El sistema político está podrido
12.09.2011
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12.09.2011
Chile vive hoy un peligroso desgaste de su sistema político y ese es, tal vez, el mayor problema que enfrenta nuestra sociedad.
Algunos dicen -especialmente en la derecha- que este es un falso problema pues la reforma de la política no figura en las encuestas como una demanda ciudadana. Es efectivo, pero esa es una manera muy mediocre de fijar la agenda de una sociedad, pues hay asuntos esenciales que no serán nunca objeto de prioridad en las encuestas. Nadie demanda equilibrios macroeconómicos ni tampoco mayor electricidad, petróleo o gas. Pero no hay progreso material sin una economía en orden; ni salud ni educación ni empleo sin disponibilidad de energía.
El sistema electoral o una ley de partidos no será nunca una demanda que registren las encuestas (como no lo será la regla fiscal), pero sí tal vez lo sean los frutos que debe proveer un buen sistema político: estabilidad, justicia, paz, orden, igualdad de oportunidades. En este sentido, la importancia del sistema político es una de las mayores. Un mal sistema político puede arruinar más a un país que un mal manejo económico; en tanto que uno bueno contribuye más al progreso de una nación que la disposición de abundantes recursos naturales.
Las evidencias del deterioro de nuestro sistema político son enormes. Analicémoslas.
En Chile votan cada vez menos personas. La comparación entre los que tienen derecho a votar, los que están inscritos en los registros electorales y los que sufragan, muestra una peligrosa tendencia. En 1989, sobre un total de 8,5 millones de personas con derecho a voto, estaban inscritos 7,5 millones, el 88 por ciento; y sufragaron 7 millones, esto es el 82 por ciento. Veinte años después, la situación es la siguiente: sobre un total de 12,4 millones de chilenos con derecho a voto, sólo está inscrito el 67 por ciento y sufragan apenas 7 millones, esto es el 56 por ciento.
Esos casi 4 millones de no inscritos son jóvenes entre 18 y 38 años de edad, lo que significa que el padrón electoral chileno entrega una abrumadora sobre representación a adultos en que los más jóvenes abandonaron los colegios y liceos hace 20 y más años.
La inscripción electoral es la piedra fundamental sobre la que descansa la integración al sistema político, pero aunque ella fuera casi perfecta, sería un derecho ilusorio si la posibilidad de ser candidato a los cargos de representación fuera muy difícil o gravemente restringida. Y esto último es lo que ocurre en nuestra política.
De partida, el sistema binominal sólo permite dos candidatos por distrito o circunscripción pues sólo dos son los cargos a elegir en cada lugar. Si a ello se agrega que en más del 80 por ciento de los lugares (50 de 60 distritos en los diputados, y 17 de 19 circunscripciones senatoriales) se sabe que la Concertación elegirá uno y la Alianza el otro, entonces es posible determinar con una alta probabilidad qué partido dentro de cada coalición tiene la ventaja y por esa vía se da en muchos casos -bastante más que la mayoría- la regla de “candidato propuesto, candidato elegido”. En estos casos la clave para llegar al Congreso no está en el voto popular sino en ser incorporado a la lista.
Por esta razón, a los parlamentarios en ejercicio -los incumbentes- los une un mismo reclamo: que se les asigne el único lugar que a su partido le corresponde en la lista. Ellos encubren esta demanda en un término latino, el “uti possidetis”, que significa que “como tu lo posees (el distrito), lo continuarás poseyendo”. El resultado es lo que Oscar Godoy, actual embajador en Italia, denunció como “la destrucción de todo vestigio de libertad para elegir”, escapando el proceso electoral del control ciudadano “y quedando radicado en las minorías dirigentes que atribuyen las candidaturas” o, para decirlo más directamente, en las oligarquías parlamentarias que controlan los partidos a nivel nacional o regional.
Los defensores de las dictaduras comunistas solían decir que en las democracias populares el pueblo tenía derecho a elegir libremente a sus representantes… pero que desgraciadamente no había más que candidatos únicos. Candidaturas únicas -cierto que al interior del propio pacto- es lo que está creando cada vez más la derecha y con una tendencia de la Concertación a imitarla.
Como hay dos candidatos por zona electoral, basta una pequeña manipulación para asignar senadurías y diputaciones seguras: o se decide llevar un solo candidato y no dos en la lista o, si se quiere ofender menos al pudor, entonces se lleva a un candidato fuerte pero acompañado por otro que no va a hacer campaña. Es lo que sucedió en la elección senatorial de 2001, donde se renovaban 9 circunscripciones. La derecha admitió competencia en sólo dos de ellas: en la Primera Región, entre Julio Lagos (RN) y Jaime Orpis (UDI) y en la Novena Sur, entre José García (RN) y Eduardo Díaz (UDI). En otras cuatro llevó candidatos únicos: en la Tercera, Baldo Procurika (RN); en la Quinta Costa a Jorge Patricio Arancibia (UDI); en la Novena Norte a Alberto Espina (RN); y en la Décimo Primera a Antonio Horvath. En tres de estos cuatro casos, la candidatura única se logró defenestrando con rudeza a candidatos alternativos: Herman Chadwick (UDI), en la Tercera; Sebastián Piñera (RN) en la Quinta; y Francisco Prat (RN) en la Novena Norte, donde era senador. Finalmente, en las otras tres los candidatos nombrados por los partidos –Sergio Romero (RN) en la Quinta Interior, Juan Antonio Coloma (UDI) en la Séptima Norte y Hernán Larraín (UDI) en la Séptima Sur- fueron acompañados por candidatos que no eran una amenaza para nadie como lo prueba el que obtuvieron el 2,9, el 1,6 y el 2,6 por ciento de los votos, respectivamente.
Hay senadores que llevan 16 años ocupando un sillón parlamentario supuestamente elegido por el pueblo, sin que jamás hayan tenido una competencia por el cargo. Su designación la deben a los partidos que les asignan un “cupo” seguro, en tanto que al pueblo le corresponde el derecho a ratificar -sí o sí- la única oferta parlamentaria que le han hecho.
En las próximas elecciones de alcaldes el sistema expondrá, una vez más y de modo casi obsceno, estas carencias: 350 alcaldes, de gobierno y oposición, reclamarán el “uti possidetis” y serán la única opción por la que puedan votar sus coaliciones. El derecho del pueblo a elegir habrá sido reducido a la mera “ratificación” de lo que decidan los partidos. En concejales, en cambio, aunque con imperfecciones, el sistema será más abierto pues habrá representación proporcional.
A la anterior distorsión se agrega otra en que se ha reparado algo más en meses recientes y que ha causado enorme daño al prestigio y a la legitimidad del Parlamento, particularmente al Senado. Se trata de la práctica iniciada por la Concertación de nombrar parlamentarios (Carolina Tohá) en cargos ministeriales y que los partidos procedan a designar sus reemplazantes. Bajo el actual gobierno esto ha significado que cuatro senadores electos y tal vez los de mayor influencia de la derecha (Evelyn Mathei, Pablo Longueira, Andrés Chadwick y Andrés Allamand) hayan sido reemplazados por nominados de los partidos, la mayoría de los cuales no tenían vinculación con las zonas que hoy representan.
Otra falla fundamental del actual orden electoral es el financiamiento de las campañas pues pocas cosas hay que deslegitimen más a un sistema político que el rol desmedido, no regulado y no transparente del dinero en la política. Su efecto es como una metástasis que daña por igual a políticos y empresarios; a los primeros proyectándolos como sirvientes del poder económico y a los segundos como corruptores.
En las pequeñas ciudades y comunidades esta relación es denunciada en los peores términos: es el rico del pueblo, o un puñado de ellos, con “su” parlamentario o “su” alcalde y por esa vía las trenzas de influencia escalan hacia las autoridades administrativas. Esa es, a mi parecer, una imagen excesiva pues sigo sosteniendo que Chile no es un país corrupto, pero de todos los campos donde la amenaza se da es esta relación entre el dinero y la política la que más daña.
La democracia se destruye cuando permea la idea de que la voluntad popular no es nada frente al poder de la riqueza. Además, el sistema se hace menos competitivo y plutocrático, pues si una persona quiere entrar a renovar la política no sólo le será muy difícil lograr un lugar en una lista de candidatos sino que, a continuación, se le agregará una nueva barrera de entrada que es la plata para financiar su campaña.
En una democracia el rol de los partidos es insustituible. Si funcionan bien, articulan en proyectos nacionales las demandas diversas y contradictorias de la sociedad; ordenan los miles de puntos de vista en unas pocas alternativas viables; capacitan al personal político; son los principales proveedores de candidatos para los cargos de elección popular y para las más altas funciones de la administración; dan sustento a los gobiernos y ayudan a disciplinar a las bancadas parlamentarias. Si ellos no funcionan todas estas tareas se desempeñan mal: no logran controlar las camarillas ni tampoco los personalismos; no generan proyectos nacionales sino que se comportan como ONGs; carentes de formación se transforman en meras máquinas de poder y muy luego en cerradas oligarquías que intentan monopolizar candidaturas y cargos; y en vez de ofrecer orden contribuyen a hacer más difíciles los gobiernos.
Los partidos políticos chilenos están enfermos, sin excepción. Sus padrones de militantes viven bajo la acusación de ser manipulados. Mientras la población se expande, el número de sus militantes no hace sino caer. Por ejemplo, la Democracia Cristiana, que en la década del ‘80 fue pionera en la captación de adherentes, se estima que en 1990 tenía 100 mil militantes activos y veinte años después no supera los 40 mil, realidad que es similar o peor en las demás colectividades.
Mientras en las elecciones a nivel del Estado jamás se escuchan acusaciones de fraudes, los comicios internos de los partidos son objeto frecuente de escándalos. El atropello a la institucionalidad interna es endémico, como lo acaba de mostrar el reciente golpe de “los coroneles” en la UDI. Decisiones como el nombramiento de candidatos se adoptan “en habitaciones llenas de humo” y ajenas a procedimientos democráticos. Es lamentable que una de las organizaciones que mayor influencia puede tener en la vida pública del país, esté ajena a regulaciones, al cumplimiento de normas mínimas que hagan obligatorio su funcionamiento democrático.
Es urgente la reforma de un sistema político desacreditado, incapaz de solucionar con legitimidad los múltiples problemas que tiene nuestra sociedad. La vida política se empieza a dividir en mundos que no se tocan. Que “los viejos” se queden con las inscripciones electorales, sus elecciones de parlamentarios sin competencia, sus partidos cada vez menos representativos; y “los jóvenes”, con una mezcla de razones y soberbia, condenan a un orden político del cual en parte se automarginan -como cuando torpemente rechazan inscribirse- pero que de modo aún más claro los excluye de las candidaturas, de los medios para competir y les ofrece una participación de segundo rango en una vida ciudadana que ya no calienta a nadie.
En esta dinámica, “los viejos” se mantienen en las instituciones que, reconocen, son cada vez más débiles; y los “jóvenes” van a la agitación. “Los viejos” les ofrecen competir en un padrón electoral envejecido, en un sistema que facilita la manipulación, que es poco transparente y donde es muy difícil integrar las listas de candidatos y prácticamente imposible superar el “uti possidetis” de los incumbentes. Entonces no es extraño que la política no se canalice a través del Parlamento, no la representen las elites, no la interpreten los partidos y vaya a las calles, las demandas sean representadas en protestas y la fuerza de las demostraciones sea un argumento más fuerte que la razón o el diálogo.
Esta reforma de la política es urgente y debe ser muy profunda. Pero no será fácil pues ella inevitablemente afectará a poderosos intereses creados, siendo uno de los más activos el de los actuales parlamentarios -de gobierno y oposición- que se sienten cómodos en un sistema que con todas sus fallas los favorece. A su vez, una parte mayoritaria de la derecha seguirá aferrada a la idea de que la política no importa y que las reformas políticas son “cosas de políticos”. Es la derecha que no aprende nada. La misma que entre 1973 y 1990, por dejar entregada la política a un general sin escrúpulos, recibió la peor mancha en su prestigio moral y republicano; aquella cuyo desprecio por la política en los dos últimos años casi arruinó a su gobierno.
El país, a su vez, debe saber que siempre las reformas políticas -en Chile y en todos los países- ha sido una dura lucha contra la derecha. La derecha es la que se opuso al sufragio universal, al término de las Cámaras fundadas no en la elección sino en el linaje, al sufragio femenino, a las leyes contra el cohecho, a la regulación del dinero en la política. Es obvio que la reforma política no vendrá de ahí sino de una exigencia de los partidos que hoy conforman la Concertación. Si ellos no la exigen con enorme decisión, la crisis política en que vivimos no hará sino agravarse.