Vivir y/o morir en una zona ocupada de Santiago
20.07.2009
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20.07.2009
Después de cinco años en la cárcel, al “Peto” lo mataron. Lo acribillaron en el Pasaje 32, frente a la sede comunitaria de la población Cuatro de Septiembre, en la comuna de El Bosque. Sólo unos días antes había vuelto a su casa. Allí donde cayó muerto, un enorme mural con su retrato y una animita con velas, fotos y flores lo recuerdan: Hasta siempre Peto kerido, se lee en el muro de ladrillos.
Un informe de la Policía de Investigaciones (PDI) identificó a la Cuatro de Septiembre como una de las 171 poblaciones con mayores índices de delitos graves y tráfico de drogas de la Región Metropolitana. Según los registros de Gendarmería, homicidios, secuestros, robos, hurtos, tráfico de drogas, porte de armas y lesiones son los principales delitos por los que han sido encarcelados algunos de sus moradores. Al 3 de marzo de este año, había 32 personas de esa población privadas de libertad (19 reincidentes). Ello muestra que la gran mayoría de sus pobladores son trabajadores, dueñas de casa y estudiantes. Por ello, los vecinos acusan: «esa minoría es la que decide las reglas de nuestra vida cotidiana».
Para ellos, la muerte del “Peto” no fue algo extraordinario. La junta de vecinos tiene empadronadas las 615 casas de la población donde viven poco más de 4.000 habitantes. La mayoría –dicen sus dirigentes- ya está acostumbrada a refugiarse en sus hogares por las balaceras que estallan sorpresivamente; a que cada noche los traficantes transen su mercancía en las esquinas; a los asaltos de los propios vecinos; a que los niños tengan que pasar el día encerrados y a que sus juegos y canciones estén relacionados con las drogas. Pero sobre todo, a que nadie haga nada para cambiar la situación.
CIPER investigó lo que ocurre en las zonas más vulnerables de la capital y descubrió que a esta población, y al menos a otras 79 de Santiago (ver Mapa), son muy pocos los extraños dispuestos a ingresar. En medio de basurales, jaurías de perros vagos y animitas dispersas, lejos de colegios, centros de salud, comercio, farmacias y bancos o centros de pago, estos sectores se han convertido en las “zonas rojas” de los servicios básicos. No hay teléfonos públicos en las calles porque las empresas se cansaron de reponerlos. Las numerosas redes de cables clandestinos de electricidad son un peligro permanente para niños y adultos, y las filtraciones de cañerías no se reparan porque a los contratistas de la compañía sanitaria los apedrean al entrar. Las cartas no llegan porque a los carteros los asaltan y muchos vecinos mueren simplemente porque no llegan ni ambulancias ni bomberos ni policías.
-Vivimos en una villa donde tenemos toda la gama de adicciones: marihuana, pasta base, cocaína y alcohol. No tenemos farmacias, pero sí un récord de botillerías. Hay mucho microtráfico y violencia. Uno llama a Carabineros y dicen que no tienen carros o bencina o personal, que los vecinos hagamos algo. ¡Pero qué vamos a hacer, si los tipos andan armados! La gente vive con miedo… Da rabia tener que estar encerrados en nuestras casas mientras esos tipos andan libres por nuestras calles. Estamos completamente olvidados –dice José Manuel Aliaga, dirigente de la junta vecinal de la población Cuatro de Septiembre.
La noche del viernes 13 de febrero hubo un enfrentamiento a balazos entre pandillas rivales en la población Francisco Coloane, una de las 45 villas ubicadas al sur poniente de Puente Alto, donde habitan cerca de 11.500 personas. Todo ocurrió frente a la casa de Pilar, quien cuenta que eso ocurre todos los fines de semana y, a veces, también en días hábiles: “cada viernes y sábado los jóvenes se toman las plazas y asaltan a los que llegan en las micros”.
Pilar y Viviana, ambas dirigentas de la junta de vecinos, han trabajado en conjunto con sus pares de las otras poblaciones del sector (Marta Brunet, Pedro Lira y El Volcán). Y en todas enfrentan los mismos problemas: hacinamiento y drogadicción que derivan en violencia intrafamiliar, delincuencia, balaceras, asesinatos y falta de espacios públicos y acceso a servicios. Ellas tienen identificados a los responsables: “las drogas, la falta de voluntad de las autoridades para encontrar soluciones y las políticas públicas de vivienda”. En esto último, muchos expertos están de acuerdo.
La Secretaría Regional Ministerial de Planificación y Coordinación Metropolitana (Serplac) realizó en 2007 un estudio para la implementación de su programa Zonas Urbanas Vulnerables en las distintas poblaciones y villas de la capital. El resultado arrojó que en Santiago hay 180 poblaciones vulnerables y 2,5 millones de personas viviendo en condiciones de vulnerabilidad.
El problema, según Mario Bugueño, coordinador del programa, “radica en las políticas sociales históricas que ha elaborado el Estado y se manifiesta en el diseño urbano de Santiago”. En 1979, el régimen militar liberalizó el uso de suelos a través de su Política Nacional de Desarrollo Urbano. Con esto, la construcción de viviendas sociales se privatizó y el mercado inmobiliario dedicado a la vivienda social mejoró considerablemente la oferta cuantitativa, pero los estándares de vida y la calidad dejaron de ser una prioridad.
-Esto provocó una explosión sin control de la construcción a baja altura y de bajo costo. Este tipo de construcciones ha ocupado las periferias más pobres aumentando la condición de marginalidad en la población: los sectores en los que más se ha desarrollado este tipo de proyectos están alejados de equipamientos y servicios –dice Mónica Bustos, coordinadora de los tres barrios críticos (Las Viñitas, Santa Adriana y Unidad Vecinal Portales) contemplados en el programa Quiero mi Barrio del Ministerio de Vivienda.
Entre 1980 y principios de 2000, la lógica del proceso de vivienda social no consideró las demás variables, como el círculo social o urbano. Se han entregado casas, pero sin colegios o consultorios o centros comerciales para satisfacer las necesidades de los nuevos pobladores. Además, las políticas focalizadas se han encargado de eliminar focos conflictivos, distribuyendo a los pobladores hacia otros sectores.
-De esta forma –dice Bugueño-, lo que se hace es exportar y diseminar el delito. No se trata sólo de dar casas, sino también de entregar servicios eficientes. Eso es algo que recién desde hace unos cuatro años se está tomando en cuenta, pero el 70% de los que han sido instalados en lugares distintos ha tenido problemas. Eso ocurrió, por ejemplo, en la población El Volcán, en Puente Alto. Para eliminar los focos de delincuencia de La Legua y de otros lugares, los han trasladado hasta allá, pero sin hacer un trabajo social. Eso ha permitido que surjan nuevos focos de delincuencia diseminados por las poblaciones de la ciudad.
Eso es precisamente lo que pasó en el sector donde Pilar y Viviana viven y en muchas de las poblaciones investigadas en terreno por CIPER. La locomoción es un problema: los chóferes de micros, taxis y colectivos tienen miedo de ingresar a esas poblaciones en las noches. Los vecinos también se quejan de que los pasajes no estén pavimentados ni iluminados y de que no haya lugares de entretención para los jóvenes, por lo que plazas y esquinas se convierten en centros de consumo de drogas y alcohol. O de que no haya farmacias y que tengan que comprar remedios en las ferias libres o en casas de vecinos. Tampoco tienen cerca un supermercado, un retén de policía o un banco.
Hace dos años, mientras hacía pan en su casa, una vecina de Pilar recibió una bala perdida de un enfrentamiento en la calle. Pilar llamó pidiendo una ambulancia. No llegó. Su vecina murió.
La Chimba es una pequeña población en Recoleta que partió hace más de 50 años con una toma. Sus pasajes o no están pavimentados o allí donde alguna vez hubo pavimento hoy predominan los hoyos donde se acumula agua sucia y basura. Todas las casas son distintas porque al instalar la villa, el Estado les dio un terreno y los mismos pobladores edificaron sus viviendas. Son pequeñas y casi todas enrejadas. Algunas tienen segundo piso y muros sólidos; otras, sólo son planchas de madera y de metal apiladas.
Juan Flores es de la camada inicial de pobladores. También el dirigente deportivo de la población. Pero desde hace más de cuatro años en La Chimba ya no se hace deporte: la cancha exhibe piedras puntiagudas y afiladas. Cuando algunos se atreven a jugar, terminan con heridas y piedras enterradas.
–¿Vienen a menudo los carabineros? –le preguntamos.
-Sí. Tengo buena relación con ellos, de confianza. Conversamos harto…
-Pero Juan –le interrumpe José Ponce, el presidente de la junta de vecinos-, ¿vienen cuando uno los llama? ¿Llegan a poner orden cuando hay peleas?
-Ah… no. Nunca he visto a los carabineros haciendo eso por acá.
En las zonas investigadas por CIPER son pocos los que confían en las policías. Ponce dice que hasta hace poco tenía contacto directo con los carabineros del Plan Cuadrante. Pero ya no. Cuenta que le contestaban después de varios intentos para decirle que los funcionarios estaban en otro operativo y que tendría que esperar al menos 45 minutos. Finalmente no llegaban. Aunque el manual de operaciones multi institucional ante emergencias dice que Carabineros deberá hacerse presente “en toda emergencia que requiera de un procedimiento policial”.
-Un carabinero me explicó que no se meten a La Chimba porque los sobrepasan, porque es muy peligroso –cuenta Ponce.
Lo mismo pasa en la Villa Lago Puyehue, en pleno sector Santo Tomás de La Pintana. Según sus habitantes, “es como un pueblo sin ley”.
Los dirigentes de esa junta de vecinos cuentan que los pobladores no pueden salir tranquilos de sus casas, que los niños no pueden salir a jugar porque les puede llegar un balazo, que los enfrentamientos pueden ser en cualquier minuto. Mientras hablan, por la ventana se ven al menos tres vehículos policiales pasar en casi dos horas.
-Es que es la mañana. Pero cuando empiezan los balazos llamamos a los pacos y nunca llegan. Nos dicen “que se maten los hueones. Cuando haya pasado, los vamos a recoger” –cuenta Raquel, la presidenta de la agrupación.
En algunos sectores de Lo Hermida, en Peñalolén, la historia es similar. Los pobladores cuentan que han hecho fiestas y Carabineros ha llegado por ruidos molestos. Pero que cuando los llaman por las balaceras, los asaltos y el tráfico, no llegan. Y que cuando lo hacen, ya es muy tarde: si hay heridos, los vecinos ya se los llevaron porque las ambulancias tampoco aparecen.
Pero eso no pasa sólo en las balaceras. Los vecinos de las zonas ocupadas de Santiago aseguran que lo mismo ocurre cuando hay ataques cardíacos o accidentes.
-Muchas veces nos cansamos de esperar la ambulancia y tenemos que trasladar a las personas en autos particulares –cuenta Iván Chacón, uno de los dirigentes vecinales de Lo Hermida.
El consultorio Karol Wojtyla, en la población Pedro Lira de Puente Alto, está entre los blocks de la población y un peladero donde se acumulan basura y pastizales secos. Allí hay sólo una ambulancia para atender a 15 barrios. Y generalmente está estacionada junto a la entrada.
Trabajadores del consultorio cuentan que casi siempre llegan personas baleadas o apuñaladas y que son los vecinos quienes los llevan. Una semana antes de que CIPER visitara el lugar, llegó un joven con la pierna destrozada a balazos.
-Acá es más tranquilo. En el consultorio Cardenal Silva Henríquez (que atiende a las demás poblaciones del sector sur poniente de la comuna, en la población El Volcán) ingresan los heridos y detrás llegan los que les dispararon para rematarlos –dice un funcionario del recinto municipal de salud.
La falta de recursos es otro problema. En el SAMU Metropolitano cuentan con sólo 38 ambulancias para cubrir toda el área metropolitana. Allí reconocen que hay sectores a los que, en determinados “eventos”, las ambulancias no entran. Un “evento” es un 11 de septiembre, el día del joven combatiente o cualquier riña entre bandas. No tienen un estudio oficial, pero en conversaciones con CIPER los funcionarios identificaron a 48 de las poblaciones de la Región Metropolitana mencionadas en los informes de la PDI y Carabineros como las más peligrosas: la población San Luis, en Maipú; la San Gregorio, en La Granja; El Manzano, en San Bernardo; y Cerro 18, en Lo Barnechea, entre otras.
-Después de recibir el llamado evaluamos la situación: si hay armas involucradas, si hay heridos y si hay vías de entrada y salida libres. Porque en muchas poblaciones han instalado postes y pilares que no les permiten a los chóferes maniobrar, o basurales y hoyos que impiden el paso. En el 50% de los casos las llamadas nos llegan desde Carabineros y a esas les damos prioridad. Pero nuestros vehículos no llegan al sector hasta que Carabineros haya asegurado el área. Si el área no está asegurada, simplemente no vamos –dice un alto funcionario del SAMU.
Los choferes relatan el caso de un niño de dos años que se había caído en la población El Castillo, de La Pintana. Al llegar la ambulancia, los paramédicos examinaron al pequeño y descubrieron que había sido golpeado. El padre sacó un revólver y los amenazó. Los paramédicos se tiraron bajo la ambulancia con el niño en brazos. Entre gritos y balas, se subieron al vehículo y se fueron con el menor. También cuentan que en La Legua Emergencia, en San Joaquín, a uno de ellos le pusieron una pistola en la frente y le robaron los equipos del vehículo. Estas son sólo dos de las cientos de historias que los llevaron a decidir a qué sectores no ingresaban.
Ingrid es ajena a esa violencia, pero vivió las consecuencias. Estaba en su casa, en la población Cuatro de Septiembre en El Bosque, cuando su marido sufrió una hemorragia interna. Llamó a la ambulancia y a carabineros. Nada. Después de esperar un par de horas lo llevó al Hospital Barros Luco con ayuda de sus hijos. Allí esperaron otras cuatro horas sin ser atendidos. Finalmente les dijeron que se fueran al Hospital El Pino, en San Bernardo. Ahí sí los atendieron, pero el marido de Ingrid murió antes de 24 horas de ocurrida la hemorragia. El médico le dijo que si hubiese llegado a tiempo se hubiera salvado. Recién habían cumplido 36 años de matrimonio.
En las zonas ocupadas de Santiago es común que las casas y departamentos estén rodeados de rejas y alambres. Marisol Orrego vive en un departamento junto a su familia y a la de Olga, en la población Andes, en San Bernardo. “Vivir aquí es como estar en un ghetto, prisioneros en nuestras propias casas”, dice.
Lo mismo ocurre en la población El Castillo, en La Pintana. Pero acá la situación es mas grave porque muchos departamentos han sido abandonados por sus propietarios al no soportar más la inseguridad y vivir encerrados. La mayoría termina desmantelado. En algunos sectores, los edificios parecen haber sido bombardeados. Los vecinos que quedan, deben vivir tras las rejas.
La situación en los pocos recintos comerciales que aun permanecen en la mayoría de estas 80 poblaciones no es mejor: los negocios están cercados con verjas y alambres y muchos de ellos están abarrotados incluso al interior.
Durante los primeros 13 años de existencia de la Villa Lago Puyehue, en La Pintana, ningún supermercado se instaló cerca. Sólo había pequeños almacenes y varias botillerías. Hasta que en enero de este año se inauguró un pequeño supermercado sobre la avenida general Arriagada, a media cuadra de Las Parcelas.
El supermercado está junto a un enorme sitio eriazo lleno de basura, escombros y perros vagos. Allí se reunió ansiosa la gente el día de la apertura. Apenas abrieron, un tumulto entró. En cosa de minutos se robaron casi todo dejando las estanterías vacías.
-La gente tomaba las cajas grandes de aceite y se las llevaba -relata uno de los guardias del recinto.
El supermercado cerró sus puertas. Al día siguiente fue cercado por alambres electrificados y cámaras de seguridad y en la entrada y salida instalaron una reja que impide el paso rápido. Ya nadie puede ingresar con bolsos. “Aquí pagan justos por pecadores”, dice otro guardia, quien debe informar por radio ante cualquier sospecha. Cuatro hombres custodian hoy el local: dos uniformados y dos encubiertos.
En noviembre pasado, el sindicato nacional de Correos de Chile presentó a la empresa un estudio identificando las “zonas rojas” en tres comunas (La Pintana, Puente Alto y La Florida) que avaló la petición de un bono de riesgo, ya que en esos sectores nadie paga los $30 que están autorizados a cobrar por carta. Aseguran que, por ejemplo, en los 152 blocks de la población Santo Tomás, nadie paga. La empresa aún no les ha respondido. Para ellos el problema pasó a ser una prioridad de seguridad.
-Cada vez que entro no sé si voy a salir. Los asaltos, las balaceras y los cobros de peajes son cosa de todos los días. Hay compañeros que han salido acuchillados, a otros les han robado el bolso y la bicicleta y a uno, en la población San Luis de Maipú, lo asaltaron y lo golpearon muy duro -asegura Patricio Arias, cartero en la población Pablo de Rockha, de La Pintana.
Como la situación se repite en la población Yungay de La Granja y en muchas otras más, los carteros adoptaron soluciones. Sólo entran cuando en las poblaciones la gente “peligrosa” duerme: entre las 10:00 y las 13:00 horas. En algunos sectores han contratado a gente domiciliada en la población para entregar la correspondencia y en otros, como en la Carol Urzúa de Puente Alto, dejan las cartas en la iglesia o la sede vecinal durante meses.
En los últimos tres años, Telefónica registró casi 9.000 cortes de red por el robo de cerca de 12.000 kilómetros de cable de cobre. Si bien ese robo ha disminuido, aseguran que al ir a reponerlos, los trabajadores han sido asaltados: no sólo les quitan el cable nuevo, sino también la camioneta y las herramientas. Omar González es uno de ellos. En cinco años trabajando en El Castillo lo asaltaron 20 veces. La última fue el año pasado, cuando lo encañonaron y le quitaron la camioneta con todo lo que tenía adentro. Al día siguiente, el vehículo apareció desvalijado en la población Libertad, en San Ramón.
Un riesgo mayor enfrentan los contratistas de los servicios de electricidad y agua. Cada vez que entran a esos sectores hay gente que los sigue para impedir que corten el suministro en una casa o por el miedo a que desmantelen a los “colgados” del sistema. Tanto en Chilectra como en Aguas Andinas, el 10% de sus pérdidas es por hurto a través de conexiones clandestinas al suministro. Y en las zonas ocupadas resulta evidente: los cables desde los departamentos hacia los postes se enredan como telarañas sobre las calles y las filtraciones de agua por reposiciones ilegales del servicio se ven en muros y techos.
En la población San Gregorio, en La Granja, los vecinos cuentan que han pasado autos de Chilectra que, sin detenerse, sacan un palo largo y arrasan con las conexiones ilegales. Los operarios de esas compañías dicen que es lo único que pueden hacer en las zonas ocupadas. Porque los testimonios de los riesgos que corren suman varias páginas. Como lo que le pasó a Raúl, un trabajador de una empresa sanitaria que fue a reparar una filtración en un block de departamentos en una población de Puente Alto. Un vecino llamó por el agua que se escurría desde el piso de arriba. Al tocar el timbre en el piso superior para revisar la conexión, se encontró con una pistola apuntando a su rostro.
-Si tocas las cañerías, te disparo –recuerda que escuchó.
Raúl se fue mientras el agua siguió escurriendo.
Michel Garrido (20 años), vivía junto a su familia en la Villa La Orquesta de La Pintana. Allí volvería al salir de la cárcel. Pero el 13 de febrero participó en una riña en la Penitenciaría de Santiago. Un gendarme disparó perdigones de goma para intentar dispersar a los reos. Uno de ellos mató a Garrido. Dos días después, cuando el ataúd con el cuerpo de Garrido llegó a la casa de su familia, sus amigos lo esperaban con muchas coronas de flores. Los vecinos de la población corrieron a refugiarse en sus casas. Sabían que en cosa de segundos comenzaría el homenaje a Michel.
Sonó el primer disparo y luego una ráfaga de balas al aire. Hubo gritos y llantos. Una mujer cuenta que vio llegar a uno de los hombres que velaba a Michel con “una caja de esas que usan para llevar plátanos”, llena de marihuana y coca. Y que la puso en la mitad de la calle: el que quería sacaba. Los disparos continuaron. Cuando la procesión fúnebre partió rumbo al cementerio, sus amigos y familiares iban detrás cargando sus pistolas, escopetas e incluso, según algunos vecinos, subametralladoras UZI. Esa noche, una fuerte explosión despertó a los vecinos. Los más pequeños lloraban asustados. Al día siguiente, sus patios delanteros estaban llenos de casquillos y sus paredes y techos con impactos de bala.
A pocas cuadras de ahí, en la Villa Lago Puyehue, Raquel se queja del hacinamiento en que viven. Cuenta que en el sector hay un sólo colegio municipal y que los demás son particulares subvencionados; no tiene farmacias cerca y protesta por los bomberos que ya ni se aparecen cuando hay incendios y, sobre todo, por los policías que no responden a los llamados. Raquel está preocupada por lo que pasará el día siguiente.
-Esta mañana un vecino me avisó que había escuchado a unos cabros de la Villa La Orquesta diciendo que en este sector había mucha calma, que mañana tendrían que venir “a poner algo de acción” –cuenta Raquel.
–¿Qué significa eso?
-Que mañana no vamos a poder a salir porque en cualquier minuto van a llegar disparando.