De la G-20 a la G-2:cumbre sobre economía y seguridad entre Obama y Hu Jintao
02.04.2009
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02.04.2009
La reunión del G-20 no será la Bretton Woods del año 44, cumbre que creó el FMI y el Banco Mundial entre otros. El poder económico del FMI se amplificará, pero no su democracia. La fragilidad del momento la describe este reputado analista internacional a partir de la factura que le cobra la crisis a EE.UU., con su déficit fiscal por encima del billón de dólares cada año de la próxima década, una deuda pública por encima de los US$ 10 billones y la dependencia de su economía de las potencias asiáticas. El tema a resolver: el poder. De allí la importancia de la “G-2”, entre los presidentes Obama y Hu Jintao en Londres, cumbre sobre economía y seguridad entre el “imperio occidental” y el “imperio del centro”, una bipolaridad que los chinos por ahora ya dan por cierta.
Frente al páramo de un mundo que comienza a tomar conciencia del verdadero alcance de la economía real, la cumbre del G-20 de este jueves en Londres difícilmente podía ser el faro que muchos fantaseaban.
No lo ha sido no sólo porque aún no hay claridad sobre las formas definitivas de este tsunami que ha destruido riqueza y creado montañas de desocupados como nunca antes en la historia. Sino también, porque no es ésta una era de grandes liderazgos fundacionales; no lo es ni en los países centrales ni en la periferia, pese a una retórica tediosa que pretende convencer de lo contrario. Hay, a veces, épocas así. La actual viene tropezando desde antes de los ‘90 en una parálisis atada al modelo de acumulación capitalista y cuya restauración, más que modificación, está en el centro de todos los debates de esta hora.
En otras palabras, esta cumbre de desarrollados y en desarrollo no configurará un nuevo Bretton Woods. Quizá la principal y tal vez única comparación importante que pueda establecerse con aquella conferencia de julio de 1944 que creó, entre otras iniciativas, el FMI y el Banco Mundial pero como herramientas estabilizadoras, sea la importancia relativa que aún retiene la principal potencia global, los Estados Unidos.
Si entonces el mundo salía debilitado de la Segunda Guerra y consolidaba el liderazgo norteamericano, hoy los estragos devienen de este enorme desastre económico global. La diferencia es que esta vez no cristalizará el poder de Washington, sino más bien un escenario multipolar. La semejanza es que, en valores comparativos, Estados Unidos aparece golpeado y con mucho de su perfil mutado, pero con menos daños respecto a los otros grandes jugadores de esta pesadilla y sigue explicando más del 25% del PBI mundial.
Bastante más que especulaciones anticipan que la cumbre decidirá amplificar el poder económico del FMI; no ampliará el voto dentro del organismo como demandan Brasil o Rusia, y sí se crearán formas de financiamiento para emergencias severas, como la del Este Europeo cuyos países están quebrando uno tras otro. Esa región es un barco que se ha hundido pero mantiene una cadena atada a sus padrinos del Occidente europeo. Si no se hace algo para cortar ese vínculo férreo, no solo los ex comunistas acabarán bajo el agua. Hay en todo el Este europeo inversiones por 1,5 billones de euros, que son créditos librados por la banca occidental. Esta cumbre intentará agregar formas para que ese dinero u otro, proveniente de Asia o, incluso, de los árabes petroleros, resuelva el quebranto y salve de la noche a esos bancos.
La intención es que los chinos sean quienes integren la mayor parte de ese esfuerzo. El FMI recibirá unos 200 mil millones adicionales, en partes iguales de EE.UU. por un lado y Japón y Europa por el otro. China colocaría 50 mil millones de dólares aunque es un paso por ahora extremadamente dudoso. La cuestión es cómo se resolverá la cuestión del voto en el organismo, o dicho de otro modo: el poder. Cuanto mayor sea el aporte de un miembro, mayor es su derecho a votación, es decir resolver y marcar políticas, si es que ese derecho es reconocido. Y naturalmente es lo mínimo que espera Beijing. Pero es también lo último que esta dispuesto a resignar Estados Unidos, por ahora.
La certeza de que no convenía esperar demasiado de esta cumbre, la dibujó con claridad la propia administración de Barack Obama al proponer un programa doméstico de casi un billón de dólares para absorber los activos tóxicos de los bancos.
Ahí se tiene un modelo de lo que se espera de modo global. El plan se financia con recursos públicos y para críticos como Paul Krugman o Jospeh Stiglitz, no solo serán desperdiciados sino que atornillarán a EE.UU. en la crisis. Una alternativa desechada ha sido la nacionalización de los bancos que, con el respaldo estatal, mejorarían su solvencia y podrían ser vendidos en el auge recuperándose la inversión pública.
No es precisamente lo que pretenden los mercados, que han vuelto a descubrir al Estado pero sólo como bombero y jamás como enterrador. Esta persistencia en más de lo mismo no oculta la noción respecto a que EE.UU. saldrá de esta crisis en uno o dos años como potencia pero no ya como hegemonía. Es la factura que la crisis le cobra a Estados Unidos por la combinación de un déficit fiscal indigerible por encima del billón de dólares cada año de la próxima década y una deuda pública por encima de los 10 billones de dólares. Ello, además de la destrucción de empleo y riqueza en las clases media y baja; los más de treinta millones de norteamericanos que viven bajo la línea de la pobreza y constituyen una explosiva demanda social en ciernes y la tremenda dependencia de la economía estadounidense de las potencias asiáticas que le financian el quebranto fiscal.
No es sólo Krugman quien se toma la cabeza. El desconcierto sobre el tamaño de la crisis y la polémica en torno a las medidas adoptadas, llega a un punto tal que William Galston, ex asesor de Bill Clinton, especuló con estas dos alternativas oscuras: “el equipo de Obama no sabe qué es lo que se debe hacer” o “no cree que pueda reunir la fuerza política suficiente para hacer lo que se debe hacer”.
El riesgo es que en este juego de dudas, el presidente recién llegado y envuelto en esperanzas, se desgaste como si se tratara más del culpable que de la víctima.
Es en ese galimatías que debe colocarse la polémica que sí rodea al G-20 respecto a las propuestas de que una nueva moneda de reserva reemplace al dólar. Estados Unidos ignoró el tema cuando lo planteó Rusia, pero al impulsarlo China, el mayor acreedor de Washington -dueño de casi 900.000 millones de dólares en bonos del tesoro norteamericano-, el ministro de Economía, el jefe de la FED (el Banco Central) y hasta el propio presidente estadounidense debieron salir a cruzar el comentario de Beijing.
No deberían adivinarse intenciones diferentes al puro realismo en el planteo chino. Por todo lo dicho, el mundo se encamina a una multipolaridad con mayores riesgos y efectos dominó originados en sitios imprevisibles.
En medio de sus fortalezas, la multitud de debilidades objetivas en que quedará Estados Unidos explica la necesidad de caminar hacia nuevos diseños, que tampoco es claro si serán suficientes. Es que aunque los mercados compitan en ceguera, los cambios lo son para todos. La propia China, si bien es la única de las cuatro mayores economías mundiales (tercera junto a EE.UU., Japón y Alemania y la segunda potencia comercial del globo) que no está en recesión, su crecimiento previsto de 6,5% puede parecer un éxito comparado a sus pares, pero es agónico y casi un desplome frente a las necesidades objetivas de su desarrollo.
¿Qué podría evitar que una nación más pequeña de Asia, presionada para conseguir liquidez debido a la sequía de la crisis, decida desprenderse de sus bonos estadounidenses desatando un alud que desintegraría la moneda norteamericana? En otras épocas esa pregunta se perdería como un delirio malintencionado. Hoy todo parece posible.
No debe haber pesadilla peor que esa y no solo para Estados Unidos, pero así de frágil es el momento. Es por ello que para Beijing menos que el G-20, importa el “G-2”, el encuentro entre los presidentes Obama y Hu Jintao en Londres, el diálogo en la cumbre sobre economía y seguridad entre el “imperio occidental” y el “imperio del centro”, una bilpolaridad que, los chinos por ahora, ya dan por cierta. Y también Washington. Ello explica la decisión del presidente estadounidense de visitar China en junio de este año.
*Editor internacional del diario Clarín de Argentina