El peligroso plebiscito
17.08.2011
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
17.08.2011
1.
El movimiento estudiantil y una parte importante de la ciudadanía —según revelan algunas encuestas— buscan con fuerza definir los ejes centrales de la política educacional por medio de un plebiscito. Se reclama que la democracia es el gobierno del pueblo y que las autoridades que hemos elegido toman palco frente al debate, como el Congreso, o pulverizan la confianza depositada en ellas, como sugiere la escasa adhesión al gobierno.
Para no alarmarse, el pueblo actuando, directamente, no es nada nuevo. La comunidad interviene directamente tomando decisiones, por caso, cuando elige a sus representantes. Pero más interesante, todavía; que los elija no transforma al pueblo en espectadores de una obra a la que no está llamado a intervenir.
Quienes se oponen a la idea, desde académicos cercanos a la Constitución, pasando por políticos nerviosos y llegando a las editoriales de los medios que reciben importantes aportes estatales para avisaje, arguyen que los plebiscitos son una forma peligrosa de hacer democracia. Para los opositores al plebiscito, la persona común y corriente, el miembro del pueblo, carece de las competencias necesarias para definir una política tan importante (aunque nadie se refiere a dicha carencia a la hora de elegir representantes) y entorpece el funcionamiento normal de las instituciones (aunque nadie se refiere a la omisión en que incurren esas mismas instituciones).
Sin embargo, sostener que la elección de autoridades equivale a una autorización que relega al pueblo, en el período intermedio, a preocuparse de sus asuntos privados (“hay que dejar que las instituciones funcionen”), es descriptivamente erróneo y normativamente peligroso. Descriptivamente erróneo, porque la comunidad entiende que elegir no significa delegar a discreción; y las movilizaciones les están mostrando a las autoridades constituidas que la ciudadanía está atenta a escrutar sus decisiones. La misma Constitución, por ejemplo, garantiza el ejercicio de libertades políticas estructurales para una democracia, como la libre expresión, la reunión, el derecho a participar, de formar asociaciones políticas y de revisar los actos del Estado por medio de instancias acceso a la información estatal, entre otras. La representación no es solo autorización, sino también recolección, rendición de cuentas y escrutinio, mecanismos de control propios de un mandato.
Normativamente peligroso, de otra parte, pues sugerir que el rol del ciudadano se limita a elegir, equivale a reconocer un modelo de Estado en que los monarcas son autorizados, elegidos y ungidos para adoptar todas y cada una de las decisiones, “como si fueran las nuestras.” Un Estado configurado sobre dicha base elimina la disidencia y blinda al gobernante—que, aunque equivocado, no puede cuestionarse. Por lo demás, un argumento tal pasa por alto el hecho que el voto, aun cuando muy importante, termina siendo tremendamente tosco para evaluar cuestiones de detalle.
2.
Planteada la idea de plebiscito, una primera respuesta a ella es el embate legalista, mismo que suele ir de la mano con todas las aprensiones a la participación del pueblo: nuestra Constitución—sostiene esta respuesta—no contempla la posibilidad de convocar a plebiscitos para dirimir decisiones de política pública. Las escasas circunstancias en que se permite se reservan al desacuerdo Congreso/Presidente, en materia de reformas constitucionales, y para consultas locales. Quizás vale la pena volver a insistir en el origen ilegítimo de la Constitución, cuyo contexto explica una regulación anterior.
¿Qué se esconde detrás del discurso técnico del legalista? Para esta respuesta, la Constitución es tierra vedada a la ciudadanía y abierta, en cambio, exclusivamente, a la lectura jurídica de la misma. La Constitución, misma que se refiere a Chile como una república democrática y que garantiza derechos y obligaciones políticas, se asemeja—en esta respuesta—más a un contrato con cláusulas capaces de ser comprendidas solo por abogados y abogadas, que a una decisión política común.
No es de extrañar que sea esta comprensión de la Constitución la que llevó a los reformadores de 2005, de manera descuidada y sin proponer para qué, a depositar su interpretación final en un tribunal compuesto por abogados y, a veces, alguna abogada. Ese tribunal se ha dado el tiempo de sugerir cómo debe entenderse la separación de poderes, cuáles son los límites que la autoridad debe considerar para solicitar empréstitos internacionales, pero también—curioso, para un mundo legal—de definir el comienzo de la vida.
3.
¿Pero es la Constitución un contrato? La visión juricéntrica, por suerte, no es la única disponible para comprenderla. A diferencia de un contrato, cuya estructura ha sido elaborada por y para abogados y abogadas—piénsese en plazos, formas y requisitos que un contrato debe respetar—la Constitución posee una estructura de principios políticos respecto de la cual todos y todas tenemos algo que decir.
Que todas y todos tengamos algo que decir, desde luego, significa que asumimos que expresiones tales como “república democrática”, “personas libres e iguales”, u otras similares, no son patrimonio exclusivo del mundo jurídico. Se trata de una decisión de la comunidad política respecto a sus bases esenciales, por lo que no hay ninguna razón para que la comunidad sea excluida de la definición de su desarrollo.
El reclamo de la comunidad sobre más participación (el plebiscito), es un reclamo político, no jurídico. Y por lo mismo, un diálogo más genuino: la estructura misma del debate jurídico—lo que ocurre dentro de una corte, por caso—limita el tipo de argumento a que puede echarse mano. Razones políticas y morales, que para la ciudadanía están disponibles, para el mundo jurídico se encuentran vedadas.
4.
Quienes esgrimen razones a favor y en contra del plebiscito, por lo tanto, colocan en juego estos dos modelos de sociedad y, a su turno, estos dos modelos de Constitución. De una parte, una sociedad que, de tanto en tanto, delega en representantes las decisiones más relevantes y frente a las cuales queda solo quejarse en silencio y en privado (olvidando, para beneficio del argumento, el lobby, los contactos personales, la familia, el patrimonio y el compadrazgo a los que, los mismos que defienden dicha postura, tienen recurso). La Constitución, a su turno, misma que regula los principios básicos sobre los cuales opera toda la anterior estructura, una piedra rosetta de lectura reservada al mundo jurídico.
De otra, se presenta una postura que reconoce a la democracia como el gobierno del pueblo, que asigna un rol muy importante a la representación y a las instituciones, pero que no cree que con ello se acabe la vida política de la ciudadanía. Para quienes promueven un rol más activo para el pueblo, esto es, para ocupar el lenguaje de la vereda opuesta, para quienes nos sentimos incómodos con los despreocupados, desinteresados y poco virtuosos en la esfera pública, la intervención en los asuntos públicos, sea a través de la vía indirecta, sea por medio de recursos directos, es un deber. Un deber/derecho no reservado a nadie en especial, aunque eso quisieran algunos. La Constitución, acá, se presenta como decisión política que, por lo mismo, debe ser leída, entendida y desarrollada por instancias diversas a las puramente jurídicas.
Centrarse en detalles técnicos relativos a la viabilidad institucional del plebiscito, o en la disponibilidad de recursos para realizarlos, es preferir quedarse en los contornos de la discusión para no abordar lo obvio: somos una comunidad que respeta la agencia moral de todos y todas de cada una de sus miembros, o una que, en cambio, está dispuesta a defender la igualdad de algunos y algunas, por sobre la de otros y otras.