Cuando los derechos humanos se ven torturados y reprimidos
13.05.2011
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13.05.2011
Para quienes trabajamos por los derechos humanos, lo sucedido durante la semana pasada ha dado lugar a algunos interesantes y estimulantes debates. Hemos oído cómo expertos y autoridades gubernamentales sostenían que la tortura ayudó a descubrir el paradero de Osama Bin Laden. En alguna parte, afirmaban, en un centro secreto de detención en Polonia o Lituania, o en una sala de interrogatorio en Guantánamo o Bagram, alguien dio una pista decisiva que desembocó en este resultado.
Mientras las justificaciones que legitimaban la tortura acaparaban los titulares, Amnistía Internacional preparaba la presentación de su informe anual sobre el estado de los derechos humanos en el mundo. Con la experiencia acumulada durante 50 años de trabajo para prevenir la tortura y promover la justicia, Amnistía Internacional se ha encontrado reiterando la importancia de los derechos humanos en los importantes retos que actualmente tenemos ante nosotros, incluida la prohibición absoluta de la tortura.
Hay quien sostiene que la tortura funciona. Alegan que los hechos de la semana pasada en Pakistán demuestran que la tortura tuvo su importancia a la hora de ofrecer lo que denominan justicia a los miles de víctimas de Al Qaeda en todo el mundo. Y eso les lleva a preguntarse ¿cómo es posible que los farisaicos activistas de derechos humanos critiquen la tortura?
Pero pensemos en los centros de detención. Centros de detención en Túnez, El Cairo, Teherán, Damasco, Manama y Saná. Centros de detención en donde, desde hace decenas de años, personas que luchan por la promoción de la democracia y los derechos humanos sufren tortura a manos de gobiernos que ahora todo el mundo reconoce como represores y brutales. Y casi siempre con la misma justificación: estas personas son una amenaza. De hecho, son terroristas.
No estamos hablando de personas a quienes se considera terroristas o luchadores por la libertad según la opinión de unos u otros. Hablamos de Estados que hacen un uso abusivo de su poder contra quienes cometen actos criminales e ignominiosos y también contra quienes cuestionan la actuación criminal e ignominiosa de los gobiernos. La realidad es que, para lograr sus propósitos, los Estados a menudo torturan a defensores y defensoras de los derechos humanos y acaban protegiendo a terroristas. El sistema fracasa con demasiada frecuencia, y quienes violan los derechos humanos ostentan el poder a la vez que se encarcela a quienes defienden esos derechos. Y, por ese obvio motivo, nunca puede justificarse la tortura.
Quienes promueven los derechos humanos y defienden a las personas marginadas, excluidas, demonizadas, deben gozar de protección frente al abuso de poder, obra no sólo de los Estados, sino también de los señores del narcotráfico en México, del Ejército de Resistencia del Señor en Uganda, y de los talibanes en Afganistán y Pakistán. Pero son los Estados, con su compromiso expreso y manifiesto de respetar los derechos humanos, los que desempeñan un papel fundamental a la hora de prevenir los ataques contra las personas marginadas, independientemente de quién sea el perpetrador.
Y eso sólo puede ocurrir con la total prohibición de la tortura. Sin excepciones.
Es indudable que quienes amenazan, matan, secuestran o mutilan deben comparecer ante la justicia. Pero esta norma debe aplicarse por igual a las personas que causan daño a otras y a los funcionarios del Estado que intentan reprimir la disidencia.
En la situación de pánico que se desencadenó tras los atentados del 11 de septiembre, los gobiernos de Estados Unidos y de otros países occidentales se apresuraron a subcontratar la tortura con Estados que se habían convertido en expertos en esta práctica. Podían afirmar que sus manos estaban limpias, a pesar de su creciente apoyo a gobiernos cuya actuación represiva, brutal y corrupta conocían. Es la población de estos países la que lo ha pagado caro. Y los países occidentales están en deuda.
A lo largo y ancho de la región vemos a valientes hombres y mujeres que, cansados de la represión, corrupción y discriminación, dicen ¡basta ya! y salen a las calles para exigir cambios. Se enfrentan a las porras, las balas, la brutalidad y la muerte. Pero lo que piden está claro. Al igual que todos nosotros, quieren vivir con dignidad, sin temor a la violencia de las fuerzas de seguridad y los matones a sueldo. Quieren vivir sin empresas ni funcionarios corruptos, quieren tener la posibilidad de influir en la actuación de su gobierno.
Para las mujeres, que han sido tan importantes en estas protestas, su participación es un acto de fe. Participan en una lucha permanente por sobrevivir al doble azote de los gobiernos represivos y la enraizada discriminación contra las mujeres. Han arriesgado sus vidas y han apostado para conseguir un lugar en la mesa de negociaciones –y no en la cocina– a medida que se configura el nuevo orden. A menudo parece que han perdido la apuesta, y eso hace que su coraje sea aún más admirable.
La revolución de los derechos humanos en Oriente Medio es una coyuntura crítica. Amnistía Internacional lleva años documentando la represión, brutalidad y corrupción de estos gobiernos, que los recientes acontecimientos han puesto de manifiesto de forma innegable, al igual que ha quedado en evidencia la inmadura complicidad de gobiernos que se consideran defensores de los derechos humanos. Las personas que viven bajo gobiernos represores, desde Myanmar a Cuba, desde Uzbekistán a Zimbabue, están atentas para ver si algún gobierno va a defender realmente los derechos humanos y poner fin a la represión, la brutalidad y la corrupción.
Si es cierto que las crisis ofrecen oportunidades, no cabe duda de que vivimos en un mundo lleno de inmensas posibilidades. Es hora de que haya liderazgo. Es hora de ir más allá del fracaso moral de los gobiernos de todo el mundo y demostrar en la práctica el apoyo a los derechos humanos, sin dejarlo en una simple frase publicitaria conveniente políticamente.
En Amnistía Internacional contamos con 50 años de experiencia en trabajo con el movimiento de los derechos humanos para hacer frente a los dictadores. Pero las personas normales y corrientes que actúan con valor extraordinario al salir a las calles en esta primavera árabe son testimonio viviente de nuestro sueño. Corren el riesgo de sufrir tortura y brutalidad para exigir sus derechos humanos.
Permítannos –a nosotros, personas normales y corrientes que trabajan juntas– renovar el compromiso con la visión de Peter Benenson, el hombre que fundó Amnistía Internacional, y recordar que las personas pueden cambiar las cosas. Las personas que actúan solidariamente –más allá de las fronteras, las clases, las creencias, más allá de todas las diferencias de las que se aprovechan quienes desean retener el poder– para exigir que los gobiernos pongan fin a la represión, acaben con la corrupción, y promuevan los derechos humanos.