El Obispo Cristián Contreras y las deudas sociales del Chile de hoy
05.07.2011
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05.07.2011
Nos reunimos en esta iglesia Catedral de Santiago, a petición de los Honorables Presidentes del Senado de la República y de la Cámara de Diputados, para conmemorar el Bicentenario de la solemne instalación del Primer Congreso Nacional. Lo hacemos en estos muros que han sido testigos de los gozos y las esperanzas, de las tristezas y las angustias de los hombres de nuestra patria, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren. Me hago eco del saludo cordial de nuestro Arzobispo, monseñor Ricardo Ezzati, quien actualmente se encuentra en Roma, con ocasión de la recepción del palio Arzobispal de manos del Papa Benedicto XVI.
Un 4 de julio de 1811, la nación chilena quería volver a ser lo que poeta Alonso de Ercilla cantó de nuestros padres: “La gente que produce es tan granada, tan soberbia, gallarda y belicosa, que no ha sido por rey jamás regida ni a extranjero dominio sometida”. Para ello se requería, al igual como lo describió el poeta español en el canto segundo de su inmortal Araucana, un senado consulto. Tres siglos de Colonia no destruyeron el amor patrio por la libertad republicana que volvió a renacer aquella mañana de 1811 en la que dos hombres hablaron a nombre de la nación chilena entera. El religioso de la Buena Muerte, Fray Camilo Henríquez y el abogado penquista, mendocino de nacimiento, Juan Martínez de Rozas.
Don Camilo Henríquez proclamó en su discurso el amor a una patria que permitiría a todos los chilenos que “tengan alguna parte, alguna influencia en la administración de los negocios públicos, para que no se consideren extranjeros y para que las leyes sean ante sus ojos los garantes de la libertad civil”. Y sin disociar la libertad de la ley y ésta de la justicia, agregaba que “lo que es aún más necesario, y lo más difícil de existir fuera de las repúblicas, es una integridad severa en hacer justicia a todos y en proteger al débil contra la tiranía del rico.
Juan Martínez de Rozas, reclamó la fuerza de la nación chilena para alcanzar el más noble objetivo, la felicidad pública, es decir, el bien común: “Feliz pueblo que, dominando los acontecimientos, superior a todos los poderes e intereses momentáneos, y cautivando todas las pasiones, os halláis en estado de recoger vuestros pensamientos, de medir el espacio en que debéis de establecer la justicia y la igualdad de remover los obstáculos, y de elevar sobre un suelo llano el grande edificio de la pública felicidad”. Se trataba de querer ser república, comunidad independiente que se autogobierna, integrada por hombres y mujeres libres e iguales que buscan la común felicidad.
Los cristianos podemos, con propiedad, estar orgullosos de nuestra tradición republicana. Cuando en el mundo gobernaban abrumadoramente reyes, tiranos y emperadores, en Chile, a partir de 1839, la oposición se organiza en el Congreso para fiscalizar a un Presidente que es elegido por mandato fijo. El senado se elige en forma directa a partir de 1870. La competencia política parlamentaria se consolida antes que Bélgica, los Países Bajos, Suecia, Italia, Francia, Alemania. En 1846 sólo votaban los varones propietarios y alfabetos. Tardíamente se confirió voto a la mujer. Hoy todos los chilenos y chilenas gozamos de igual libertad para escoger a nuestros representantes en las urnas electorales. ¡Hemos conquistado nuestra democracia!
Un dato que expresa la estrecha unión entre la Iglesia y la tradición republicana, y en especial con el Poder Legislativo, es que el Congreso Nacional de 1811, primera manifestación del régimen representativo en nuestro país ya tuvo entre sus miembros a seis eclesiásticos.
Esa íntima relación Iglesia-Estado se manifiesta en forma patente por el reconocimiento desde los albores del Estado de Chile a la religión católica como oficial, hecho que se comprueba desde los primeros ensayos constitucionales y se reafirma en la Constitución de 1833 que rigió hasta 1925. Hubo una vinculación natural y estratégica a la vez, porque el Estado necesitaba contar con la Iglesia Católica como aliada, por la estrecha vinculación con el pueblo chileno. Así, la Iglesia fue y es portadora de demandas sociales y promotora de la libertad y la dignidad humana para todos los miembros de la nación.
Damos gracias a Dios porque el Congreso chileno, como fiel representante de la sociedad, ha sido un buen entendedor de las demandas de la gente y ha escuchado en distintas épocas a hombres de Iglesia que han propuesto caminos a seguir, como los obispos Rafael Valentín Valdivieso, don Manuel Larraín, el Cardenal Raúl Silva Henríquez, y la estremecedora voz de San Alberto Hurtado, que clamó por la justicia social en medio nuestro.
Desde el 4 de julio de 1811, el Congreso Nacional ha jugado un rol fundamental en la vida de la sociedad chilena, concurriendo, entre otras funciones, a la formación de leyes, a la fiscalización de procesos y la aprobación de tratados internacionales que han permitido el desarrollo institucional, político y social de nuestro pueblo.
Las cámaras legislativas han sido espacio de encuentro de las diversas sensibilidades de la sociedad para buscar el bien de todos. El diálogo y la búsqueda de consensos ha sido un norte seguro para avanzar por la historia como un pueblo de hermanos.
Así como los pasillos del Parlamento han sido testigos de los momentos más amargos de nuestra historia política, de la polarización y desencuentro que ha marcado las grandes crisis de la institucionalidad, también en sus mismas dependencias se han logrado grandes acuerdos nacionales y se han sellado hitos clave hacia la reconciliación y la paz.
Al mirar los doscientos años de vida independiente de nuestro país y sus innegables progresos, sin duda tenemos que dar gracias a Dios por el aporte valioso del poder Legislativo y de quienes, en representación de la ciudadanía, han servido en el Senado y en la Cámara de Diputados.
Como espacio de encuentro de los distintos sectores del país, el Congreso Nacional ha debido estar a la altura de los desafíos de la historia. Hoy nuestro país vive un momento particular, una coyuntura crítica entre muchos avances y esperanzas; un tiempo también de muchos desafíos pendientes. Puede ser ésta una oportunidad propicia para preguntarnos cuál es el rol de nuestras instituciones, entre ellas las cámaras legislativas, frente a los acuciantes desafíos que enfrentamos, y que podríamos sintetizar en la pregunta: ¿cómo construir un Desarrollo Humano Integral para todos los habitantes de nuestra Patria?
El Desarrollo Humano Integral es una noción que aporta la enseñanza social de la Iglesia y que hace referencia al conjunto de variables que deben concurrir para alcanzar el bienestar de las personas y la sociedad. Estas variables son mucho más que la pura economía, que es sólo una dimensión del desarrollo, necesaria pero insuficiente para dar cuenta de la riqueza del ser humano y sus múltiples dimensiones, como la social, la cultural y la espiritual y su vocación trascendente.
El Desarrollo Humano Integral involucra, además, aquellos bienes colectivos como el medioambiente. El cuidado de la creación, a través de modos de vida, de producción y consumo responsable y solidario con las actuales y futuras generaciones es, sin duda, un reto fundamental de la sociedad actual y requerimos leyes y políticas que lo favorezcan.
Este Desarrollo Humano Integral es desarrollo de toda la persona. Y también de todas las personas. Y ciertamente, sabemos que en este aspecto nuestro país está al debe. Son conocidos los indicadores que reflejan nuestro desarrollo: alto crecimiento, disminución significativa de la pobreza, incremento del ingreso per cápita, bajo nivel de corrupción, estabilidad política y tranquilidad social, entre otros.
Pero también sabemos que junto a estos aspectos positivos, hay situaciones graves. Particularmente, las insostenibles desigualdades económicas y sociales que excluyen del progreso a amplios sectores de la población. Aunque hay avances significativos en la cobertura de las políticas públicas, no hay soluciones de calidad para todos en educación, salud, vivienda.
Nuestros déficits sociales y económicos probablemente están asociados también a la incapacidad del sistema político para generar mayor reconocimiento y adhesión ciudadana. Politólogos y sociólogos hablan de crisis de los sistemas de representación, que la participación política es baja y que existe una brecha entre el mundo político y la sociedad.
En efecto, crece en el país un conjunto de manifestaciones sociales vinculadas inicialmente a la protesta por el proyecto de una hidroeléctrica en el extremo sur de Chile y las demandas educacionales, entre otras. Estas expresiones de descontento social no se limitan sólo a demandas específicas o sectoriales, sino que expresan un malestar más generalizado con un sistema, al que se le critica la falta de participación real en lo político y la exclusión de los beneficios del desarrollo en lo socio-económico, incluso para quienes han logrado cursar estudios superiores. Se trata de manifestaciones que no responden a la conducción de los partidos políticos y que reivindican un liderazgo alternativo que los sobrepasa, convocándose a través de un intensivo uso de las redes sociales.
Esta situación de malestar o indignación social frente al tipo de desarrollo impulsado por Estados y el mundo de las empresas no es propia y exclusiva de nuestro país, sino que es parte una tendencia internacional.
El desprestigio de la política y el surgimiento de expresiones sociales alternativas a la lógica institucional generan un desafío importante para la legitimidad y capacidad de las sociedades de dotarse de mecanismos de gobierno. Y antes de ello, por la necesidad de una adecuada comprensión de estas dinámicas sociales emergente. Recientemente, en una jornada de conmemoración de los 50 años de la Encíclica Mater et Magistra, el Papa Benedicto XVI expresaba: “La cuestión social actual es, sin duda, cuestión de justicia social mundial. Es, además, cuestión de distribución equitativa de los recursos materiales e inmateriales, de globalización de la democracia sustancial, social y participativa”. Ciertamente, el poder Legislativo es un espacio privilegiado para reflexionar sobre este tema y para buscar los puntos de encuentro entre una sociedad civil activa y protagonista y la institucionalidad política, para sustentar una auténtica democracia.
¿Cómo podemos poner a dialogar a distintas generaciones cuya relación con la política, las leyes y el servicio público pudiera ser tan disímil? ¿Cómo explicar la nobleza de la actividad política junto a las impopulares cifras de desconfianza en las instituciones políticas? ¿Cómo valorar la amistad cívica y el ejercicio de los acuerdos en tiempos en que a la consigna se suma el marketing en apenas 140 caracteres de Twitter?
Estas preguntas nos llevan a otras, quizás mucho más autocríticas: ¿quién asume hoy el servicio de educar a la llamada “clase política”? ¡Si hasta los representantes de la religión cristiana hemos relegado a un lugar secundario este rol de formación cívica! La alta política, la que tiene como fin a la persona, su dignidad y el bien común o la felicidad de la sociedad, esa no se educa con libros de autoayuda o con gurús del extranjero. ¿De qué manera las instituciones del Estado y de la sociedad civil podemos ayudar a que se comprenda el ejercicio de la autoridad y el rol político como un servicio público? Sin lugar a dudas, el testimonio y la coherencia de vida en quienes han dedicado su vida a la cosa pública es un pilar fundamental en este propósito.
Tarde o temprano, el inevitable filtro de los medios de comunicación masiva no dejará de exhibir en columnas destacadas y en horario “prime” lo peor de los políticos: la trifulca en el hemiciclo, los epítetos gruesos, las anécdotas y los episodios vergonzosos. Y grandes proyectos de ley tendientes a cambiar la historia social del país podrían quedar relegados, con mucha suerte, a las notas más breves. ¿No es éste un síntoma de los tiempos convulsionados que vivimos? ¿Tendremos entonces que resignarnos a desatender lo importante para proveer de circo al consumidor demandante?
En la lectura del evangelio que hemos escuchado, Jesús nos invita a construir la casa sobre la roca firme de su Palabra. La casa es también la patria, la nación, aquel lugar donde vive, se reúne, crece y se desarrolla la familia. En este caso, es la inmensa familia chilena, una familia de hijos e hijas con una vocación común de fraternidad y comunión, con vocación de entendimiento y no de enfrentamiento.
Oramos por Ustedes. Todos, en mayor o menor grado, somos o tenemos autoridad: autoridad como servidores del Señor, autoridad como servidores públicos, autoridad como papás, mamás, abuelos; autoridad como jefes.
Ser autoridad es una grave responsabilidad; por eso San Pablo pide que elevemos oraciones por las autoridades. Y no puede ser de otro modo, sabiendo que la doctrina de la Iglesia nos enseña que “toda autoridad proviene de Dios”. Pero debemos entender bien esta afirmación, porque si efectivamente toda autoridad proviene de Dios, eso no significa que quienes estamos constituidos en autoridad la ejerzamos siempre al modo de Dios, es decir, promoviendo la vida; haciendo que esta crezca; procurando que la persona alcance la estatura de hijo adoptivo de Dios. Autoridad, etimológicamente “augere”, significa ser autor, nada menos, que del ser de otro; hacerlo crecer. Autoridad es ser “padre” y es ser “pastor”. En efecto, pastores en el Antiguo Testamento eran los sacerdotes, los reyes, los jueces y todos quienes tenían autoridad en el ámbito civil y religioso.
Sabemos que “a Dios nadie lo ha visto jamás”; y que “el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha contado” (Jn 1, 18). Toda la vida de Jesús es revelarnos ese rostro de Dios Todopoderoso e invisible. En la imagen del Buen Pastor, él nos muestra y enseña cómo debe ejercerse la autoridad al modo de Dios. Es bueno recordar los anatemas del profeta Ezequiel contra los malos pastores y el anuncio de que un día, Dios vendrá en persona a mostrar cómo se es pastor (cfr. Ez 34). Por eso, no es de extrañar que los Evangelios nos hablen de que Jesús, el enviado del Padre Dios, sintió lástima de la muchedumbre “porque estaban como ovejas sin pastor”. Es así que Jesús se presentará él mismo como figura auténtica del pastor, es decir, de la autoridad de Dios: “Yo soy el Buen Pastor” (Jn 10, 11).
Es responsabilidad de todos los que son autoridades con mandato de la ciudadanía, superando los partidismos e ideologías, procurar ser los “éticos” de la “polis”, es decir, los primeros testigos y “hacedores” de la ética de la ciudad.
Chile es una patria de hombres y mujeres creyentes. El anhelo de Dios se debe verificar en la construcción de una sociedad basada en la verdad acerca de la persona humana. Esta verdad es la consideración absoluta de su dignidad de persona, del respeto básico de sus derechos a la vida y al desarrollo pleno, en libertad, de todas sus capacidades. Dios quiere hombres y mujeres libres y liberados de cualquier obstáculo que los plenifique en su condición humana. La promoción y el respeto de esos derechos han pasado y pasan actualmente de manera inexorable por el aporte que desde el Poder Legislativo pueden realizar todos ustedes, buscando esa roca firme de la verdad y la justicia.
Esta convicción profunda acerca de la verdad del hombre ha impulsado siempre a la Iglesia a defender la vida, desde la concepción hasta su muerte natural, y a promover la familia, basada en la unión de varón y mujer, como núcleo esencial de la sociedad. Lo hizo con especial ahínco cuando no hubo Poder Legislativo que ayudara a resguardarla, y lo sigue haciendo hoy cuando diversas corrientes de pensamiento amenazan la solidez de estas realidades que nos dio por baluarte el Señor. La Patria chilena contará siempre con la voz de la Iglesia y de las confesiones cristianas para iluminar la vida social. Y en especial el Congreso Nacional tendrá a su disposición nuestra colaboración eclesial para fortalecer todo aquello que ennoblezca y dignifique a quienes nacen, viven, sirven y mueren en y por nuestra Patria.
Hace algunos años hubo un diálogo maravilloso entre el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Papa Benedicto XVI, y el presidente del Senado italiano, el Honorable Marcello Pera, agnóstico y hombre de profundo humanismo. En el libro que reproduce esos diálogos, Marcello Pera decía en la introducción: “Peor que vivir sin raíces, existe solamente seguir adelante aguantando sin ninguna esperanza para el futuro”.
Muy probablemente los honorables Senadores y Diputados de la república de Chile tengan hoy, en los 200 años del Congreso Nacional, la posibilidad histórica de inaugurar un nuevo futuro en la política chilena, un tiempo de diálogos profundos y transparentes, de acuerdos realistas y generosos, de una búsqueda incesante del mayor bien para la sociedad. Eso se construye mirando de frente a los interlocutores y no a las cámaras de televisión; poniendo sobre la mesa la verdad -dificultades y esperanzas, problemas y sueños- y no las simples promesas; aportando a Chile desde nuestra identidad propia, y no desde el discurso “políticamente correcto”.
Las futuras generaciones agradecerán el gesto de los políticos de este comienzo de siglo, del mismo modo en que el país valora hoy la nobleza de quienes se pusieron de acuerdo, hace 26 años, para el renacer de la democracia. Que el Señor bendiga a nuestro Congreso Nacional, a quienes sirven en el Senado y en la Cámara de Diputados, a sus familias, y a todos aquellos que han consagrado su vida al servicio público, al bien común, a la patria de todos. Que Chile sea una Mesa para todos.
Así sea.
+Cristián Contreras Villarroel
Obispo Auxiliar de Santiago
Vicario General