“Los políticos, sin sonrojarse, nos recuerdan que no están aquí para representarnos”
07.09.2011
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07.09.2011
1.
Para los antiguos, la política estaba vinculada a los asuntos más relevantes de una comunidad. Las decisiones relevantes para la ciudad, esas decisiones relativas a la vida en común, eran materia de atención de todos, con algunas restricciones solo comprensibles en el contexto de dicha época, y sobre las cuales no es necesario jugar deshonestamente— “pero en Atenas los esclavos no eran ciudadanos,” expresión típica que se utiliza para criticar la organización ciudadana de los antiguos y, de paso, avisar que hoy, pese a que rasgamos vestiduras con la igualdad, no estamos dispuestos a darle voz, menos voto, a cualquiera.
En un escenario tal, el antiguo no distinguía entre lo público y lo privado. Sus decisiones eran, al mismo tiempo, las de la comunidad y viceversa. Lo que yo decido, es lo que decide la comunidad, lo que la comunidad decide, es decisión propia. Existían buenas razones para preocuparse de la suerte de los demás—y no solo cuando algún trágico suceso nos recuerda que hay otros y otras que comparten nuestras vidas—pero tampoco es que se tratara de una decisión conciente; uno nacía (nace), vivía (vive) y moría (muere) en los brazos de su república.
2.
Para los modernos, en cambio, la decisión de los asuntos comunes se encuentra fuera de sus propias manos. Los modernos, como se nos ha convencido a punta de ideología, no querían pasar toda su vida debatiendo, deliberando y decidiendo sobre el curso de la comunidad. Ello demandaría demasiado tiempo y, además, ¿quién se encargaría de hacer funcionar la economía? Por eso, el moderno prefiere retirarse a sus asuntos privados, sobre todo a la producción de bienes y servicios, dejando el manejo de los asuntos (materialmente) comunes a unos pocos que actúan por cuenta de otros.
Amén de la ideología del mercado, la extensión de los territorios y el crecimiento de las poblaciones sirvió de argumento pragmático para idear un mecanismo de toma de decisiones en el que la ciudadanía no comparece directamente, sino que a través de sus representantes.
Pero que las decisiones políticas se encuentren fuera de las manos de los modernos no quiere decir que se encuentren lejos de su alcance. A la base del pensamiento liberal se encuentra el mínimo deber cívico a que abre espacio esta forma de organizar la vida y las decisiones (aunque cada vez menos) comunes: la de estar atento a vigilar la forma en que nuestros representantes llevan a cabo la tarea que se les ha encomendado, la decisión de los asuntos comunes. Otra vez; esos pocos que comparecen al espacio público lo hacen por cuenta de sus mandantes, quienes están ocupados en sus asuntos privados.
3.
¿Dónde se ubica la política chilena? Desde luego lejos del primer modelo y haciendo muy poca fe del segundo. Lejos del primero, pues una república que pretenda reclamar identificación de todos y todas con sus decisiones públicas, debe comenzar por incorporarlos a todos y todas al debate. Por cierto que minorías sexuales, migrantes, pueblos indígenas, entre otros grupos marginados, poseen pocas razones para sentir las decisiones estatales como propias. Y el reclamo, en este sentido, no es sustantivo sino procedimental. Los grupos sociales marginados no sienten las decisiones estatales como propias, no porque no comulguen sustantivamente con las decisiones ahí plasmadas (mal que mal, uno puede perder el debate), sino porque su sentido de justicia siquiera ha sido tomado en cuenta (no los han incorporado al debate).
Pero la política chilena, además, presenta la peor versión posible de la democracia representativa, misma que convierte en realidad los reclamos de quienes veían en ella el camino sin retorno a una nueva forma de aristocracia: la de entregar la decisión de los asuntos comunes a unas pocas manos, quienes quieren actuar sin rendir cuentas y transformando la política, antes que en los asuntos comunes, en la administración del bienestar de otros: “la administración funcional del Estado vigente, realizada por un conglomerado de intermediarios y funcionarios que han hecho de eso—de la política a la chilena—una especialización funcional” (Gabriel Salazar, Del poder constituyente de asalariados e intelectuales, LOM: 2009, p . 5).
4.
Por eso es que nuestros políticos y políticas se molestan cuando se les pide explicación sobre sus decisiones (“se trata de una facultad entregada al Presidente por la Constitución, por lo que no tiene que dar explicaciones”, se ha dicho sobre algunas designaciones) o cuando la comunidad le hace sentir su malestar sobre sus actuaciones. Porque para nuestra (mala) clase política la representación sirve, antes que como mecanismo de designación y atribución de funciones por cuenta de mandantes, para la decisión de asuntos comunes pero sin los comunes y por la cual, luego, piden recompensa (el voto, el aplauso y casi, como nos ha enseñado la ex ministra de vivienda, la beatificación).
Por ello es que no debe extrañar que una de las primeras objeciones que se conocieron contra el reclamo estudiantil, y en contra de otros reclamos presentados por medio de la protesta, hayan adoptado, justamente, la forma (pero solo eso, la cáscara) de la respuesta representativa: “hay que dejar que las instituciones funcionen” y “si quieren que sus demandas sean escuchadas, preséntense a las elecciones.” Porque nuestra política, una de las peores formas que podría haber adoptado la representación, nos ha hecho creer que quienes ocupan los escaños públicos son titulares de una técnica especial sobre la cual nadie puede pronunciarse (“¿cuál es la propuesta técnica de los estudiantes?”, se reclamó). Y cuando alguien fuera de esa administración y de dicha burocracia se pronuncia, como lo han hecho los estudiantes, entonces la clase política es capaz de recordarnos, sin sonrojarse, que no están ahí para representar a nadie—aunque sigamos refiriéndonos al Primer Mandatario—sino que para administrar nuestro bienestar. Eso, hasta el período de elecciones, cuando vendrán a por la recompensa.