Regionalización: Una cuestión de igualdad
23.03.2012
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
23.03.2012
“Tu problema es mi problema”. Así reza el eslogan que nos interpela a dejar de obviar la crisis del centralismo chileno. Este es un desafío para el Gobierno actual –que prometió romper con el centralismo–, así como para el país en su conjunto. Enfrentar el tema regional supone adoptar decisiones más allá del control del orden público y de negociar medidas en cada zona y con los líderes sociales de turno. Esa es la mirada de corto plazo y que abre la puerta a más conflictos. Para salir adelante tenemos que repensar nuestro modelo regional y hoy es el momento para hacerlo.
Toda discusión sobre el regionalismo debe basarse en presupuestos de justicia política. No olvidemos que se debate sobre la forma de Estado. A mi parecer, hay dos valores básicos insoslayables: la participación democrática y la igualdad de las personas. Nuestra propuesta busca avanzar hacia la igualdad material de las regiones. Para ello, nos mueve la pregunta: ¿Es posible introducir nuevos esquemas organizacionales que aboguen por recrear un mejor horizonte de igualdad y pueda lograrse aquello de “promover la integración armónica de todos los sectores de la Nación y asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”? (Art. 1 de la Constitución)
Lo primero es advertir que todas las regiones, hasta la reforma constitucional Ley N° 20.193 (2007), eran tratadas bajo un modelo único de organización. El reconocimiento de un estatus especial para la Isla de Pascua y el Archipiélago Juan Fernández quebró esa unidad de tratamiento. Se acabó la idea de que todas las zonas de nuestro país son iguales. Sin embargo, el modelo de región sigue atando las diferencias. En este punto, es perfectamente posible hacer un paralelo con las luchas por la igualdad: actualmente, las regiones “son iguales ante la ley” y nada más. Todas son dirigidas por intendentes y tienen Consejos Regionales idénticos y con la mínima legitimidad democrática indirecta que toleraría una democracia. Sus atribuciones son, en el papel, las mismas y esto se conoce como igualdad formal. Pero digamos las cosas como son: todos sabemos que las regiones en Chile no son iguales y, por ello, hay que iniciar una nueva etapa en la lucha por la igualdad. En este caso, se trata de la búsqueda de la igualdad material de las regiones.
La igualdad formal del estatuto jurídico de las regiones ha sido el perfecto mecanismo para invisibilizar las inequidades territoriales y acentuar el centralismo. La más clara demostración de esto se encuentra en que la única región que no funciona con una intendencia –en tanto tal– es la Región Metropolitana (RM). ¿A qué se dedican los intendentes de la RM? La respuesta es anecdótica: la violencia en los estadios, la seguridad en el barrio, los vertederos, los “eventos” en las calles, etc. Las preocupaciones de sueldo mínimo regionalizado, las mejoras de la educación pública, de las redes de asistencia sanitaria o de las estrategias de vocación productiva de la región, son algunas de las motivaciones cotidianas de todas las otras regiones. Nada de eso acontece en la RM porque acá está el Gobierno central –con todas sus agencias y servicios públicos– encargado de hacer la gran política económica y social de la región. El Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones preocupándose diariamente por el Transantiago es un brutal ejemplo de esto. ¿Por qué el resto debe seguir el modelo de distribución de poder regional como si todas las otras regiones se parecieran a la RM?
Es mejor partir de un reconocimiento radical: hay múltiples diferencias entre las regiones y ninguna se iguala a la otra, salvo en que sus habitantes son chilenos (y esto se encuentra trizado por la multiculturalidad que aportan las etnias indígenas). La única base igualitaria formal y material del trato regional es que los chilenos desde Putre a la Antártida deben tener ciertos mínimos de desarrollo. Si invirtiéramos los términos del debate podríamos construir mejores regiones. Parte de ese mínimo derecho al desarrollo de los chilenos de todos lados es votar y ser electos. No es concebible reivindicar una actividad conciente para que nos involucremos en un nuevo destino voluntario si no permitimos el derecho a votar por todas las autoridades regionales. En términos simples, la propuesta requiere la elección directa de intendentes y consejeros regionales. Pero eso no basta.
Traspasado ese mínimo hay otros imperativos que surgen. ¿Por qué si las regiones tienen tan diverso sentido, misión y capacidad, debemos generar un solo modelo de organización? Hay que perseverar en la innovación institucional y dejar atrás la uniformidad malentendida. Caben perfectamente en Chile diversos modelos de institucionalidad regional: modelos centralizados de administración, modelos desconcentrados, modelos semi-descentralizados, modelos descentralizados, modelos de autonomía o una conjunción mixta de atribuciones. Lo esencial no es el rótulo sino determinar cuáles son las competencias específicas que se deciden en cada región, los recursos con que se cuenta y el modo de administración. La intensidad de la regionalización dependerá de las potencialidades de cada región. Un modelo flexible valoraría las diferencias regionales y el país tendría que convivir con distintos modelos de regionalización. Es, en definitiva, una propuesta de estatutos regionales progresivos.
Hay una clara objeción a este tipo de propuestas: se podría acentuar la brecha entre las regiones ricas sobre las regiones pobres. La mayor autonomía para las regiones con más potencialidades generaría, según el argumento, mayor desigualdad. Esta observación parece partir de la supuesta realidad igualitaria del país y no hace sino ilusionarnos con que la uniformidad de los estatutos regionales –la igualdad formal de las instituciones– es el esquema sobre el cual transitaremos hacia mejores estadios de igualdad. Lamentablemente, es el modelo de “talla única” –seguido hasta hoy– el que ha acentuado la desigualdad. Lo que sí se debe rescatar del argumento es que no es posible construir regiones autónomas sin solidaridad interregional. Es, además, un imperativo constitucional: “Los órganos del Estado promoverán el fortalecimiento de la regionalización del país y el desarrollo equitativo y solidario entre las regiones, provincias y comunas del territorio nacional.” (Art. 3). La solidaridad regional debe traducirse en determinados estándares socio-económicos respecto de los cuales tenemos todos los datos públicos (crecimiento económico, productividad regional, inflación, salarios, años de escolaridad, puntajes educacionales, estándares sanitarios, inversión productiva, pobreza, indigencia, calidad de vida, vivienda, etc.).
Sugiero enfocar el debate regional en un continúo de autonomía e incremento de poder regional: la regionalización es una cuestión de grado que va desde la total dependencia centralizadora hasta la autonomía constitucional. El modelo regional chileno actual está muy cerca del punto de partida –la dependencia centralizadora– y las regiones extremas sufren extremadamente las consecuencias del mismo. Una propuesta de regionalización sólo puede ser esbozada aquí y para ello es interesante mirar lo que pasa en experiencias comparadas de regionalización.
Un estatuto regional progresivo supone ampliar los modelos regionales de organización posible y que éstos sean decididos por organismos regionales electos democráticamente. Cada región escoge su modelo de autonomía pero con dos límites: (1) coordinación democrática y (2) respeto a los derechos de las personas. El primer límite supone el respeto por la cláusula de solidaridad interregional y que implica una coordinación máxima nacional entre los Ejecutivos regionales, el Presidente de la República y con determinación legal del Congreso. Este límite refrenda reglas de mínimos de la cláusula de solidaridad. El segundo límite supone abogar por derechos fundamentales equitativos, especialmente aquellos que son económicos, sociales y culturales. Aquí se respeta la igualdad de las personas sin importar el origen geográfico.
Bajo este esquema es posible adquirir nuevos tramos de autonomía o asumir competencias traspasadas desde el nivel central, siempre que se satisfagan los estándares sociales y económicos básicos. Hay que desplegar la potencialidad democrática, productiva y social de las regiones sin dañar el desarrollo personal, la calidad de vida y los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, no importa dónde vivan. Hay mucho espacio para crecer en las regiones y muchos recursos por redistribuir. El esquema institucional actual está agotado y me temo que la senda “descentralizadora” ya no funcionó. Si nuestro país se dio cuenta que Isla de Pascua no está en la misma situación que Santiago, entonces parece evidente abrir los ojos a los déficits y ventajas de las demás regiones. Si una región es tan deficitaria en bienes públicos sociales requerirá del auxilio de muchas agencias centrales para salir de esa condición, la inyección de mayores recursos y la acentuación de la solidaridad interregional.
No podemos seguir como estamos. Los conflictos regionales no se solucionan mandando Fuerzas Especiales desde Santiago, pero tampoco se solucionan con “paquetes de propuestas” ad hoc para cada crisis. Hay que enfrentar la desigualdad regional con un esquema que permita la regionalización y la protección de mínimos sociales. La resolución efectiva de los “estallidos sociales” depende de políticas públicas que van más allá del manejo del orden público que –dicho sea de paso– también podría ser, en el futuro, parte de las competencias de una región.