en comparación de las voluminosas marihuana y cocaína. El producto se llama cristal y el Hipster sacó un pequeño fragmento y jugueteó con él mientras nos daba una cátedra sobre cómo usar esta droga.
─Mirá… ¿y no creés que se pueden molestar los dueños del restaurante porque saqués eso?
─ (Con el rostro cambiado, como si le preguntaras al Papa si Dios existe) ¿¡Y qué putas van a decir!? Si ellos bien saben que no tienen derecho a opinar nada, que si abren la boca ya saben lo que va a pasar.
Salió a despachar a su clienta y volvió abanicándose con un puñado de billetes: “Vaya, 180 dólares en un ratito, jejejeje… vaya pues, pregúntenme ondas”.
***
“En Los Ángeles la Mara, simón, está loca, mantiene la misma reputación, pero las acciones que se hacen en El Salvador no se hacen acá. El estilo en que se cometen allá no es el mismo acá.
Aquí en los Estados Unidos, debido al sistema judicial, tenés que actuar con más cautela, aquí se agarra escuela, clecha, para hacer las cosas. Aquí no se hace un jale o una pegada hasta que uno no está seguro de que la va a librar sin poner en riesgo a nadie, porque aquí te dan años como darte dulces. No es como allá, donde el 90% de acciones queda impune.
Cuando vienen homeboys de allá abajo vienen acelerados, porque vienen acostumbrados a hacer pegadas, ondas, sin ver consecuencias. Se les hace difícil adaptarse acá. Yo he estado varias veces en El Salvador. No es que estén más locos ellos que nosotros, sino que tener más libertad para operar, para hacer las cosas, te da confianza y eso es lo que aquí no podés tener. Aquí hay un sistema de respuesta mucho más rápido, diez a uno comparado con El Salvador.
Como te digo, no es que estén más locos, sino es que, simón, hay locos de allá que vienen con dos o tres calaveras, huyendo porque han reventado gente allá abajo. A veces uno tiene que controlarlos. Hay muchos locos que solo viniendo de allá ya están haciendo tiempo en la cárcel, como uno de (la clica) San Cocos, otro de Prados de Venecia que están torcidos porque vinieron acelerados. Como te repito la diferencia de los locos que vienen de allá para acá es que quieren venir a aportar y quienes van de aquí para allá se quieren ir a calmar.
Nosotros estamos en la misma sintonía con El Salvador, solo que el programa es diferente. Como por ejemplo eso que están usando allá abajo los locos de que si alguien no está activo o no está colaborando con el barrio le están poniendo básicamente una cuota. Básicamente se le está poniendo una renta al que no está activo.
Hay cosas que acá nosotros no respaldamos, pero allá en El Salvador hay homeboys que corren el programa a su manera. Cuando uno habla con ellos de aquí para allá, los locos algunas veces se te rebelan en el aspecto que dicen: “Ustedes no están aquí, nosotros corremos el pedo aquí y ustedes corren el pedo allá”. Nosotros no estamos de acuerdo en que los homies deportados que llegan a El Salvador tengan el deber de aportar allá cuando ellos van de aquí de hacer tiempo en la cárcel y que tengan que ir a someterse a las exigencias de los locos allá… ¡No!
Allá está la clecha de que si traés las dos letras sos de la Mara y por lo tanto tenés que aportar y someterte al programa y que si no aportás te quitan. Ahorita básicamente es la ley de la cárcel. Estos locos de los tabos tienen a los bichos afuera cobrando renta para que los estén manteniendo a ellos y quieren que les manden la feria a la brava y los bichos no pueden agarrar ni diez dólares, porque si el loco de la cárcel se da cuenta de que se lo quitaste, te manda a pegar.
Lo que pasa es esto: los locos te amenazan, te dicen: “simón, ya sabe, hijueputa, que cuando venga aquí lo vamos a mirar, lo vamos a esperar.”
La desventaja es que si no estás de acuerdo con lo que están haciendo en El Salvador es poco lo que se puede hacer, porque no siempre respetan tu palabra, aunque seás un homeboy con palabra. Está el caso de un homie deportado para Sonsonate, que era un loco pegador, con palabra. Salió de la prisión, lo deportaron y la clica que estaba ahí en Sonsonate le estuvo cobrando renta a él y a su mamá. La señora tenía su tiendita, ¿ves que allá la gente acostumbra a tener tiendita en su casa? Entonces el homie llamó desesperado para decir: “¿Qué ondas con estos hijos de puta? A mi jefita le están cobrando renta y me vinieron a amenazar”. Nosotros llamamos de aquí para allá y no quisieron tomar en cuenta lo que dijimos… En un 80% de los casos hay respeto, pero en el otro 20% les vale verga.
En el aspecto de conocer sobre el barrio, sus orígenes, sus políticas, nosotros tenemos más clecha, pero en el aspecto de huevos, de valor, de palabra, ellos tienen mucho conocimiento sobre eso. Esa es la diferencia de la Mara de El Salvador y miembros de la Mara aquí en L.A. nosotros tenemos gente loca, simón… pero con los huevos que aquellos locos allá, unos pocos. Decididos a morir por el barrio, como allá, unos cuantos…
Quiero que quede claro que mucha gente que vino huyendo de la guerra de El Salvador para acá en los 80, 90 tiene una ideología respecto a la MS-13 diferente a la que tienen segunda y tercera generación como la de hoy. La generación de hoy, en su ignorancia, dicen que aman las letras: “Yo estoy loco por la bestia, por La Mara, las dos letras yo represento, la M y la S”; pero ellos se están dejando llevar por sus emociones, porque no saben los orígenes, el principio. No podés querer algo que no sabés lo que es, y no podés morir representando algo que no tiene sentido para vos. Básicamente ahorita lo que ha pasado es que… “Mi primo y mi hermano eran de la Mara, o mi colonia es de la Mara y entones yo me voy a meter”… diferentes motivos. Tal vez quieren respeto, no tienen mamá, papá, están pobres, están solos, quieren alivianarse.
Con los cabecillas en El Salvador tenemos contacto. Cada clica de acá tiene uno o dos miembros deportados o presos en El Salvador; entonces nosotros nos damos cuenta a través de ellos. Ahora: estos locos de allá no están en la obligación de comentarnos a nosotros nada de lo que ellos quieran hacer en El Salvador, como nosotros no estamos en la obligación de decirles a ellos nada de lo que hacemos nosotros en L.A. Pero tienen que entender algo: nosotros somos el palo y ellos son una rama y están conscientes. En L.A. comenzó y se creó y es algo que no les gusta, pero nosotros somos el palo y ellos la rama.
Algo en la Mara está cambiando…
Este año el sistema de inteligencia de la PNC entregó a El Faro un cuadro con imágenes de la estructura jerárquica de la Mara Salvatrucha en El Salvador. Se trata de una lámina de Power Point titulada “Ranfla Nacional pandilla MS13” en la que aparecen 45 rostros, que según la policía constituyen la crema y nata de la elite marera en el país. En la cúspide de esa estructura aparecen Borromeo Enríquez Solórzano, El Diablito, de la clica Hollywood Locos y Ricardo Adalberto Díaz, La Rata, de la clica Leeward Locos, que son presentados como “Líderes Nacionales”.
Tanto El Diablito como La Rata ingresaron a la pandilla en Los Ángeles siendo unos adolescentes. De hecho, en las calles angelinas, al segundo aún se le recuerda como Little Rata, debido a que esa taca la heredó de su hermano mayor, que cayó en las guerras pandilleriles de los 90 abatido por cinco disparos.
A un lado de estos dos rostros la policía ha colocado un pequeño recuadro, el único sin fotografía en la lámina. Sobre el cuadrito sin rostro escribieron: “líder internacional” y abajo se lee: “(a) –de apodo- Comandari”.
Este organigrama parte de la vieja creencia en los organismos de seguridad centroamericanos de que la Mara Salvatrucha es una estructura con unas relaciones de jerarquía férreas, en cuyo trono máximo se sienta una especie de capo capaz de dirigir y de darle cohesión a la estructura.
Resulta que Comandari no es un apodo, sino el apellido de un salvadoreño llamado Nelson Comandari al que la Mara Salvatrucha encendió la luz verde hace años. Es decir que La MS-13 en lugar de obedecerlo más bien quiere matarlo.
Nelson Comandari apareció por las calles de California en los primeros años de este siglo y era un hombre de negocios -negocios no legales- que necesitaba esquinas y pies que movieran su mercancía. Comenzó una relación estrictamente comercial con la Mara; él tenía el producto y los homeboys las esquinas. Pero la posibilidad de mover cocaína no era lo único que hacía atractivo a Nelson Comandari para la Mara. Según varios pandilleros e investigadores -que desde luego pidieron no ser identificados al hablar de este tema- este señor ofrecía también a la MS-13 una conexión muy preciada: su suegro era El Perico, uno de los Señores de la Mafia Mexicana.
Por su herencia salvadoreña, la Mara nunca había conseguido que uno de sus miembros fuera tomado en cuenta dentro de la estructura de la eMe, que exige al menos una gota de sangre mexicana a quienes aspiran a llegar a ser carnales. Mientras que la Mara tenía vetado el paso a las camarillas de poder de la Mafia Mexicana, sus enemigos de Eighteen Street tenían desde hace años a varios de sus miembros ostentando el título de carnal. El vínculo directo de Comandari con El Perico era hasta ese momento lo más cerca que la MS había estado del Olimpo pandillero en California.
Interesados en sus lazos familiares, palabreros de la MS-13 no solo hicieron a Comandari miembro de la pandilla, sino que en poco tiempo le entregaron las llaves del barrio, es decir, lo nombraron corredor general del programa del Condado de Los Ángeles: palabrero de palabreros, un status por encima de los líderes de todas las clicas del Condado.
Pero el matrimonio de conveniencia duró poco. Ocho meses aproximadamente. El padrino de Comandari, El Perico, murió de una sobredosis de heroína dentro de la prisión y, sin su sombrilla, el corredor general perdió influencia. Además, su creciente visibilidad lo colocó en la mira de las autoridades. Al ser arrestado aceptó de inmediato convertirse en soplón del FBI y terminó delatando a varias personas vinculadas con la Mafia Mexicana. Pasó a ser recluido dentro del sistema de Protected Custody, cuyas siglas PC originaron el despectivo peceta que todas las pandillas utilizan para designar a los desertores.
Desde entonces tiene encendida la luz verde y desde entonces el gobierno de los Estados Unidos ha convertido su paradero en un secreto.
Aunque esto ocurrió en 2003, su leyenda sigue generando cuadritos sin fotografía en los organigramas que la policía salvadoreña elabora sobre la cúpula de la pandilla.
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El viernes 13 de abril de este año, en algún lugar de Los Ángeles, la Mara Salvatrucha convocó a una reunión general de palabreros para discutir el “asunto” de El Salvador. California aún se siente con derecho a estar al tanto y a que su voz sea escuchada, y ha recibido como profunda ofensa que los homies en El Salvador ninguneen su opinión en un “asunto” tan relevante. El “asunto” es, por si queda duda, la inédita tregua entre la MS-13 y el Barrio 18 que ha desplomado la tasa de homicidios en El Salvador hasta fondos que no se creían posibles un año atrás.
Es difícil saber lo que se habló en aquella reunión. Los códigos de la pandilla convierten en rata a cualquiera que lo revele. Alguien que estuvo en ese meeting se limita a ronronear con desprecio unas pocas palabras: “Las cosas se van a poner más serias… De todos modos, en Los Ángeles tenemos cosas más importantes que discutir que lo que hacen los locos de allá abajo”.
La policía de Los Ángeles lanzó en las primeras semanas de junio una nueva embestida contra la Mara Salvatrucha y varios homeboys han cedido a la tentación de convertirse en informantes a cambio de protección judicial. Nadie confía en nadie en la calle, a los meetings se entra sin teléfonos y los pandilleros se miran entre sí con recelo. Algo está cambiando en la pandilla y las autoridades estadounidenses parecen saberlo.
El cambio no tiene nada que ver con lo que se esté tramando en El Salvador o en el resto de Centroamérica. Hace más o menos ocho meses, en un hotel de Hollywood, en la sofisticada parte norte de Los Ángeles, Little One, un pandillero, un muchacho de apenas 29 años, de madre mexicana, fue ungido como carnal de la eMe. Aunque en las calles angelinas aún hay homeboys que desconfían de la seriedad del nombramiento y temen que alguien en las cárceles esté tratando de engañar a la pandilla, otros celebran el hecho de que Little One se haya convertido en el primer miembro de la Mara Salvatrucha en ingresar a la Mafia Mexicana.
Vea esta investigación en su versión original difundida por www.elfaro.net