Tortura y responsabilidad individual de gobernantes
18.11.2010
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18.11.2010
La publicación de las Memorias del ex presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ha vuelto a remover las aguas del movimiento global por los derechos humanos. Tanto en su libro como en posteriores declaraciones, el ex gobernante ha defendido la utilización de ciertos métodos de interrogación, como el denominado “waterboarding”. Esta técnica se ejecuta vertiendo cantidades calculadas de agua sobre el rostro de un sujeto y simula un ahogamiento, produciendo sensaciones de asfixia pero que, administrada cuidadosamente, precave de riesgo vital a la víctima.
Según lo afirmado por Bush, las técnicas de interrogación se encontraban conforme a al ordenamiento jurídico estadounidense “incluyendo aquellas [normas] que prohíben la tortura”, como es la enmienda VIII de la Constitución –que prohíbe tratos o castigos crueles o inusuales– o la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. El ex mandatario asegura haber descartado otros procedimientos extremos y admite que si bien la técnica de waterboarding era “dura”, los expertos médicos de la CIA le aseguraron que no produciría “daño duradero”.
Estas declaraciones dan pie para, al menos, dos reflexiones en el ámbito internacional de los derechos humanos. La primera, referida a la tortura y su contenido; la segunda, a la posibilidad de someter a proceso a ex gobernantes por su responsabilidad en violaciones a los derechos humanos.
Respecto a lo primero, parece impresionante la miopía de las autoridades estadounidenses respecto al cumplimiento de buena fe de los tratados internacionales que versan sobre derechos humanos. En primer término, porque la administración anterior les negó unilateralmente la protección de los Convenios de Ginebra que, en cualquier conflicto armado, protege frente a tales actos de coerción, ya sea se trate de prisioneros de guerra o de civiles. Segundo, porque a través de acrobacias jurídicas se intentó restringir el concepto de tortura de una forma inaudita.
Los memorandos de las autoridades del Ministerio de Defensa y Justicia así lo prueban y pueden ser revisados en el libro: The Torture Papers: The Road to Abu Ghraib (2006), que compila los documentos claves al respecto. Tal documentación recibió el repudio casi unánime de toda la academia, tanto de intelectuales demócratas como republicanos. Pero no solo eso: apelar a que la tortura debe producir, necesariamente, un “daño duradero” es ir contra las intuiciones más elementales para justificar abusos de poder.
Ahora bien, y esto es lo interesante, las declaraciones y las memorias de Bush podrían tener efectos prácticos. Desde que el caso Pinochet fuese decidido en Londres –admitiendo la posibilidad de extradición a un tercer país por actos de tortura–, ningún gobernante que haya conocido y autorizado tales horrendos crímenes puede respirar tranquilo.
Si bien es altamente improbable que Bush sea perseguido penalmente al interior de Estados Unidos –agentes de la CIA han sido liberados de cargos de tortura e, incluso, han sido promovidos– ya no podrá circular libremente por el mundo. Amnistía Internacional está promoviendo una campaña para exigir la responsabilidad del ex presidente.
La posibilidad de extradición está latente y un proceso contra el ex mandatario podría iniciarse en otro país. El (alto) riesgo debería ser suficiente para advertirle que no podrá vacacionar en cualquier parte y que la amplitud de su “mundo” –restringido ahora a las cincuenta estrellas de su bandera– seguirá dependiendo de la discrecionalidad persecutoria que gozan los fiscales estadounidenses.
*Pablo Contreras es abogado y candidato al LL.M. en IHR, por Northwestern University.