Ley Hinzpeter: Cómo ahogar la participación ciudadana
07.08.2012
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07.08.2012
I.
Durante la primera semana de agosto, José García y Sergio Verdugo, dos insignes representantes de la derecha jurídica, alzaron la voz en diversos medios para defender la denominada “Ley Hinzpeter”. Reclamaron, ambos, que la izquierda jurídica (básicamente, todos quienes se oponen a esa ley) ha aportado con más pirotecnia que argumentos y que el proyecto, si bien perfectible, es necesario. En la misma idea insistió el propio Ministro Hinzpeter. Todos concurren en que hay que agradecer el mensaje presidencial en tanto nos brinda la oportunidad para que podamos, “como sociedad iniciar una conversación necesaria—argumenta el primero de ellos—acerca de cómo fortalecemos y defendemos el derecho de reunión y la libertad de expresión” de quienes generan violencia.
“Tenemos derecho -secunda Verdugo- a discutir una regulación efectiva de la protesta, que sea capaz de equilibrar un justo equilibrio [sic] entre los distintos bienes involucrados”. Hinzpeter confirma: la iniciativa refuerza la libertad para protestar. Garrote y (supuesta) zanahoria, la estrategia: el proyecto es necesario para fortalecer la protesta; el proyecto puede mejorarse, pero debe discutirse y aprobarse.
II.
“Lo que el proyecto hará, de ser aprobado, será solo sumar nuevas restricciones a la protesta, a diferencia de lo que señala el Ministro Hinzpeter».
La necesidad del proyecto se diluye en el escenario político y legal en que se presenta. Los antecedentes muestran que, justo cuando las demandas sociales expresadas por medio de la protesta social alcanzan su punto más alto, y el gobierno, por su parte, sus niveles más bajos de aprobación, éste decide presentar un proyecto de ley para restringir el reclamo de quienes recurren a la movilización, pese al objetivo declarado de las autoridades. Es decir, se trata de una legislación con nombre y apellido: los disidentes políticos.
Para los pocos que delinquen (menos del 0,5% del total de los asistentes a las marchas), y sobre esto hay amplia evidencia aportada por quienes fueron llamados a exponer a la Comisión de Seguridad Ciudadana de la Cámara de Diputados, hay ya disposiciones vigentes.
El escenario legal, por su parte, nos muestra que el derecho a la protesta está lejos de fortalecerse mientras sea un decreto—dictado en dictadura, que descansa en la pura discreción administrativa y con serios vicios de inconstitucionalidad—el que regule su ejercicio. Por ello no es cierto, como dice Verdugo, que con este proyecto se busque cumplir con los estándares del derecho internacional, pues la regulación de la protesta sigue siendo administrativa y no legal. Lo que el proyecto hará, de ser aprobado, será solo sumar nuevas restricciones. Éstas, a diferencia de lo que señala el Ministro Hinzpeter en su columna del domingo 5 de agosto, adolecen de vicios de tipicidad muy similares a los que aquejan al art. 269 del Código Penal (como Francisco Cox anota acá ¿Qué violencia? ¿Qué intimidación? ¿Lugares socialmente valiosos? ¿Incitar, promover, fomentar? ¿Qué autoridad?). La verdad es que la armonía es lo que más se extraña.
III.
El tema de fondo, pues sobre él descansa el proyecto y gira la discusión, es el concepto constitucional de orden público. En el proyecto de ley se afirma que el orden público consiste en “garantizar y asegurar el normal desarrollo de las actividades de todos quienes habitan el territorio nacional, de tal manera que la tranquilidad social sea un continuo en el tiempo, y permita el desarrollo y crecimiento del país y de sus habitantes.” Esta es la concepción en la que insistió el Ministro Hinzpeter, quien aporta con su propio slogan: “espacio público, espacio de tranquilidad”.
«Como ha señalado Roberto Gargarella, quienes protestan demuestran una virtud cívica al interpelar a las instituciones democráticas que, lejos de ser penalizada, debiera aplaudirse. Al final de cuentas, esa interpelación reduce riesgos de corrupción y obliga a las instituciones a mantenerse fieles a sus compromisos».
La comprensión del orden público como tranquilidad puede resultar problemática para una democracia -dejamos para otra ocasión el vínculo que el proyecto establece entre dicha concepción y un modelo económico, cuestión que no es tarea de una Constitución-. Es cosa de echar a volar la imaginación para darse cuenta del sinnúmero de situaciones que podrían afectar “la tranquilidad social,” entre ellas las mismas que reclaman quienes se movilizan: falta de acceso a una educación de calidad, ausencia de canales de participación, precariedad laboral, acceso a bienes básicos, vivienda, etc. En otras palabras, si reclamo porque no hay tranquilidad social voy a ser sancionado penalmente por alterar la misma.
Pensar que el Estado puede restringir derechos de participación cuando crea que, con su ejercicio, puede colocarse en riesgo la tranquilidad (y la producción), abre más espacios a la arbitrariedad que -como afirman los defensores del proyecto- a la delimitación de los derechos involucrados. En definitiva, si el proyecto se analiza en el contexto en que se propicia, pareciera ser que la única tranquilidad a la que se aspira es a la calma que el gobierno desea para implementar sus políticas sin ruidos. El Quijote, acá, no quiere escuchar ni a los perros para complacerse; quiere avanzar en silencio.
IV.
¿Cómo debe comprenderse el orden público, entonces? Una lectura democrática (y no solo una jurídico-formal) del orden público, es una que integra dos factores, ninguno de los cuales es afectado por las protesta a riesgo que el Estado que así lo sostenga confiese su propia precariedad. En primer lugar, el orden público se satisface mientras existan las condiciones “que aseguran el funcionamiento armónico y normal de las instituciones” (Relatoría para la Libertad de Expresión), el mismo que las protestas alientan. De hecho, como ha señalado Roberto Gargarella, quienes protestan demuestran una virtud cívica al interpelar a las instituciones democráticas que, lejos de ser penalizada, debiera aplaudirse (El Derecho a la Protesta: el primer derecho). Al final de cuentas, esa interpelación reduce riesgos de corrupción y obliga a las instituciones a mantenerse fieles a sus compromisos (constitucionales, legales y de campaña).
«La protesta social sirve para que las voces más débiles -esas que no pueden recurrir al lobby o a una llamada telefónica, o que no cuentan con el patrocinio de el duopolio informativo- puedan también ser apenas atendidas».
Segundo, el funcionamiento de dichas instituciones debe respetar el desempeño libre de los derechos políticos (hasta acá llegaba Verdugo), en especial la libertad de expresión y reunión, pilares de la democracia y el autogobierno (que el proyecto prefiere cimentar sobre la propiedad, el emprendimiento y la empresa). A diferencia de lo que sugiere Verdugo (que las voces de los que más patalean se escucharán más fuerte), la protesta social sirve, precisamente, para que las voces más débiles -esas que no pueden recurrir al lobby o a una llamada telefónica, o que no cuentan con el patrocinio del duopolio informativo- puedan también ser apenas atendidas. La protesta, de esta forma, sirve para que todas las voces puedan contribuir a la formación del discurso público, frente al cual, en una democracia el Estado debe responder.
El debate y discusión de proyectos de ley es un muy buen síntoma de la democracia; en esto llevan razón Hinzpeter, García y Verdugo (aunque dicho reclamo debe ser calificado en un sistema híper presidencial y evidencia, al mismo tiempo, una fuerte contradicción con el sector político desde el que hablan, el que se niega a discutir sobre temas como el aborto y el consumo de marihuana). Pero se equivocan cuando sugieren que el único resultado al que debe llevar dicha discusión es al consenso, aprobación o mejoramiento de los proyectos.
Un Congreso también es sensato cuando, frente a legislación con nombre y apellido que busca callar las voces de la minoría excluida del proceso político, rechaza las regulaciones que ahogan la participación ciudadana. Un Congreso opera con fidelidad a los principios democráticos cuando, antes que cerrar las diversas vías de participación, las abre y alienta.