Entre la imaginación y la convicción
08.06.2012
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08.06.2012
A lo largo de toda su carrera literaria Carlos Fuentes llevó adelante la vasta tarea de hacer de la invención un instrumento aleccionador de la historia, o al revés, en ese constante juego de espejos que fue su escritura, hacer que las aguas revueltas de la historia entraran en el territorio ilimitado de la invención. Que la historia se leyera como una novela, y viceversa, haciendo que los acontecimientos de la vida pública cumplieran el terrible papel que tienen sobre las vidas humanas, que es el alterarlas y trastocarlas, muchas veces destruirlas, y casi nunca redimirlas. El sistemático capricho del destino vuelto literatura.
La suya fue una tarea ecuménica, y por tanto ambiciosa, libro tras libro, y ningún otro escritor latinoamericano recuerda tanto a Balzac como él, aún en la manera de armar su propia geografía agrupando en un vasto mapa personal, La Edad del Tiempo, los territorios conquistados. En este sentido, siendo un escritor de nuestra modernidad, que él mismo ayudó a crear, fue un escritor que por totalizador parece nacido en el siglo diecinueve, cuando la narración quitaba brazos y piernas a la historia misma, a la antropología, a la geografía, a la demografía, y a todas las demás ciencias sociales, para echar a andar la novela que busca contarlo todo, decirlo todo, interpretarlo todo, y desde los acontecimientos vueltos a relatar, y desde los personajes concebidos como entes incesantes, darle un sentido al pasado, a la vida presente, y aún al futuro. Un sentido que en Fuentes nunca deja de ser ético.
Cuando se publicó en 1958 la primera gran novela de Fuentes, La región más transparente, la crítica en México vio como a tan temprana edad, un novelista asumía la inmensa tarea de reproducir la vida presente usando un múltiple entramado verbal, sumamente novedoso, desde la perspectiva urbana, la gran urbe atrofiada que desde entonces era ya la ciudad de México. En aquellas páginas crecía una polifonía, voces contrastadas y discordantes como en la música dodecafónica que revelaban un universo oculto, la ciudad que se asentaba en las piedras del sacrificio de la antigua Tenochtitlán y hacía subir su sabia secreta, sangre y detritus, hacia las barriadas marginales pobladas por inmigrantes campesinos, y hacia la urbe de los nuevos potentados que tras la ya antigua revolución sustituían a la vieja clase porfirista derrotada; los vencedores pobres se habían vuelto ricos y habían “institucionalizado” la revolución. Así nacía la novela moderna, no sólo en México, sino también en América Latina.
En La muerte de Artemio Cruz, publicada en 1962, la polifonía se convierte en monólogo. El protagonista, que peleó en las filas revolucionarias, y que ha llegado a la cúspide del poder político y financiero, contempla con cinismo el pasado desde su lecho de muerte, y busca en ese pasado lecciones que ya nunca le podrán ser útiles, porque la revolución en la que luchó ha sido carcomida por la polilla de la retórica y ya no sirve pensar el mañana. Pero en Años con Laura Díaz, de 1999, esta mujer que ha vivido también los acontecimientos de la revolución puede mirar el futuro a través de los ojos de su nieto, que se apagarán ante los fogonazos de la masacre de Tlatelolco en 1968, el acontecimiento que pone fin a cualquier pretensión de que el pasado es redimible. Es la historia que sigue traicionándose a sí misma. Pero en Fuentes el futuro, no sólo de México, sino toda la América Latina, será siempre una ambición desmedida, como lo es su ambición de contarla. Aunque todo haya sido contado, todo está por contar. Y Terra Nostra, de 1985, Cristóbal Nonato, de 1987, son novelas para mirar al futuro desde las incertidumbres de la historia, lo mismo que lo es La silla del águila, de 2003. El futuro que pronto será realidad, porque el novelista sabe predecirlo.
Fuentes inscribió la imaginación en el mapa múltiple de América Latina, y una novela como La Campaña, de 1990, cumple esa ambición tan suya del recorrido total por el continente. En tiempos del fragor de las luchas por al independencia, Baltasar Bustos, el intelectual ilustrado del río de la Plata, salta de un país a otro, encandilado por las ideas redentoras, y podemos verlo como la reencarnación del propio Fuentes en el pasado, y el mismo Fuentes encarna a Bustos para el futuro, el intelectual que presta ideas y palabras a la acción.
Pese a las malas lecciones, el libro de la historia seguirá abierto para ser reescrito. Es probable que los libertadores se conviertan en tiranos, pero lo que viene a importar es cada momento en que se piensa el futuro, y se trata de hacerlo realidad. Es lo que cuenta para Baltasar Bustos, y es lo que cuenta para Fuentes, quien además lo imagina como novelista con pasión desbordante. La lección es que toda lucha es incesante. Los ideales no terminan nunca de cumplirse pero siempre valdrá la pena pelear por ellos, y la escritura lo único que hace es tratar de navegar en las aguas agitadas del curso de los acontecimientos. Ideas, sueños, acciones, todo va siempre desbocado. Baltasar Bustos persigue a través de América a Ofelia Salamanca, una mujer que a la vez es la historia, la historia donde los próceres terminan siempre en el pudridero, enfrentando el pelotón de fusilamiento sentados en un taburete, como última merced, y por último, sus cabezas de bronce cubiertas por los excrementos de los pájaros en la plaza pública.
De Fuentes, en la hora de su muerte, me queda el haber aprendido mi devoción por la narración total e incesante que él quiso seguir haciendo sin tregua hasta la última hora, sabiendo que debía robarle tiempo al tiempo, viajando de un lado a otro del continente, como Baltasar Bustos, con la imaginación encendida a cuestas. Y me queda su ejemplar devoción, no menos incesante, por la ética, seguro de que las convicciones existen para defenderlas, y que uno tiene la obligación de no callarse nunca. Fuentes queda de cara al futuro, de pie en esa frontera entre el papel del escritor y el papel del ciudadano, entre la imaginación y la convicción.