El libro que Edgardo Boeninger no alcanzó a presentar
16.09.2009
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
16.09.2009
El plan del ex ministro y ex senador DC Edgardo Boeninger era presentar el 28 de septiembre su último libro, titulado «Chile rumbo al futuro». Pero el cáncer que lo aquejaba fue más rápido y murió el domingo recién pasado. Ese mismo día, el periodista Ascanio Cavallo publicaba una columna en La Tercera en que calificaba el texto como el testamento de Boeninger. Sin duda lo es. Un testamento político donde expone sus puntos de vista y propuestas en temas tan diversos como la educación, el calentamiento global, la economía o el conflicto mapuche. A continuación reproducimos parte del capítulo VIII, correspondiente a Reformas al Sistema Político. En nuestra sección LIBROS puede descargar el capítulo completo en PDF junto con la primera parte del libro «La igual libertad», una biografía-entrevista en que la periodista Margarita Serrano retrata a Boeninger desde su infancia y donde recorre toda su carrera política. Ambos libros son de Uqbar Editores.
En primer lugar, recordemos que el año 2005 se aprobaron casi por unanimidad las reformas constitucionales pendientes desde 1989 e impulsadas con ardor y perseverancia por la Concertación. Su promulgación fue el desenlace consensuado en favor de los planteamientos que la coalición gobernante había venido haciendo desde antes de asumir el poder en 1990. La Constitución es la ley fundamental, el marco en el cual funciona la institucionalidad del país. Su estabilidad consolida y a la vez refleja la estabilidad política que ha tenido el país desde el retorno a la democracia. Por eso, salvo en el caso de cambios específicos que no alteren su esencia, para plantear reformas de mayor magnitud se requiere una percepción amplia de su necesidad y urgencia. De ahí que, a mi juicio, el peso de la prueba recae con rigurosidad en quienes plantean tales reformas.
Soy totalmente contrario a sustituir la actual Constitución por una nueva que, según sus inspiradores, sería «auténticamente democrática», en referencia a la ilegitimidad de origen de la de 1980. A mi entender, las reformas de 1989 y del 2005 borraron esa ilegitimidad de origen. La otra razón de fondo para abogar por el remplazo indicado es el deseo de introducir normas que conduzcan al Estado social de derecho. En esta materia, como dije antes, estoy de acuerdo con introducir disposiciones de un estatuto de garantías social que constituyan orientaciones programáticas. Por último, hay quienes quieren eliminar el sesgo económico liberal de la Constitución, subrayando el rol del Estado en general, el del Estado empresario y su imperio en materia de servicios sociales sin fines de lucro. Me parece que en una economía de mercado regulada es correcto que en el campo productivo el Estado desempeñe un rol subsidiario. Así lo establece la Constitución vigente, lo que es concordante con la estructura productiva actual del país. Las empresas públicas existen y seguirán existiendo, pero la tendencia de largo plazo apunta a que su peso disminuya en términos relativos. Así ocurre en todas las democracias desarrolladas del mundo. Solo algunos regímenes populistas, autoritarios y nacionalistas de nuestra región, vestidos de revolucionarios, van en dirección contraria.
Por último, en un régimen político democrático como el nuestro, hacer funcionar una asamblea constituyente o encomendar al parlamento la elaboración de una nueva Constitución complicaría y distraería con ese tema el próximo período presidencial (y/o el que le siga) con el consiguiente menoscabo de la agenda gubernativa económico-social.
Chile es una democracia representativa como son todas las democracias del mundo contemporáneo, excepto nuevamente algunos regímenes de nuestra región de precarias credenciales democráticas. Es un hecho que las formas de democracia directa, al margen de las instituciones, conducen a una falsa y manipulada relación del mandatario con su pueblo y, por ende, a regímenes populistas autoritarios.
Soy, por eso, contrario a la institución de los plebiscitos nacionales para definir o dirimir opciones de política pública. Primero, solo estarán en condiciones de ser plebiscitados aquellos temas que puedan ser plenamente sometidos a la ciudadanía en términos de SI o NO , es decir, de alternativas simples que den lugar a respuestas claras y coherentes. El del divorcio sería un caso de esa índole (como lo fue en Italia); también lo serían algunos otros temas valóricos fundamentales. En cambio, en una consulta ciudadana más compleja es prácticamente imposible obtener un conjunto de respuestas coherentes. Además, en los plebiscitos suelen primar minorías ad hoc, organizadas especialmente para este efecto, que recurren a argumentos emocionales primarios para lograr el favor del electorado, distorsionando de esta manera la naturaleza de la consulta.
No me parece adecuado que en un régimen presidencial un parlamentario pueda ser ministro sin perder su cargo. El caso reciente de Carolina Tohá es distinto porque ella renunció a su calidad de diputada. Aún así, queda pendiente el tema del remplazo del parlamentario renunciado. La regla general es que sea su partido el que designe al remplazante, solución que me parece adecuada porque evita las elecciones complementarias, generalmente perturbadoras, que por mucho tiempo fueron la norma en el país. Sin embargo, si la renuncia se debe a que el parlamentario pasa al Ejecutivo, la bondad de la solución no es tan clara, dada la participación del Presidente en el asunto y la influencia electoral que el hecho podría generar.
1 . Parlamentarizar el presidencialismo
Hay una sostenida presión política y parlamentaria por transferir poderes del Presidente al Congreso Nacional, con miras a corregir lo que se considera el «hiperpresidencialismo» vigente. Dar al Congreso Nacional más facultades de iniciativa para proponer leyes, especialmente en materia de gasto, así como introducir reformas en la discusión presupuestaria y establecer la ingerencia decisiva del Congreso Nacional en nombramientos para ocupar ciertos cargo, son algunas de las ideas que se impulsan al respecto.
Soy contrario a ir convirtiendo nuestro régimen en un híbrido que entregue al Congreso Nacional facultades propias de un régimen parlamentario, debilitando la capacidad de hacer gobierno del Presidente sin que haya transferencia clara al parlamento. Ambigüedad, incoherencia y populismo son algunas de las consecuencias probables de tales cambios. El híbrido resultante nos dejaría en el peor de los mundos, pues perderíamos virtudes del presidencialismo sin aprovechar las ventajas del parlamentarismo.
El natural deseo de los parlamentarios de equiparar su estatus y poder a los del Presidente es una fuerte motivación que alimenta las propuestas de transferir atribuciones, o al menos de establecer un mayor
equilibrio entre ambos poderes. En esa visión de poder más compartido se inscribe, por ejemplo, la aspiración parlamentaria de que los ministros de Estado que designe el Presidente requieran la confirmación del Congreso Nacional y que este, a su vez, pueda detonar la renuncia forzada de un ministro por razones políticas distintas de la aprobación de una acusación constitucional. Una normativa de ese tipo entorpecería la formación de un equipo ejecutivo estable y perjudicaría el desarrollo de la agenda gubernativa.
El tercer interés de los parlamentarios es acceder, al menos en parte, a las prerrogativas propias del Presidente en materia de gasto público, impuestos, organización del Estado, subsidios, remuneraciones y seguridad social, temas que son de iniciativa exclusiva del Poder Ejecutivo. No concuerdo con esta aspiración, porque la entrega de esta clase de atribuciones a los parlamentarios aumentaría considerablemente su ejercicio del clientelismo para atraer electores.
A favor de posiciones como las citadas se argumenta que en las democracias parlamentarias tales atribuciones están radicadas en el congreso. Eso no es exactamente así, porque en esas democracias las potestades ejecutivas las ejerce exclusivamente el Primer Ministro y su gabinete, integrantes todos del parlamento. Pero el resto de los parlamentarios no tiene más capacidad de iniciativa que las que poseen hoy sus pares chilenos.
Otra motivación importante de los planteamientos antes señalados es el deseo de debilitar al ministro de hacienda que, por la prevalencia relativa de las variables económicas en el desarrollo del país, aparece
como un poder que se desea disminuir. Al respecto, tengamos presente que en casi todos los países el ministro a cargo de la economía tiene un estatus destacado y suele ser el más importante de los miembros del gabinete. Tanto es así, que resulta difícil pedirle la renuncia a un ministro de hacienda bien evaluado, porque hacerlo crea incertidumbres, con repercusiones financieras y económicas no menores en el ámbito nacional e internacional.
2 . ¿Puede o no Chile adoptar el parlamentarismo?
Creo que este es un tema de reflexión que se deberá analizar a fondo en los próximos años. Soy un convencido de las ventajas del parlamentarismo, como la inexistencia de la separación de poderes, la necesidad de que el gobierno cuente con mayoría política –de perderla caería por efecto de la censura– y la mayor flexibilidad para construir alianzas, tanto generales como ad hoc. El presidencialismo reduce el rol de los partidos políticos, hoy supeditados en nuestro país al Presidente; en un régimen parlamentario, en cambio, la preponderancia de los partidos es indiscutible. Se dice de nuestros partidos que no están a la altura de un desafío como ese y que su mala imagen pública hace inviable discutir siquiera el tema, juicio que también afecta al Parlamento.
Puede ocurrir, sin embargo, que sea justamente ese desafío el que necesitan partidos y parlamentarios para reconquistar el sitial que les corresponde en toda democracia. Piénsese, por ejemplo, que en el parlamentarismo todos los dirigentes máximos de los partidos son parlamentarios y que también tienen que serlo los ministros y subsecretarios. Esto significa que «los mejores», hoy en gran medida ausentes del parlamento, tendrían que ser parlamentarios para desempeñar tan altas funciones ejecutivas. La inexistencia de la separación de poderes me parece también una ventaja importante, porque en el sistema parlamentario el Poder Ejecutivo (es decir, «el gobierno») lo forman integrantes del parlamento designados por sus propios pares. Este «gobierno» suele tener más poder real que el que tienen los mandatarios en un sistema presidencial. Por último, el parlamentarismo pone fin a las fricciones entre Poder Ejecutivo y Poder Legislativo, producto de los distintos orígenes de la legitimidad de uno y otro. Esta emana de universos electorales diferentes que a menudo se pronuncian en distintos momentos.
Sabemos que en Chile este debate ha chocado siempre con una tradición cultural presidencialista muy asentada y el consiguiente respeto a la figura «paternalista» del Presidente. No estoy proponiendo la sustitución del régimen presidencial en el corto plazo porque estoy consciente de los impedimentos. Sostengo sí que este es un tema cuya discusión deberemos abordar a fondo en un momento no muy lejano. Los países desarrollados del mundo tienen todos regímenes parlamentarios (con excepción de los Estados Unidos, cuyo sistema político no es un ejemplo que debamos seguir), en tanto que en algunos regímenes presidencialistas de América Latina hemos visto mediocridad y fracasos que con frecuencia han desembocado en gobiernos autoritarios y populistas.
3 . El régimen presidencial
Se ha estado planteando en Chile la posibilidad de adoptar un régimen semipresidencial al estilo francés, en el que coexisten un Presidente y un Primer Ministro, con una división institucionalizada de facultades entre ambos.
Corresponde aprobar el reconocimiento a los pueblos originarios, a lo cual se han opuesto los partidos de derecha. Nunca he entendido su argumento de que el reconocimiento de esos pueblos afectaría la unidad de la nación chilena, ya que no se trata de autogobierno ni de disposición alguna que pueda conducir a él (…) Este gesto político-simbólico debiera ser parte de cualquier política eficaz, particularmente en relación con la etnia mapuche.
No soy partidario de esa fórmula para nuestro país. Tal convivencia sería inevitablemente fuente de conflictos y de ambigüedad en la interpretación de los poderes respectivos. Si el Primer Ministro es designado
por el parlamento y la mayoría parlamentaria es contraria a la tendencia del Presidente, se generan incoherencias en la conducción del país –la llamada «cohabitación» francesa– agravadas por el hecho de que ambos cargos tienen distinta legitimidad de origen. En un país con dos coaliciones principales, como Chile, este esquema conduciría a que el Presidente fuera de un partido de la coalición gobernante y el Primer Ministro de otro (si el gobierno tuviese mayoría parlamentaria), lo que podría generar serios conflictos internos en la coalición.
Sin embargo, la propuesta quizá podría tener un efecto favorable. La dualidad de mando ejercida por personas de distinta afiliación partidaria podría ser un instrumento efectivo de negociación para generar grandes acuerdos. Asimismo, cabría pensar en un sistema semipresidencial como un primer paso hacia el parlamentarismo, al relativizar la hoy incontrarrestable figura del Presidente. Creo, por lo tanto, que esta opción debiera ser incorporada al análisis de cualquier reforma constitucional de envergadura que se acuerde impulsar.
Sostengo, eso sí, que antes de que se proponga alguna reforma constitucional mayor en Chile se debería estudiar a fondo, en todas sus dimensiones, este tema fundamental. Entretanto, correspondería introducir
reformas constitucionales parciales referidas a diversos temas específicos, que siempre se presentarán.
En lo inmediato, soy firme partidario de dos reformas específicas que quedaron pendientes al efectuarse la gran reforma constitucional del 2005. En primer lugar, debe eliminarse la disposición constitucional que
fija en 120 el número de legisladores; su derogación es esencial para poder discutir reformas al sistema electoral binominal a nivel de ley orgánica. En segundo lugar, corresponde aprobar el reconocimiento a los pueblos originarios, a lo cual se han opuesto los partidos de derecha. Nunca he entendido su argumento de que el reconocimiento de esos pueblos afectaría la unidad de la nación chilena, ya que no se trata de autogobierno ni de disposición alguna que pueda conducir a él. La calidad de pueblo originario es un hecho objetivo, como lo es el hecho de que una fracción importante de ese pueblo siente fuertemente su identidad de tal. Como sostendré más adelante, este gesto político-simbólico debiera ser parte de cualquier política eficaz, particularmente en relación con la etnia mapuche.
C . El período presidencial
Se ha reabierto el debate sobre la duración del período presidencial. Soy decidido partidario de los cuatro años sin reelección inmediata. No pretendo repetir aquí todos los argumentos en favor de esta posición. Solo quiero señalar que ella i) contribuye a una mayor continuidad de Estado porque impide que los candidatos a la presidencia presenten proyectos refundacionales o programas que deberían implementarse totalmente en el curso del período respectivo, tentación siempre presente cuando los períodos presidenciales son de seis o más años; ii) coincide con la tendencia mundial a hacer más cortos los períodos de gobierno y permitir así una evaluación ciudadana más frecuente, cosa muy deseable dado el gran poder del Presidente; iii) tiene en cuenta que la revolución tecnológica de nuestros tiempos ha producido una enorme aceleración en todas las esferas, de modo que las mismas tareas de antes hoy se llevan a cabo en menos tiempo, iv) estimula a los candidatos a concentrarse en unas pocas propuestas principales, como la reforma previsional de Michelle Bachelet o la reforma del sector de la salud de Ricardo Lagos y v) hace que la agenda pública considere un horizonte de mayor plazo porque parte de lo que se desea hacer rebasa los límites del período propio, lo que debiera conducir a una mayor continuidad de las políticas públicas, una interrelación más estrecha de las diversas fuerzas políticas y más posibilidades de construir políticas de Estado con amplio apoyo transversal.
Se dice que los cuatro años del actual período presidencial en Chile se reducen en la práctica a dos, ya que el primer año es de aprendizaje y puesta en marcha y el cuarto es de «pato cojo», con una capacidad de acción disminuida y afectada por la aparición e interferencia de facto en la agenda gubernativa de los candidatos a suceder al incumbente. Creo que los gobiernos tienen que estar preparados para gobernar desde el día de su asunción. Aylwin y su equipo habían estado totalmente fuera del Estado, pero no necesitaron ese período inicial para interiorizarse en los asuntos públicos. Lo que sí se requiere es un auténtico servicio civil –materia a lo que me referiré más adelante– para evitar el remplazo masivo de los funcionarios públicos de alto nivel al producirse el cambio de gobierno.
En este sentido también se ha argumentado que, dado lo breve del período presidencial, cuando asume el cargo un Presidente aparecen casi de inmediato los candidatos a sucederlo, perturbando la acción gubernativa. Este es un fenómeno que siempre va a estar presente en un sistema político competitivo. Los precandidatos son una realidad con la que hay que convivir, haciendo pesar el hecho de que ninguno de ellos tiene derecho a interferir en el gobierno. Por lo demás, estarían actuando de todos modos en la sombra aunque el período presidencial fuera de seis años.
Quisiera añadir que me da lo mismo un período de cuatro o uno de cinco años. Lo que hay que salvaguardar es la simultaneidad de las elecciones, cosa que nadie discute. La posibilidad de pasar a un período presidencial de cinco años en realidad es solo un problema de duración de los cargos parlamentarios. ¿Diputados por cinco años? ¿Senadores por cinco o por diez años? En esa disyuntiva, preferiría quedarme con los cuatro años y no alargar el período de diputados o senadores ni eliminar la renovación parcial del Senado cada 4 años.
Mi preferencia por la no reelección inmediata obedece a que en un sistema con reelección inmediata, como el de los Estados Unidos, desde que el Presidente asume es en todo momento candidato a la reelección, junto con su equipo; esto puede distorsionar la agenda gubernativa y prestarse para abusos de poder del incumbente o de quienes lo acompañan.Además, la no reelección contribuye al surgimiento de nuevos liderazgos, puesto que elimina la opción de continuidad personal inmediata que tanto ha dañado a las instituciones de América Latina, a partir del simple supuesto de que si lo ha hecho bien debe continuar.
D. El sistema electoral
La ácida polémica acerca del sistema electoral binominal en vigor –impuesto en 1989 por el régimen militar saliente– se ha ido encauzando por derroteros más racionales en años recientes. Se le reconoce su contribución a mantener el sistema político dividido en dos grandes coaliciones, facilitando la formación de mayorías de gobierno, la existencia de un número pequeño de partidos y, por ende, la gobernabilidad.
Nuestro sistema electoral favorece hoy fuertemente a los incumbentes del color que sean, por lo que muchos parlamentarios que atacan a dicho sistema en su retórica pública en el fondo no desean que cambie. A la vez, hay creciente conciencia de sus inconvenientes y limitaciones, de modo que muchos de sus partidarios reconocen que tarde o temprano será necesario introducirle modificaciones.
Disponer la elección de diputados adicionales (de uno a tres) en favor de partidos que, habiendo obtenido más de un 5% de la votación, no han ganado escaño alguno en votación directa. Junto con terminar con la exclusión contra la cual reclaman el PC y otras fuerzas extraparlamentarias, se abriría también un espacio a partidos nuevos (…)que hoy son víctimas del congelamiento del sistema de representación generado por el binominal.
Me parece que la existencia de fuertes adhesiones al sistema binominal –en especial de la Unión Demócrata Independiente (UDI)– y de detractores intransigentes (la mayoría de los partidos de la Concertación) significa un equilibrio de posiciones que hace muy improbable su sustitución en el futuro próximo. Creo que si se abordara una reforma constitucional mayor que apuntara a modificar el régimen político se estaría ante una oportunidad dorada para pensar en un sistema electoral adecuado a un régimen parlamentario. En tal régimen el sistema binominal no tiene mucho sentido porque las coaliciones de mayoría se forman en el Congreso Nacional, después de las elecciones: normalmente cada partido elige representantes en su propia lista para construir posteriormente una coalición de mayoría en el parlamento, cuya composición refleja el número de escaños logradospor cada partido.
En el intertanto es menester construir acuerdos para eliminar las facetas más inconvenientes del binominal, para lo cual se requiere una mayoría suficiente que, creo, es posible construir en momentos alejados de las siguientes elecciones. Es importante recordar que Renovación Nacional (RN) ha señalado públicamente, una y otra vez, su disposición favorable a una reforma, en tanto que los parlamentarios de la Concertación no pueden seguir escudando su escasa proclividad a un cambio real tras posicionesde todo o nada.
A mi juicio, los siguientes cambios son indispensables:
i) Dar mayor competitividad al sistema, permitiendo a cada partido, pacto o lista de subpacto el número de candidatos que quiera, para que los ciudadanos sean los electores reales. La Derecha se ha opuesto siempre a esta modificación con el argumento de que la Alianza está integrada por solo dos partidos y la Concertación por cuatro. Sin embargo, la creciente convicción de que debe ampliar su base política y abrirse a nuevos electores, que ha cundido últimamente en la Derecha, debiera traducirse en una posición favorable a esta reforma. Solo así podrá acomodar a nuevos aliados, a la vez que abrirse a un amplio mundo de independientes que ella no considerede partida «de los nuestros».
ii) Disponer la elección de diputados adicionales (de uno a tres) en favor de partidos que, habiendo obtenido más de un 5% de la votación, no han ganado escaño alguno en votación directa. Junto con terminar con la exclusión contra la cual reclaman el Partido Comunista (PC) y otras fuerzas extraparlamentarias, se abriría también un espacio a partidos nuevos como el Partido Regional Independiente (PRI), Chile Primero y el Movimiento al Socialismo (Mas), que hoy son víctimas del congelamiento del sistema de representación generado por el binominal. Quiero destacar también que esta fórmula evitaría la tentación o necesidad de construir pactos electorales alejados de toda lógica política no electoral, como el acuerdo Concertación-PC. Creo que a muchos electores no les parece bien un emparejamiento tan artificial. La opción que propongo no genera de por sí nuevos vínculos entre partidos, como ocurriría con un pacto electoral cuyas consecuencias políticas son inevitables.
iii) Sería conveniente restituir al Senado el número de 50 senadores que antes tenía, para lo cual bastaría con subdividir algunas de las regiones o subregiones actuales. La labor del Senado se ha resentido con la reducción de sus integrantes a 38. Además, al elevar el número de senadores habrá una mayor circulación de las elites y una aparición más fácil de nuevos liderazgos, en virtud de la mayor disponibilidad de cupos. Se entiende que en la elección de senadores también se permitirían más candidatos que cargos. La representación territorial que ha determinado desde siempre la integración del Senado excluye la opción de elegir parlamentarios adicionales en proporción a su apoyo popular.
iv) Ninguna reforma que respete los actuales electores y territorio delos incumbentes (es decir, que no contemple un rediseño de los distritos o «redistritaje»), podrá resolver lo que es, a mi juicio, el principal defecto del sistema binominal: la enorme disparidad en el valor del voto entre los ciudadanos de centros urbanos mayores y los de distritos rurales o de baja población. La subrepresentación de Santiago, Valparaíso y Concepción es grosera (diferencias de 1 a 5 ó 1 a 6 en el valor del voto). La variable territorial ya está explícitamente considerada en el Senado y es de general aceptación. Hay una forma de resolver este problema en lo que respecta a la Cámara de Diputados, incluso sin reformar el binominal. Bastaría con subdividir algunos de los distritos mayores de las grandes ciudades, lo que aumentaría en un número razonable (quizás unos 20) el número total de diputados. Desde el punto de vista político, y en particular por las actitudes y posturas regionales, tal reforma sería muy resistida, por lo que se necesitaría simultáneamente algún conjunto de medidas descentralizadoras significativas como factor de compensación. De modo más general, debemos recordar que no es posible sustituir el sistema binominal por un sistema más proporcional sin un significativo proceso de redistritaje que resultaría inaceptable para la mayoría de los diputados incumbentes.
v) Estrechamente vinculado al tema del binominal está el de la selección de candidatos. En la actualidad los partidos políticos han perdido poder en favor de sus parlamentarios. En efecto, si bien para una primera postulación el candidato potencial necesita el apoyo de su partido, una vez convertido en parlamentario adquiere independencia y poder propios, pues establece relaciones personales directas con su electorado. Piénsese que es el único representante de su partido –y con frecuencia también de su coalición– en el respectivo distrito o región. En esas condiciones ya no es el parlamentario quien le pide a su partido el apoyo para la reelección sino que, al revés, es el partido el que le ruega al parlamentario que postule nuevamente para evitar la pérdida del cupo. Hemos visto reiteradamente que cuando un partido insinúa la intención de cambiar a su representante, el afectado amenaza con «ir por fuera» como independiente, renunciando al partido. Y si efectivamente lo hace, suele ganar de nuevo su banca.
Está de moda definir las candidaturas de cada partido mediante primarias, en las que por lo general el incumbente parte con ventaja. Este método acentúa la independencia del parlamentario respecto de su partido, que queda aún más debilitado. Por eso soy contrario a la celebración general obligatoria de primarias para escoger a los candidatos al parlamento. Creo que ellas solo debieran emplearse para definir competencias específicas intensas o estrechas.
El proyecto del gobierno sobre elecciones primarias me parece del todo concordante con las afirmaciones anteriores, al consagrarlas como voluntarias pero vinculantes en sus resultados si se efectúan. Por un lado, los partidos son libres de recurrir o no a ellas, de modo general o en casos especiales, según su propio criterio. Por otro lado, se resguarda la seriedad del procedimiento y se corrige un vicio de nuestra práctica política al declarar vinculantes sus resultados. De este modo, un candidato que pierde una primaria queda legalmente impedido de salirse posteriormente de su partido y presentarse como candidato independiente en las mismas elecciones.
Distinto es recurrir a primarias para definir candidaturas presidenciales, opción que a mi juicio tiene muchos méritos. Requisito para que su aplicación fuese general y obligatoria sería su plena formalización bajo la égida del Servicio Electoral y su realización simultánea por todos los partidos o coaliciones.
Si se reconoce que los partidos políticos –no los parlamentarios individuales– son instituciones fundamentales de la democracia, habría que fortalecerlos. Eso significa que las directivas partidarias nacionales debieran desempeñar un papel activo en la búsqueda y selección de candidatos. Hago hincapié en las directivas nacionales, porque ellas pueden contrarrestar la acción de «máquinas» territoriales que procuran imponer su criterio, concordante o no con la política del partido. Hay varios mecanismos para aplicar una fórmula de este tipo: derecho a veto de la directiva nacional, exigencia de una autorización explícita de la misma
para que una persona sea candidato o precandidato (con requisito de mayorías especiales para evitar que una fracción o grupo de poder de la propia directiva imponga a sus incondicionales) o directamente la facultad del consejo nacional del partido o su comisión política –delegable en la directiva nacional– de determinar las listas de candidatos, opción que tiene a su favor facilitar las negociaciones sobre cupos con partidos aliados.
Creo que las órdenes de partido, como sucede en varias democracias parlamentarias europeas, pueden ser un aporte a la disciplina y la coherencia partidarias. Estas órdenes deben excluir las cuestiones de conciencia y usarse con tino y flexibilidad, ya que una excesiva rigidez puede llevar a quiebres innecesarios. Tal vez podría establecerse que quienes no deseen cumplir una orden de partido determinada planteen sus razones al organismo partidario superior, el que resolvería de acuerdo con los antecedentes disponibles.
En la eventualidad de un régimen parlamentarista sería recomendable un sistema de doble votación. Por una parte, habría elección directa popular de cada parlamentario en el marco del sistema electoral escogido. Sin embargo, un determinado número de parlamentarios debería ser elegido entre listas nacionales cerradas por partido, con distribución proporcional de escaños a cada lista. Este es el modo de asegurar que lleguen al parlamento personas altamente idóneas para la labor legislativa pero reacias a las campañas electorales, o menos carismáticas y populares que otras figuras. Un resultado similar ha obtenido el Reino Unido con el sistema uninominal mayoritario, pero para la aplicación de algo parecido en nuestro país se necesitaría el difícil rediseño de distritos que ya comentamos.
Resulta de la mayor importancia que se apruebe la ley que establece la elección popular de los consejeros regionales. Esta medida aumentaría la competencia electoral, dado que los consejeros regionales tendrían una base de legitimidad igual o mayor que los senadores y diputados de su región. Esta sería una manera obvia de lograr que entre «aire fresco» al sistema político. Los incumbentes ya no se sentirían tan seguros ni tan independientes de sus partidos.
1 . Límites del gasto
La conveniencia de establecer o no límites al gasto electoral es objeto de mucho debate entre los expertos. En nuestro país esa discusión está social y políticamente zanjada. Hay acuerdo en que los límites son necesarios, primero como señal de que más allá de cierto nivel el gasto electoral pasa a ser ofensivo para la gente, dado nuestro nivel de desarrollo y los grandes problemas sociales que aún subsisten. Segundo, porque las elecciones democráticas requieren un campo de juego parejo y es inadmisible que alguien pretenda «comprarse» una elección. El dinero no debe prevalecer sobre la política.
Hay acuerdo también en que tiene que haber límites para el gasto de cada candidato y para el gasto electoral nacional de cada partido. Las cantidades permitidas serán fijadas por el gobierno, los partidos y los parlamentarios, procurando concordar en criterios razonables.
No estoy de acuerdo con mantener la categoría de donaciones reservadas: no creo en ellas porque siempre podrán comunicarse donante y donatario. Se introdujo esta categoría para precaver tanto posibles revanchas del parlamentario elegido contra quienes le negaron donaciones como posibles conflictos de intereses al aquilatar proyectos de ley que afecten a alguno de sus donantes.
Sin embargo, el asunto no es tan simple. Se ha señalado, con razón, que los gastos electorales de precampaña son cuantiosos y que se recurre al gasto electoral indirecto a través de organizaciones no gubernamentales (ONG) o centros de estudios favorables a determinadas candidaturas.
Estos y otros problemas similares no parecen tener una solución razonable. Legalmente, una persona es candidato a partir de su inscripción como tal ante el Servicio Electoral. ¿Qué período podría definirse como
de precampaña? ¿Quién lo definiría y con qué criterios? ¿Cómo podría llevarse registro de desembolsos hechos por un gran número de precandidatos, muchos de los cuales en definitiva no se inscribirán? ¿Cómo identificar los gastos de una ONG con fines electorales? Si se busca hacerlo a través de su balance anual probablemente dicho gasto aparezca relacionado con la promoción de determinada causa no vinculada específicamente a candidato alguno.
En suma, me parece preferible desestimar estas complejidades y procurar la máxima eficacia de la ley durante el período de campaña legal.
2 . Financiamiento del gasto
Del acuerdo Insulza-Longueira del 2003, que dio origen a la normativa vigente sobre el tema, yo mantendría el derecho de las personas jurídicas a efectuar donaciones, única forma de evitar «platas negras» y otros recursos para burlar la ley.
No estoy de acuerdo con mantener la categoría de donaciones reservadas: no creo en ellas porque siempre podrán comunicarse donante y donatario. Se introdujo esta categoría para precaver tanto posibles revanchas del parlamentario elegido contra quienes le negaron donaciones como posibles conflictos de intereses al aquilatar proyectos de ley que afecten a alguno de sus donantes.
Me parece que estos riesgos no son significativos. La venganza puede ser denunciada haciendo uso de las normas de la Ley de Acceso a la Información. Por igual razón. un parlamentario se abstendrá de votar e incluso participar en el debate de un proyecto que afecte a un donante. Esta reflexión demuestra la potencia de este nuevo instrumento legal, que debiera aumentar enormemente la transparencia de las actuaciones de los parlamentarios.
A mi juicio, las sociedades anónimas que deseen hacer una donación deberían obtener previamente una autorización explícita y específica de su junta de accionistas que indicara la proporción en que ella debería
repartirse entre los diferentes candidatos. De esa manera se expresaría la pluralidad política de la junta. En las sociedades de personas, serían los socios en su conjunto los que deberían adoptar la decisión pertinente, con similar criterio de proporcionalidad.
El financiamiento público parcial de las elecciones me parece indispensable. Creo que, por la debilidad de los partidos, debiera canalizarse hacia ellos una mayor proporción de la contribución fiscal, con lo cual
adquiririan mayor poder sobre los candidatos.
Naturalmente, es preciso mantener los límites al porcentaje de su gasto total que puede recibir un candidato o partido de parte de un solo donante, así como la cantidad máxima que puede donar una sola persona. Estas normas son indispensables para evitar fenómenos de dependencia o captura.
Los porcentajes específicos debieran surgir de un acuerdo político, para que las cifras que se establezcan posean la necesaria e indiscutida legitimidad y se eviten cuestionamientos que pudieran deslegitimar el
proceso electoral.
3 . Fiscalización
El Servicio Electoral no está hoy en condiciones de asegurar el debido cumplimiento de la ley. Por eso concuerdo con la propuesta de añadir a ese servicio un departamento encargado de este aspecto.
Concuerdo también con que debiera establecerse la corresponsabilidad de candidatos y administradores electorales, porque actualmente los candidatos eluden toda consecuencia de las irregularidades que se hayan cometido en su campaña. Asimismo, se debiera manejar la totalidad de los ingresos y gastos de cada candidato a través de una cuenta corriente única, medida que facilitaría enormemente la verificación de lo obrado. Y para efectos del registro de proveedores habilitados para suministrar bienes y servicios a un candidato, la fórmula más simple es utilizar el portal de Chile-Compras.
Los candidatos que queden con deudas impagas tendrían que indicarlo así y señalar la forma en que las van a pagar, dando cuenta al Servicio Electoral cuando realicen los pagos correspondientes. Se trata de evitar que por esa vía se burlen los límites establecidos para los donantes individuales y el candidato. El Servicio Electoral tendría que afinar un procedimiento eficaz para hacer frente a este problema.
F. Los partidos políticos
Nadie discute la trascendencia de los partidos políticos como instituciones de vital trascendencia para la democracia. Se ha dicho con razón que «los partidos no son instituciones privadas que pertenecen a sus militantes ni siquiera a sus fundadores sino asociaciones ciudadanas con responsabilidad
política» (Ernesto Ottone, El Mercurio, 5 de abril del 2009); por lo tanto, ocupan un lugar central en el diseño de cualquier sistema político.
Chile tiene una larga tradición, que se remonta al siglo XIX, de partidos programáticos, unitarios, con fuerte arraigo en la ciudadanía y significativa influencia en el devenir nacional. La historia política del país no habría sido la misma sin esa presencia e impacto. Tampoco son nuestros partidos particularmente clientelistas. Sus directivas nacionales suelen actuar movidas por su visión respecto de los problemas del país. Por su parte, la institucionalidad chilena, las normas de la Ley de Presupuestos y las lecciones de la historia han desterrado los signos más visibles del populismo, aunque aún asoman en períodos electorales, principalmente en forma de promesas retóricas que no se pretende cumplir.
Por esas razones, hay consenso en deplorar su deterioro interno, su menor influencia en el quehacer político del país y su baja estima entre los ciudadanos, como lo revelan dramáticamente las encuestas.
¿Qué hacer entonces?
En primer lugar, para que los partidos recuperen poder son de enorme importancia las reformas al sistema electoral que sugerí en párrafos anteriores; lo dicho al respecto debería despertar o reforzar la voluntad de modificar sustancialmente el sistema binominal, más allá de los intereses inmediatos de las diversas corrientes políticas del país y de los parlamentarios investidos hoy de poder e influencia propias. La misma importancia tienen los cambios en los procesos de selección de candidatos ya mencionados.
El presidencialismo y su lógica de funcionamiento han afectado severamente a las instancias partidarias porque, como vemos a diario, se establecen relaciones directas Presidente-ciudadanía y Presidente-parlamentarios que coloca a los partidos en una posición secundaria, reduciendo apreciablemente su función teórica de agentes de articulación y agregación de las demandas ciudadanas. Además los ministros, representantes formales de los partidos en el gobierno, lo son menos de su partido que del Presidente, al que deben fundamentalmente su lealtad y compromiso. Solo el parlamentarismo elimina esos fosos de separación y restituye a los partidos un papel central.
El deseo de que los partidos recuperen su rol de intermediarios entre la ciudadanía y el Estado no implica desconocer que la acción política callejera es legítima en democracia y es parte de los recursos de poder
utilizados por los actores sociales y políticos. Son métodos que escapan a la institucionalidad formal, por lo que no tienen cauces establecidos. Desde luego, recurren a ellos sectores políticos que tienen poder social y capacidad de movilización pero escasa representación en la institucionalidad decisoria.
El aumento progresivo de estas modalidades de presión política y ejercicio del poder social plantea el desafío de encauzar tales expresiones ciudadanas de modo que puedan ser tratadas y resueltas en el marco de la institucionalidad. Lo que hay que evitar es que la manifestación callejera se convierta en un instrumento de veto ante soluciones distintas a las de los demandantes, es decir, que imponga sus puntos de vista mediante paros, tomas y otros mecanismos frente a autoridades formales que, en el natural empeño por poner término al conflicto, terminan cediendo a exigencias que pueden no concordar con la agenda gubernativa.
Entretanto no cabe cruzarse de brazos. Me parece que es posible corregir muchos de los problemas existentes en materia de gasto y financiamiento electoral, a lo cual contribuirían acciones como las
siguientes:
i) La entrega a los partidos de los recursos financieros necesarios para su funcionamiento, aprobando una ley de financiamiento público electoral para ellos que no solo cubra los gastos extraordinarios de las campañas electorales sino que también incluya un aporte para su funcionamiento ordinario. Además habría que facilitarles el acceso a donaciones con tope y debidamente reguladas: como señalé antes, en lo que se refiere a donaciones es preferible tener una regulación eficaz que un conjunto de prohibiciones diversas.
ii) La pronta revisión de las normas sobre financiamiento público electoral, trasladando de los candidatos a los partidos una mayor proporción de ese financiamiento, así como el aumento –a través de la figura del Administrador electoral, establecido por la ley– de la ingerencia y responsabilidad de los partidos en la rendición de cuentas de sus candidatos.
iii) La elección popular de los consejeros regionales, creando así una nueva fuente de poder político a nivel regional que contribuiría a aminorar el poder y la indisciplina de los parlamentarios.
iv) La eliminación de toda discrecionalidad y una total transparencia en la entrega de recursos públicos para programas sociales u otras finalidades. Este es un requisito para terminar con la manipulación por caudillos y cuadros partidarios y con la pésima práctica de los llamados operadores políticos que, dada su actual gravitación, suelen tener de rehenes a las directivas nacionales de los partidos. Estas directivas, que normalmente tienen un horizonte político más amplio y preocupaciones más cercanas a los problemas sustantivos del país, debieran prevalecer sobre la feudalización y las prácticas erradas que genera el actual peso de las estructuras subnacionales.
v) Los cambios al sistema binominal, al proceso de selección de candidatos y demás reformas electorales antes enunciadas, los que contribuirían muy significativamente al restablecimiento de la disciplina partidaria y, por ende, a la calidad de la política, tan mal evaluada por los ciudadanos.
Afortunadamente, nuestros partidos siguen siendo fuertemente institucionales. La legitimidad de sus autoridades no ha sido cuestionada ni han sido afectados los procesos formales internos que se desarrollan conforme a las normas vigentes. Pero esto no basta. Es muy importante lograr una mayor formalización y transparencia de los procesos de decisión internos de los partidos para que dejen de ser «cajas negras» que la ciudadanía siente lejanas y cuyo financiamiento y nivel de democracia interna desconocen, por lo que sospechan tanto de su proceder como de sus objetivos reales. Si eso se lograra, los ciudadanos podrían ser fiscalizadores de los partidos, forzándolos a tener estructuras, procedimientos internos y conductas más acordes con el sentir ciudadano.
La revitalización de los partidos será difícil si se perpetúan las divisiones internas que se observan hoy. Siempre habrá tendencias internas, pero con reglas más claras y transparentes mejoraría la convivencia
dentro de las instancias partidarias, salvo en el caso de discrepancias muy severas.
Los conflictos internos de los partidos se han visto acentuados por el congelamiento del sistema político impuesto por el sistema binominal. Son pocos los que optan por una nueva identidad partidaria, arriesgando una desaparición del mapa parlamentario.
En el 2009 hemos presenciado algunos fenómenos interesantes de segregación y nuevo perfilamiento. Sin embargo, vemos también que el sistema binominal obliga inexorablemente a los actores a buscar alianzas parlamentarias, a veces incomprensibles si se consideran sus perfiles, o a buscar un cupo en la lista de alguna alianza mayor.
Reiteradamente se critica a los partidos por la poca renovación de sus dirigentes y la falta de mujeres y figuras jóvenes que podrían traer aire fresco a la política. Como no soy partidario de cuotas rígidas, creo
que aun siendo útiles los incentivos a la participación juvenil y femenina, son los partidos mismos los que, en aras de su propia relevancia y supervivencia, deben dar los pasos necesarios para lograr un cambio fundamental.
No he sido partidario de limitar el número de períodos máximos para desempeñar un cargo parlamentario. Sin embargo, la magnitud del problema que se destaca en el párrafo anterior me hace pensar que sería razonable establecer alguna clase de limitación, siempre que se estimara fundadamente que esto contribuiría a una solución efectiva. No olvidemos que la atracción por la política y por el servicio público ha disminuido apreciablemente, ya que los cambios ocurridos en la sociedad chilena han abierto a los jóvenes una gama mucho más amplia de oportunidades. Tampoco cabe desestimar ese activo fundamental para el desempeño del parlamento que es la experiencia acumulada en esa tarea, de modo que siempre será recomendable no exagerar la llegada al Congreso Nacional de políticos novatos.
En todo caso, una preocupación central de los partidos debiera ser el reclutamiento de nuevos dirigentes y militantes entre los universitarios y los estudiantes secundarios de los cursos superiores. No parece razonable, por ejemplo, que los estudiantes de nivel terciario sean en su gran mayoría apáticos en materia de política o que la rechacen, razón por la cual la mayoría de las organizaciones estudiantiles se halla en manos de grupos muy ideologizados, cuyas posiciones poco o nada tienen que ver con el devenir real del país.
Por último, la adscripción de dirigentes sindicales o empresariales a los partidos es un tema delicado. Para nadie es un misterio que la mayoría de los empresarios siente simpatía política por los partidos de derecha ni que los dirigentes sindicales son en su inmensa mayoría militantes activos y destacados de partidos políticos, en particular el socialista y el comunista. Desde tal punto de vista no parecería haber problema alguno para aceptarlos en calidad de parlamentarios. Desde luego los dirigentes sindicales son, de hecho, actores políticos relevantes. Sin embargo, se plantea aquí un problema de conflicto de intereses similar al que ha desencadenado –con razón– el debate entre política y negocios. Si el presidente de la CUT o el de la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC) fuesen parlamentarios ¿no se produciría un conflicto entre su calidad de dirigentes gremiales o sindicales y las exigencias que les impondría su cargo de representación popular? Creo que es probable que tal conflicto se produzca. Por este motivo no soy partidario de que dirigentes sindicales y empresariales que ejercen cargos directivos en su respectiva organización, puedan acceder al parlamento sin haber renunciado antes a ellos.
G. La calidad de la política
El juicio popular sobre la calidad actual de la política, así como el de círculos académicos y de muchos de sus propios actores, es lapidario. El parlamento y los partidos políticos ocupan los últimos lugares en las evaluaciones periódicas que realizan las encuestas, con niveles de aprobación no mayores de 10%: este es un mensaje potente que no se puede ignorar. Como en tantos casos similares, esos juicios adversos refuerzan a otros, dando lugar a una percepción exagerada del fenómeno. Lo digo porque quiero reivindicar la tradicional honestidad personal de los políticos chilenos, que se mantiene incólume hasta hoy. Son muy contados los casos de corrupción para beneficio propio en la política chilena. Los políticos chilenos no se enriquecen como producto de su quehacer como dirigentes o parlamentarios.
Dicho eso, cabe reconocer que es evidente el deterioro de la política en otras facetas de la actividad. Me refiero al predominio cada vez mayor de los proyectos políticos personales por sobre el compromiso con los problemas colectivos, así como a la promoción mediática personal y las declaraciones retóricas de fuerte impacto para dar mayor perfil a la propia figura, llegándose en algunos casos a la participación activa de parlamentarios oficialistas en protestas callejeras contra el gobierno. En suma, sí hay indisciplina partidaria abierta y reiterada.
Lo que hace mayor daño a la imagen de la política es el uso demasiado frecuente del Estado y los municipios para favorecer a «compadres» y clientes políticos, mediante presiones indebidas o decisiones discrecionales o arbitrarias, tanto por acción personal como a través de personas de confianza que se conocen como operadores políticos. Todo esto genera una percepción ampliamente compartida de que los políticos viven en un mundo propio, usan un lenguaje hermético y concentran su atención en temas que les interesan directamente más que en los asuntos de interés general.
Pese a esta larga lista de elementos negativos, debemos relativizarlos porque también son muchos los políticos que se desempeñan correctamente y no pretenden abusar de su acceso a entidades públicas. Sin embargo, no cabe duda que la situación descrita y el juicio nacional imperante obligan a realizar cirugía mayor.
Ante todo, es evidente que los políticos deben tomar conciencia real de su desmedrada posición y ponerse de acuerdo en un código de conducta y ética que luego sea rigurosamente observado. Pasadas las elecciones de este año, un grupo plural de políticos que disfruten de reconocimiento público general debiera dar forma a una comisión encargada de elaborar dicho código, sin esquivar ni esconder bajo la alfombra tema relevante alguno.
Varias de las propuestas que hice más atrás debieran contribuir a elevar la calidad de la política, al crear un entorno más propicio para ese propósito. Me refiero a las modificaciones al sistema electoral (más competencia, financiamiento transparente), la selección de candidatos (más competencia y posibilidades de renovación con un mayor aporte de jóvenes y mujeres) y un financiamiento de los partidos que potencie a las
directivas nacionales.
La nueva Ley de Acceso a la Información debiera significar un aporte importante. La transparencia, percibida como tal y comprobable por los ciudadanos, puede ser un instrumento muy poderoso tanto para instaurar
comportamientos políticos más adecuados como para que la ciudadaníaperciba que así ocurre.
El proyecto de ley de lobby que se tramita actualmente en el Congreso Nacional también podría ayudar mucho en el mismo sentido, al transparentar y hacer públicos los contactos que las autoridades políticas mantengan con grupos de interés de diversa naturaleza. No se trata de interferencia o penalización, lo que podría conducir a problemas de gestión graves, sino de mera información sobre lo obrado, puesta en el sitio
web y disponible para el escrutinio ciudadano. La ley propuesta ejercería una fuerte presión moral sobre la autoridad política pertinente, ya que si ella oculta un determinado contacto que después es revelado de alguna manera, queda en falta por haber mentido. Para lograr más plenamente el objetivo buscado se requerirían algunas normas adicionales orientadas a obtener información sobre todo contacto de autoridades que pudieran ser objeto de lobby, agregadas al proyecto de ley de lobby o añadido a la Ley de Acceso a la Información ya vigente.
La existencia de normas objetivas, regulación adecuada y pluralidad política en el gobierno corporativo de las empresas estatales son elementos que no solo favorecen la eficacia y pertinencia de tales empresas, sino que constituyen también un freno a las malas prácticas, la acción discrecional o los actos de corrupción.
También es requisito para mejorar la calidad de la política que se minimice la influencia política sobre el aparato del Estado, reduciendo drásticamente los cargos de confianza exclusiva y ampliando y profundizando el cometido de un Consejo de Alta Dirección Pública que de verdad sea políticamente neutral (no 3 x 2 en favor del gobierno, como lo es hoy). Un procedimiento semejante debería aplicarse a las designaciones en cargos que administran recursos públicos, en especial de programas sociales.
De lo anterior se desprende que varias de las medidas que recomiendo tienen estrecha relación con la tarea de modernizar el Estado. Donde hay problemas de gestión hay corrupción. Y cuando eso ocurre se responsabiliza, a menudo sin razón, a los políticos, que aparecen como los conductores no solo del Estado sino también de la administración pública. Como veremos, la mejor solución a este problema es la instauración de un verdadero servicio civil.
Sin perjuicio del vasto conjunto de temas aquí planteado, quiero señalar, por último, que la máxima responsabilidad de elevar la calidad de la política recae en las directivas nacionales de los partidos políticos. Esto refuerza la propuesta de darles más poder y, a la vez, exigirles rendición de cuentas al país (no solo a sus militantes). El problema está en que los partidos no pueden lograr solos un cambio profundo. De ahí la necesidad de una acción integral en todos los frentes que he señalado.
Asimismo, es evidente que se requiere que los políticos como individuos hagan un profundo examen de conciencia y modifiquen algunas conductas que a quienes más perjudican es a ellos mismos.