Chilenos que sufren Desorden por Estrés Postraumático
06.07.2012
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06.07.2012
Mi nombre es Víctor Armando Venegas Leiva. Tengo 61 años. En 1973, al momento del golpe de Estado, yo era presidente del Centro de Alumnos de la Facultad de Educación de la Universidad Técnica del Estado y miembro de la Juventud Socialista. También era estudiante de Pedagogía Industrial y hacía clases en la Escuela Industrial Nº 5. Después del golpe de Estado mi nombre fue el primero en la lista de expulsados de la universidad y me negaron la documentación que acreditaba mis estudios.
El 23 de septiembre de 1973, mientras trabajaba en el negocio de abarrotes de mi suegra, en la esquina de Sexta Avenida y Cuarta Transversal, en San Miguel, fui arrestado por tres militares de la Escuela de Infantería. Me llevaron a un retén de Carabineros; fui interrogado acerca de mis contactos y actividades. Además de ser fuertemente golpeado, me amenazaron con detener y golpear a mi novia. Recuerdo que también estaba arrestado un muchacho llamado Luis Piumarta.
Después de varias horas de interrogatorio y maltrato, me tiraron en una camioneta y con los ojos vendados me llevaron a lo que después me enteré era el cerro Chena de San Bernardo. En dicho recinto se encontraba mucha gente. Uno de los detenidos era el obrero de la Maestranza de San Bernardo Waldo Villalobos, que figura en la lista de detenidos desaparecidos. Después fui enviado a la Cárcel de Buin.
Tras dos semanas de prisión fui tirado a un camión con otras personas, unos encima de otros, como animales, con la vista vendada. Después de un rato de viaje empezaron a tirar gente abajo y sentíamos ráfagas de metralleta. Pensé que era el final. Cuando llegó mi turno de una patada me tiraron al suelo. Me quedé inmóvil. Sentí ráfagas de metralleta sobre mi cabeza. Después de un rato sin escuchar ruidos me saqué la venda de los ojos. Había otro hombre conmigo. Nos levantamos y caminamos por campos hasta que vimos un bus. Lo hicimos parar y le suplicamos al chofer que nos llevara a algún sitio donde pudiésemos contactar a nuestros familiares. Nos llevó y nos dijo que estábamos en Buin. Nos dio dinero para una llamada telefónica y nos dejó en Gran Avenida.
Desde octubre de 1973 a marzo de 1974 estuve desempleado y vivía atemorizado de ser detenido nuevamente. El gobierno de Canadá me concedió visa de residencia y pude abandonar el país.
En Canadá logré rehacer mi vida. Llegué a ser socio y director de una franquicia de Bee-Clean, una importante compañía de aseo industrial de ese país. Formé mi familia, tuve una hija, y consolidé una buena situación económica. Pero algo en mí no funcionaba bien. Con el tiempo fui sufriendo cambios bruscos en mi estado de ánimo, accesos de pánico, angustia, episodios de ira sin razón aparente y de desinterés por mis negocios y mi familia. Esto me llevó a perder mi matrimonio. Yo sabía que no estaba actuando correctamente, pero no comprendía qué me pasaba y por qué hacía esas cosas.
En 1998 volví a Chile por la muerte de mi madre. A pesar del cariño de la gente que me recibió, apenas puse un pie en el aeropuerto de Pudahuel me angustié, quería irme, salir arrancando. Me sentía ahogado y no sabía por qué.
Las alteraciones de mi conducta continuaron y me llevaron a tirar por la borda una segunda relación afectiva de la que nacieron dos hijos. Tomé decisiones ilógicas que afectaron negativamente a mi compañía y perdí mis negocios. Entonces busqué ayuda profesional. En 2004 la seguridad social canadiense me brindó asistencia siquiátrica. Los doctores Tong y Aquino (vea los certificados médicos que extendieron) me diagnosticaron Desorden o Síndrome de Estrés Postraumático. Se trata de la misma alteración que sufren los ex combatientes de Irak o Vietnam, muchos de los cuales terminan agrediendo a inocentes o suicidándose. Tal como me lo dijeron los médicos, quienes sufrimos esto somos una verdadera “bomba de tiempo”.
En Estados Unidos se considera tan grave esta patología, que quienes la tienen reciben una atención especial de parte del sistema público. Eso se debe a que ya son muchos los casos en que han provocado tragedias. Por ejemplo, este año en ese país el teniente coronel Robert Underwood, que estuvo en Irak y Afganistán, fue acusado porque amenazó con volar el capitolio del Estado de Washington. El año pasado el sargento David Stewart, un médico de la base Lewis-McChord, mató a su esposa, su hijo de cinco años y se suicidó. Ambos, Stewart y Underwood, habían sido diagnosticados con Síndrome de Estrés Postraumático.
En Canadá, los doctores también me diagnosticaron desorden del sueño y pérdida parcial de la memoria. Gracias a la terapia que recibí allá pude reconstruir los episodios que me provocan el Desorden Post Traumático y que mantuve bloqueados, borrados de mi memoria, durante décadas. Se trata de episodios aterradores que me ocurrieron en el cerro Chena. Al fin, pude recordar que fui víctima de varios simulacros de fusilamiento, que me metieron de cabeza en un tambor con agua hasta que estuve a punto de ahogarme, que me colgaban de los pies por horas y que escuché morir a mi lado a un muchachito que encontró un revólver en el antejardín de su casa y que pensó que era su deber reportarlo.
He vuelto a Chile porque los doctores dijeron que era necesario para “cerrar el círculo”. La última “explosión” la sufrí el pasado 2 de mayo. Ese día me quedé encerrado en el ascensor de una estación del Metro en Maipú. Entré en pánico, me descontrolé y agarré a patadas y cabezazos el ascensor (vea el reporte del incidente que hizo Metro S.A.). Una mujer que iba conmigo se asustó mucho. Le pido disculpas a ella y a Metro.
Quiero dejar en claro que no he recibido ayuda del Estado chileno. Al volver me enteré que estoy fuera de plazo para optar a los beneficios para las personas que sufrieron prisión política y tortura. Pero escribo esto porque quiero que se sepa que así como yo, puede haber muchas más personas que, sin saberlo, sufren de Desorden Post Traumático por haber sido víctimas de torturas y que necesitan asistencia médica.
Este no es un asunto que deba analizarse según las preferencias políticas de cada cual. Es importante que todos -de derecha, izquierda o apolíticos- entiendan que se trata de un problema de salud pública que es grave. Esta es una patología que requiere tratamiento, porque quienes la sufren pueden tener comportamientos muy violentos y autodestructivos. En este momento puede haber muchas personas que son “bombas de tiempo” caminando por las calles y que necesitan terapia. Lo que pido es que el Estado de Chile se ocupe de ellos, porque fueron torturados por agentes del Estado, y les entregue esa terapia.
Por ejemplo, en Estados Unidos existe el Departamento de Asuntos de Veteranos, que asiste a quienes pelearon en Afganistán e Irak. Son más de 150 mil los casos diagnosticados de Estrés Postraumático y, de ellos, 78 mil han recibido el beneficio por discapacidad. Esto incluye atención de salud mental con tratamiento psicológico para los afectados y su familia, y el pago de todos los medicamentos. Además, quienes tienen tendencias suicidas son internados gratuitamente en hospitales especializados hasta que son dados de alta. Luego se les controla por tres semanas para ver que se encuentren bien.
En Chile, he buscado el apoyo de mi antiguo partido para conseguir atención médica y terapia gratuita para quienes sufren esta patología por efecto de la tortura y la prisión política, pero con pena y rabia debo reconocer que no he sido escuchado. Al parecer este problema no les importa. Dirigentes como Camilo Escalona, a quien muchas veces brindé ayuda cuando yo era dirigente universitario, no me han recibido o no han manifestado interés. Sólo algunos antiguos compañeros han sido receptivos a mi inquietud de lograr asistencia para víctimas de tortura que sufran de Desorden Post Traumático.
Finalmente, quiero decir que a pesar de todo lo que he sufrido, de haber perdido a mi familia y de que mi salud ha declinado, al menos me cuento entre los que sobrevivieron y tuve mejor suerte que algunos de mis compañeros, como Rafael Madrid y tantos otros.