Palabras de CFK al despedir a Kirchner: “No vamos a cambiar justo ahora”
02.11.2010
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02.11.2010
Desde Río Gallegos- No era necesario ser creyente para sentir emoción durante la sobria y cálida ceremonia con que tres sacerdotes amigos de la familia Kirchner despidieron a Néstor, el viernes en el cementerio municipal de esta ciudad que él condujo, como intendente y gobernador. Todo transcurrió con una intensidad, un decoro y una ternura que ninguno de los privilegiados que pudimos asistir olvidará. Cristina quiso que la acompañara un centenar de personas, entre representantes de organismos defensores de los derechos humanos que llegaron desde Buenos Aires, familiares de Kirchner, unos pocos legisladores a los que siente próximos, como Agustín Rossi o Eduardo Fellner; amigos de toda la vida y compañeros de militancia, de ella, de Néstor y de Máximo Kirchner. En cambio, dispuso que los ministros y funcionarios no abandonaran el trabajo en Buenos Aires, con escasas excepciones como el jefe de gabinete Aníbal Fernández y su vice Juan Manuelito Abal Medina, y aquellos que acompañaron a los Kirchner desde Santa Cruz, como Julio De Vido, Carlos Zannini, Héctor Icazuriaga o Nicolás Fernández, o en la militancia setentista, como Carlos Kunkel y El Pampa Alvaro. Algunos que ignoraban la consigna, o que decidieron ignorarla porque necesitaban una foto, debieron volverse del Aeroparque sin asiento en los aviones, como el Procurador del Tesoro, Joaquín Da Rocha, el resistente.
Mientras aguardaba dentro de la capilla la llegada de la comitiva, el padre de Plaza de Mayo Julio Morresi se acercó a María Ostoic y le dijo que con su hijo se había ido el mejor. “Ya va a venir otro”, respondió la madre del ex presidente, que al filo de sus 90 años mostró una serenidad asombrosa. Contó que en el rostro de su hijo muerto vio una expresión relajada. “Murió sereno”. Como quien reflexiona en voz alta dijo que el acto en el Boxing Club con los gobernadores le sonó como una despedida y que no entendió qué intentaba transmitir Kirchner cuando dijo que volvía a Río Gallegos. “Tal vez así impidió una tragedia mayor”, reflexionó, enigmática. No parecía que estuviera hablando de política. Suspiró y dijo: “Vuelve a la ciudad en la que nació. Los hijos deberían enterrar a los padres y no al revés”. Amigos de Río Gallegos contaron que Kirchner acababa de comprar una parcela en el cementerio local y que la noche anterior a su muerte había hablado de ello con Cristina. Los dos dijeron que no les gustaban los velorios en el Congreso, a cajón abierto, en los que los restos de lo que fue una persona quedan expuestos a las miradas morbosas de cualquiera. En la segunda fila de la nave escuchaba estos comentarios la hija menor de María Ostoic, María Cristina Kirchner, Macris o la verdadera Cristina Kirchner, como bromean los íntimos, a quien acompañaban sus hijos, un morocho fornido de 12 años y una señoritunga pizpireta de 11. Farmacéutica del hospital local, Macris rara vez viaja a Buenos Aires. Todos los Kirchner han heredado la nariz de María Ostoic, pero Macris comparte el rostro romboidal de su sobrino Máximo, a quien se parece más que a sus hermanos Néstor y Alicia. Máximo, que durante más de veinte horas no se separó de su madre en la capilla ardiente, se estremeció con un recuerdo al abrazar a un compañero en Río Gallegos. “Al matar a ese pibe en Constitución también mataron a mi viejo. Estaba indignado. Todos esos tipos tienen que ir en cana”, musitó. Junto con Cristina y sus hijos llegó su hermana, la médica Giselle Fernández. En la capilla también se abrazaron Alessandra Minnicelli, la esposa del encanecido Julio De Vido, quien hace apenas un mes perdió a su hijo Facundo, de 21 años, en un estúpido accidente cuando su auto mordió un cordón y embistió un poste, y la actriz Andrea del Boca. Hace cuarenta años ambas actuaron en “Andrea”, una película infantil filmada en esa misma ciudad. No habían vuelto a verse desde entonces. Se tenían de la mano, con los ojos empañados por el llanto.
La muy austera ceremonia ocurrió en la capilla del único cementerio de Río Gallegos, que no es privado por si hace falta decirlo, y estuvo a cargo de tres sacerdotes de estrecha relación con la familia Kirchner. Junto al espacio reservado para el féretro instalaron una corona muy sencilla, de pocas pero frescas flores, con una cinta argentina de plástico que sólo decía Cristina, Máximo y Florencia. No fue una misa, sino la lectura de un breve texto bíblico y una conversación entre amigos. Por eso el obispo Juan Carlos Romanín, quien desde el conflicto docente encabezó la oposición provincial, aceptó un consejo de conocidos cautos y se abstuvo de comparecer. Todos tenían presente el sonoro improperio, “Hipócrita”, con que un feligrés católico respondió a las melifluas palabras del cardenal Jorge Bergoglio, y el fastidio que causó la fugaz aparición para las cámaras en la Casa Rosada de Alcides Jorge Pedro Casaretto, luego de siete años en que ambos políticos episcopales trataron de hacerle las cosas difíciles a Kirchner y a su esposa en todo lo que estuviera a su alcance. Esa jerarquía tiene escasa relación con el gobierno pero preferiría que se notara menos. Lo siente como una capitis diminutio porque sólo se concibe como parte de una Iglesia del poder, aunque declame lo contrario. En cambio se comentaba con tolerancia, por su edad y porque nunca hostilizó a Kirchner, el rezo del jubilado obispo de San Isidro y Morón, Oscar J. Laguna, y con respeto la discretísima visita del arzobispo de Luján, Agustín Radrizzani, a quien CFK debió consolar cuando le tomó las manos en un pasillo lateral, lejos de la vista del público, y la de su predecesor, el jubilado Rubén Di Monte.
Imposible imaginar mayor contraste entre el boato y la artificiosidad del rito celebrado en la Catedral porteña y el encuentro afectuoso entre viejos conocidos en la capilla patagónica. Sus paredes están pintadas de un vivo color salmón, y vidrios amarillos y ocre, sin íconos, filtraban la luz de un día nublado. Con su techo de madera clara y apenas una cruz como símbolo religioso, es tan despojada como un templo protestante. Allí se celebró la vida y no la muerte. La comitiva logró vadear con mucha dificultad y lentitud el río humano que se desbordó a los lados de la ruta desde el aeropuerto. Algunos presuntos buenos cuberos estimaron que se había volcado a la calle la mitad de los 117.000 habitantes de la capital provincial. Como hacía en vida, Kirchner se zambulló por última vez en la multitud. Al pasar por algunos barrios se veían más lágrimas que dientes. Unas pocas vallas cayeron por la presión humana y no faltaron empellones, entre petroleros y albañiles, a ver quien cuidaba mejor a Cristina. Los invitados por la presidente vieron por televisión en Río Gallegos cuando Cristina hizo detener el auto, bajó y les recriminó a los policías por empujar a quienes sólo querían despedirse de Kirchner. Fue un gesto como para que nadie tuviera dudas sobre el carácter de la persona al mando, a la que tantos se proponen ayudar, con las mejores o las peores intenciones. Los amigos de Santa Cruz acotaron que no era un gesto para los medios, que lo mismo hizo durante la campaña electoral con un custodio que empujó a un militante que intentó acercarse al helicóptero. “Las elecciones se ganan con votos y no con seguridad. Y los votos se ganan de a uno”, le dijo.
Dentro de la capilla, que terminó de construirse durante la intendencia de Kirchner, el cura Lito Álvarez recibió a la presidente y su familia. Cristina se sentó en la primera fila a la izquierda del féretro, junto con sus hijos, el gobernador Daniel Peralta y el presidente de Venezuela. A la misma altura, sobre la derecha, seguían su suegra, sus cuñadas y sus sobrinos.
– Este es mi cura preferido– le explicó Cristina a Hugo Chávez Frías, señalando a Lito Álvarez.
– ¿Y yo, qué soy?– protestó el sacerdote Juan Carlos Molina, el rubio alto de barba rala que durante las interminables horas del velatorio porteño permaneció de pie consolando a su amiga Alicia Kirchner.
– Bueno, los dos son mis preferidos. Pero no se hagan los locos, concedió Cristina
De pantalón y campera los dos, azul tejida Álvarez y de paño gris Molina, el único ornamento que cada uno lucía era una estola blanca, con cruces de color. Álvarez dijo que estaban allí para despedir al amigo y acompañar a su familia y que serían breves y cuidadosos, no fuera cosa que Néstor se levantara y les apoyara una de sus manazas en la cara y los hiciera callar con un “ya estásh diciendo macanas”. Leyó el bello párrafo del Evangelio según Mateo sobre el juicio final (25: 35/40) en el que Jesús dice a sus discípulos que el Reino de los Cielos se abrirá para ellos porque “tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver”. Los justos le preguntarán sorprendidos cuándo le dieron de comer y beber, lo alojaron y vistieron y lo fueron a visitar, y “el Rey les responderá: cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Luego, el cura Lito dijo que hablaría de la resurrección. Explicó que todos nos morimos, pero pocos dan la vida, como Kirchner la dio. Y que quienes dan la vida resucitan en el pueblo. “El pueblo argentino resucitó, porque estaba humillado y sin esperanzas y Néstor con sus actos se las devolvió”.
Álvarez, quien ese día cumplió sus 49 años, es el sacerdote de El Calafate a quien dos horas después de la muerte de Kirchner la presidente le contó cómo fueron sus últimos momentos de vida, desde que se desplomó en sus brazos luego de intentar incorporarse al sentir un dolor en el pecho y dificultad para respirar. La vio entonces, tal como horas después la vería todo el país, destrozada de dolor pero entera, afectuosa y preocupada por sus hijos. Lito le dijo que recién entendía por qué Kirchner la llamaba “Presidente Coraje”.
Lo siguió en la predicación Juan Carlos Molina, quien atiende hogares para jóvenes con problemas de adicción en Caleta Olivia, en la provincia del Chaco y en Haití. Contó que durante el velatorio en Buenos Aires, Cristina pasaba la mano por el lustroso ataúd y como si acariciara a Kirchner le decía en voz muy baja “caprichoso, caprichoso”, que quería decir empecinado, cabeza dura. “Caprichoso, sí. Néstor era caprichoso y por eso el pueblo argentino está hoy como está y le responde como le responde”, dijo el cura. Dijo que Kirchner entró al salón de los patriotas latinoamericanos preparado con los atributos de presidente, pero que Cristina y Alicia fueron colocando sobre el féretro y a sus pies los regalos que la gente le fue alcanzando, “hasta que salió de allí como el hombre del pueblo, como un líder”. Cinco cajas grandes llenaron esos tributos populares. Como Sergio Soto es el primer nativo de Gallegos que llegó a cura, dijo unas palabras sobre su emoción al despedir al primer presidente nacido en Santa Cruz, así como Fernando De la Rúa opinó por televisión que la gran lección de estos días es que hay que respetar a los ex presidentes. Un parroquiano que lo escuchó después de asistir al velatorio, increpó al televisor en una parrilla de Buenos Aires: “Kirchner murió, vos mataste”.
Cuando terminó Sergio Soto, Juan Carlos Molina recordó que al asumir la presidencia Kirchner dijo que no dejaría sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. “Tampoco quedarán enterradas ahora en el cementerio de Río Gallegos”. Luego convocó a madre, hermanas, esposa, hijos y sobrinos de Kirchner a rodear el féretro y despedirse con alegría por la vida. Después de ese último abrazo, la presidente acompañó hasta el aeropuerto a Chávez, quien apenas pidió un viva por el ex presidente y otro por la Argentina. También ordenó que los miles de personas que esperaban en la calle pudieran entrar para despedirse de Lupo, como todos siguen llamándolo aquí, aunque para eso hubiera que postergar el traslado a la cripta familiar. Antes de irse, Cristina avanzó hacia las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo y se abrazó con ellas. “Viste, somos peronistas. Siempre andamos en medio del pueblo y el tumulto. No vamos a cambiar justo ahora”, me dijo con una tenue sonrisa y con una entonación endulzada por el dolor y el cansancio. ¿Quien que la conozca y no la subestime puede esperar otra cosa?
Por Horacio Verbitsky
No pasaron dos horas desde la muerte de Néstor Kirchner antes de que comenzara el debate acerca de la gobernabilidad. Cada cual participó a su manera y con lo que pudo, desde análisis y propuestas racionales hasta expresiones emotivas. Abrieron punta las columnas y editoriales de los grandes medios. En forma explícita, invitaron a pensar todo de nuevo, pero en realidad propusieron una vez más la vieja lógica que imperó en el país hasta que el azar puso en la Casa Rosada al líder excepcional que acaba de morir.
Uno de los principales columnistas del matutino Clarín escribió que la decisión de que la candidata presidencial en 2007 fuera CFK constituyó el “primer error estratégico grave” de Kirchner. No hay un razonamiento que respalde esa afirmación, que debe aceptarse como un acto de fe. Ante una pregunta sobre algún hecho que hubiera detonado la confrontación sin tregua con el CEO del grupo económico que creció en torno de ese diario, Kirchner respondió hace un par de meses: “Vino a verme a Olivos para decirme que Cristina no podía ser presidente”. No puede reprocharse falta de coherencia a quien mantiene su posición más allá de la muerte. Lo mismo vale para el matutino La Nación, y su reiteración del mismo ultimatum que usó para saludar la llegada de Kirchner al gobierno. El 15 de mayo de 2003, cuando se supo que Carlos Menem no se presentaría a la segunda vuelta, tituló en su tapa que la Argentina había decidido darse gobierno por un año. Firmaba el artículo el director periodístico Claudio Escribano. Desde diez días antes, escribió, Kirchner sabía que “el principal asunto a resolver en el país es el de su gobernabilidad”. También en ese caso, Kirchner dio la explicación para una conducta tan extraña, sin precedentes en el periodismo argentino. Durante la campaña electoral había desayunado con Escribano quien le transmitió un pliego de condiciones:
1. “La Argentina debe alinearse con los Estados Unidos”.
2. “No queremos que haya más revisiones sobre la lucha contra la subversión. Creemos necesaria una reivindicación del desempeño de las Fuerzas Armadas”.
3. “No puede ser que no haya recibido a los empresarios”.
4. “Nos preocupa la posición argentina con respecto a Cuba”.
5. “Es muy grave el problema de la inseguridad. Debe llevarse tranquilidad a las fuerzas del orden con medidas excepcionales de seguridad”.
Kirchner respondió que su mayor preocupación era “que me acompañen los argentinos. Ocurre que usted y yo tenemos visiones distintas del país”. Hace ya largos siete años que La Nación procura en vano aportar al cumplimiento de su interesada profecía. La imprevista muerte de Kirchner le pareció el momento oportuno para reiterar la exigencia. “Sin Kirchner, Cristina puede asumir el poder”, tituló Rosendo Fraga su columna puesta on line a las 11:17 del miércoles 27. Con una prosa menos grandilocuente que la de Escribano, Fraga escribió que la presidente “tiene la oportunidad de modificar, rectificar, corregir, cambiar” las “políticas impuestas por su marido”. Como la primera de las “decisiones que se reclaman”, mencionó “tomar distancia de Hugo Moyano”. Si, en cambio, “insiste en la línea fijada por su marido, no le será fácil gobernar”. Reconoció que Kirchner “deja a su esposa con un gobierno sólido en lo económico, pero enfrentado con el sector productivo mas importante del país que es el campo; en conflicto también con el sector industrial”. Por eso, no está en riesgo “la continuidad institucional, pero puede estarlo la gobernabilidad”, si Cristina no deja de ser “la presidenta de una facción para pasar a serlo de todos los argentinos”, es decir de todos los argentinos que cuentan para La Nación. En la misma línea, en el mismo diario y apenas dos horas después, Carlos Pagni” ordenó “pensar todo de nuevo”, con un acuerdo entre oficialismo y oposición “para rodear a un gobierno débil”, aunque advierte que no es fácil que la presidente se reconozca débil. Agrega que “hay un líder omnipotente que ha muerto y una viuda al frente del Estado: Perón e Isabel, Kirchner y Cristina. ¿Quién será el Ricardo Balbín de este drama?”.Ni siquiera se priva de amagar que la sucesión presidencial “sigue previéndose para diciembre del año próximo”. Entre los conductores apetecidos para lo que sigue, arriesga los nombres de Daniel Scioli y de José Luis Gioja y también advierte contra Moyano. En los días siguientes continuaron los pronunciamientos en esa misma línea, en ése y en otros diarios asociados a los mismos negocios y proyectos políticos. Más allá de este chantaje, el debate sobre la gobernabilidad es legítimo. Kirchner comenzó a darlo el primer día de su gobierno y lo continuó después de su muerte, con la imponente eclosión de sentimientos y actitudes que estaban en las capas profundas de la sociedad y que la espuma de los días y la trivialidad de las polémicas mediáticas impedían ver. Una generación que nació durante la dictadura militar o en los primeros años posteriores, ocupó las calles de todo el país, con lágrimas en los ojos, para despedir al hombre que le ayudó a creer que la política era una herramienta apta para cambiar una sociedad demasiado injusta y que ellos tenían un sitio en ese intento. La comparación con Isabel y Balbín es una mera expresión de deseos. Cristina no es una frágil mujer que busque ni acepte la conmiseración de nadie ni hay entre los líderes opositores gestos de grandeza proporcionales al vacío que deja la partida de Kirchner (al margen de lo poco que le sirvió Balbín a la estabilidad institucional). La presidencia no es el regalo que recibió por consolar la senectud de un anciano fastidiado sino la consecuencia de un proyecto compartido con su compañero político y sentimental de toda la vida. Juntos construyeron un país pacificado, cuyas instituciones funcionan a pleno, respetado por todos los países de la región, cuyos líderes acompañaron a Cristina. Nunca antes Brasil y Chile habían declarado duelo nacional por algo ocurrido en la Argentina. La economía que crece como pocas en el mundo y como pocas veces antes en la Argentina. Esto ha permitido disminuir los niveles de pobreza e indigencia que de todos modos siguen siendo escandalosos y que constituyen la primera de las asignaturas pendientes. La pareja presidencial, como tantas veces los llamaron para erosionarlos, marcó un punto de inflexión en la larga decadencia argentina, que sin ellos conducía en línea recta a la catástrofe. Esta es la gobernabilidad democrática que, a derecha e izquierda, no soportan quienes anhelan volver al país para pocos ricos, pocos inteligentes, pocos militantes, la que hizo de Kirchner el primer presidente en demasiado tiempo que se retiró del gobierno y de la vida ahora, con altos grados de aprobación social. Si Alfonsín simboliza el Nunca Más, Kirchner deja como legado el Nunca Menos. El otro camino es el del ajuste y la represión, que termina a los palos y los tiros, con cuarenta muertos como el ciclo Menem-Cavallo-De la Rúa o con dos, como el del ex senador Eduardo Duhalde, con la industria en ruinas, la desocupación rampante, los salarios en el subsuelo y superganancias para quienes no se resignan a que otra Argentina sea posible.
*(“Nunca Más, Nunca Menos” es el título de una declaración de la rama argentina de la Sociedad Internacional para el Desarrollo, que dirige el economista Enrique Aschieri).