Nacida para parir
22.08.2008
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22.08.2008
Nunca imaginé que el sonido que salía de la casa, ese gruñido suave y bajo correspondiera al ruido de un pequeño cerdo disputando un pedazo de yuca con un bebé desnudo de máximo un año de edad.
Minutos antes habíamos llegado al lugar tras una cabalgata de seis horas, monte adentro, buscando la casa de Miguel y Mariana.
El ladrar de los perros avisó de nuestra llegada, pero nadie se asomó. Nos bajamos de los caballos, estiramos las piernas cansadas mientras preguntábamos a gritos si había alguien.
El rancho era nuevo, aún olía a madera recién cortada. Tenía dos plantas: en la primera había un pequeño establo y en la segunda la vivienda. Golpeamos la puerta varias veces y nadie respondió. Escuchamos en el interior el extraño ruido. Entramos. El sonido se percibía más intenso, más cercano, pero no lo identificábamos. Lo seguimos, hasta que encontramos en un rincón a los dos cachorros de mamíferos distintos luchando por un trozo de yuca cocida.
El niño lloró cuando lo recogí del suelo. Mientras el cerdito, despojado de su rival, disfrutaba de su manjar. Matías me miraba sin hacer ningún comentario. Leía en mi rostro mi enojo. Salimos de la casa y nos sentamos debajo de un naranjo a esperar que alguien llegara.
-Es el colmo, Samuel.
-Es el colmo, Matías -le respondí y no hablamos más.
Llegué a La Macarena por avión desde Villavicencio en una calurosa mañana del mes de enero de 1998. En ese entonces trabajaba como médico en Existir, una pequeña empresa de salud que prestaba sus servicios a los campesinos e indígenas de la zona rural de los departamentos de Meta, Guaviare y Vaupés. La Macarena fue la zona que me asignaron ese mes. El equipo éramos sólo Matías, un motorista, nativo del pueblo, y yo.
El municipio de La Macarena es uno de los seis municipios que integran el Parque Natural Sierra de la Macarena, que está ubicado en el sur del departamento del Meta como una isla independiente al margen de las tres grandes cordilleras de Colombia. En este punto geográfico confluyen el bosque andino, los llanos de la Orinoquía y la selva amazónica, haciendo que esta zona contenga una biodiversidad enorme, una de las mayores del mundo. Su aislamiento geográfico ha evitado que el devastador proceso de deforestación para sembrados ilegales sea menos acentuado que en otras regiones selváticas del país. Muchos de sus colonos, como la familia de Mariana y Miguel, llevan varias generaciones asentados allí.
Llevábamos una hora jugando con el bebé cuando apareció una mula con dos niños.
-Buenas tardes, yo soy Matías y él es Samuel, el médico de Existir. Nosotros les mandamos avisar con la Junta de Acción Comunal que veníamos -les dijo Matías, mientras los ayudaba a bajar del animal.
Los dos me extendieron la mano y se presentaron: Carmen y José, de 6 y 4 años respectivamente.
-¿Y sus papás?
-Mi papá y mis hermanos están trabajando. Y mi mamá fue a ayudarles y a llevarles el almuerzo a la chagra. Nosotros estábamos trayendo unas cosas que nos hacían falta de la otra casa -nos dijo José, el pequeño gigante.
Mi indignación renacía. No podía entender como unos padres podían dejar a un niño de menos de un año bajo el cuidado de otros dos pequeños cuya edad sumaba entre ambos los diez años. Guardé silencio.
José nos invitó a seguirlo. Matías cargó a la pequeña Carmen en los hombros y entramos a la casa. En el suelo permanecían sobras de comida. Las moscas danzaban aleatoriamente alrededor de varios trozos de carne seca que colgaban sobre el fogón de leña. Me acerqué y con la luz de la linterna pude ver los pequeños huevos blancos de las moscas sembrados en la carne.
El amable José nos ofreció guarapo. Tuve temor de tomármelo al ver las condiciones de aseo de la casa, pero tenía mucha sed, no me quedaba nada en la cantimplora y no teníamos tiempo para salir a buscar algún pozo. Me lo tomé pasando tragos enteros y tratando de no pensar en la migración de parásitos y bichos a la panza.
Con los últimos destellos del día ladraron los perros anunciando el regreso de Miguel y Mariana, los padres de los niños. Venían con tres jóvenes que también eran sus hijos.
Miguel llegó con la camisa sucia y abierta. Mariana traía varias ollas pequeñas y una canasta. Nos presentamos, nos dieron la bienvenida y nos ofrecieron su hogar para descansar. Igual, no teníamos alternativa, la casa más cercana quedaba a dos horas a caballo. Sentí un poco de vergüenza, su hospitalidad desarmó el malgenio que tenía. Luego, ya más tranquilo le dije:
-Mariana, ¿cómo es posible que deje a estos dos niños tan pequeños cuidando a este otro que es casi un recién nacido? ¿No le da miedo de que les pase algo?
Ella sonrió, me sobó el hombro derecho y me respondió:
-Tranquilo doctor, por los niños no se preocupe, así he levantado once y a ninguno le ha pasado nada. Usted no tiene hijos, ¿cierto?
No supe qué decir. Sabía que la excusa no era válida para el estado de abandono en que se encontraban los niños y la casa, pero sentí vergüenza de hacer más reclamos. Se supone que parte de mi trabajo era educar para la salud… ¿pero como enfrentar las costumbres y la experiencia de Mariana? Al fin y al cabo era cierto, ella crió once hijos y yo no había criado ninguno…
También sentí algo de enojo de que ella utilizara el viejo argumento con que muchas madres nos desarman en la consulta de pediatría. Decidí abortar el tono “pedagógico” y dedicarme a charlar desprevenidamente con Mariana.
Mariana nació y ha vivido siempre en la zona rural de La Macarena. El año anterior, a los 32 años, fue la primera vez que salió al pueblo. Aunque se lo habían descrito, nunca lo había logrado imaginar como era. Para ella fue una sorpresa ver automóviles, escuchar música salida de equipos electrónicos y ver tanta gente reunida en un solo lugar como el mercado o la iglesia. Todo le parecía mágico. No concebía como funcionaban todos esos aparatos, desde el frío de una nevera hasta las imágenes del televisor.
Mariana recordó que cuando tenía 11 años, un vecino, José, un señor mucho mayor, llegó a su rancho, habló con su mamá unas cuantas palabras y se la llevó. Durante el camino el hombre no le habló. Al llegar a su casa, le explicó que hacía unos meses su esposa había muerto, tenía dos hijos y no sabía cómo criarlos ni tampoco tenía tiempo para hacerlo. Eran dos niños menores de 5 años, los dos estaban desnutridos. La tarea de Mariana era criarlos.
Pasaron tres años en los que José salía a trabajar muy temprano a la chagra, Mariana organizaba la casa, le daba de comer a las gallinas y los marranos, cuidaba de los niños y preparaba la comida, se la llevaba a él a la chagra, esperaba en silencio mientras comía y regresaba a la casa a seguir con los oficios domésticos. Hasta entonces las palabras que se cruzaban eran escasas. Mariana dormía con los otros niños y José en una habitación aparte. Con la pubertad las formas de Mariana fueron cambiando. José la miraba cada vez más, pero no le hablaba, sólo la miraba.
Una mañana temprano, José la subió en una bestia y regresaron a la casa materna. Se sentaron los tres. José le dijo a la mamá de Mariana que hacía unos días había notado, aunque ella lo intentó ocultar con vergüenza, la llegada de la menstruación de la niña, lo que ahora la hacía una mujer. Sí la señora le daba autorización, Mariana sería ahora su esposa. La madre asintió. Mariana nunca habló, estaba presente pero nadie le pidió su opinión ni tampoco protestó. En menos de un año Mariana sería mamá, y desde allí aproximadamente cada uno o dos años tendría un nuevo hijo hasta que murió José.
Para Mariana la vida se contaba en número de hijos, no en meses ni en años. Al morir José, Mariana tenía cuatro hijos propios, más los dos que crió desde antes. La vida era difícil, sabía que sola no podía, necesitaba conseguir un hombre que trabajara para poder seguir ella criando sus hijos, sabía también que su vientre era el mejor estímulo para atraer un hombre. Así fue. Cuando conoció a Miguel le gustó, cosa que nunca sucedió con el viejo José. Miguel era un peón de una finca vecina que le coqueteaba desde hacía varios años. Cuando murió José no esperó mucho tiempo para acercarse a Mariana.
-Yo quería una mujer que tuviera un vientre agradecido que me diera muchos hijos… ¡Además, Mariana era la dueña de toda la tierra que dejó el viejo José! -nos contó entre risas, Miguel.
Desde que se juntó con Miguel, Mariana tuvo siete hijos más y cuando la visitamos deseaba “tener cuantos los señores ‘Jehová y Miguel’ -dijo riéndose-, quieran y me permitan”.
En medio de la charla, le describí a Mariana los métodos de planificación familiar. Me miró sorprendida.
-No entiendo. ¿Es que acaso existen mujeres que su destino sea distinto al tener y criar los hijos que Dios nos da? -me preguntó.
-Sí, Mariana. Hay mujeres y parejas que eligen tener menos hijos o no tenerlos para dedicar su vida a otras cosas.
-¡Qué cosa tan horrible! Si para eso nos puso Dios en el mundo, para parir -replicaba cogiéndose la cabeza con las manos.
-Además, agregué, si la gente planifica puede hacer rendir más lo que tiene entre los hijos. Entre más poquitos, más rinde…
-¡Como así!, si la tierra alcanza para todos. Por cada hijo que nazca tumba uno un pedazo de monte para trabajar, se le deja un marrano para criar y de ahí sale con que mantenerlo.
-Eso es aquí en La Macarena, en el campo. Pero todo el mundo no tiene esa oportunidad. La gente que vive en las ciudades no tiene tierras.
-¿Entonces de que viven?
-De trabajar en muchas otras cosas.
-No entiendo -dice Mariana mientras la tenue luz de las velas deja ver su rostro de preocupación.
Y no lo entendió. Ella no podía concebir que millones de personas vivieran en un territorio donde no había espacio para cultivar ni animales para criar. Un lugar pensado para que miles de automóviles circulen y donde los hombres no tengamos idea de cómo se utiliza un machete o una motosierra.
-¿No me está mintiendo? ¿De verdad no sabe como se roza un rastrojo?
-No, Mariana. Yo me dediqué a estudiar para ser médico.
-Pero eso no le quita que aprenda a trabajar. ¿Cuánto tiempo estudió?
-A ver, completo, desde niño… casi veinte años.
-¡No! ¡Qué perdedera de tiempo! Yo nunca fui a la escuela, mis hijos mayores tampoco y ahí están: trabajando y con familia, y los chiquitos van a la escuela para que aprendan a leer y escribir, pero tienen que aprender algo útil en la vida, tienen que aprender a trabajar en el monte… ¡Qué tal uno sin saber manejar un machete!
-Hay trabajos distintos, Mariana. Hay formas distintas y, hasta de pronto, mejores de vivir, y para eso sirve estudiar, ir a la escuela y luego a la universidad.
Me miró incrédula. Se quedó un rato callada y me preguntó:
-A ver, usted, doctor, ¿cuántos hijos tiene?
-Todavía ninguno, Mariana.
Se quedó callada un momento y luego me dijo:
-Pero ya va siendo como hora… A su edad los hombres ya tienen que tener cría.
-Por ahora no me interesa. Si los tuviera, tal vez no estaría aquí, en La Macarena, tan lejos.
-Pues se los deja a su mujer, ¿acaso usted los va a criar?
-Sí, eso quisiera… con mi pareja.
-¡Uy no! Usted trabaje para que los mantenga, pero no se meta a criarlos. Déjenos ese trabajo a nosotras que para eso mi Dios nos hizo.
La noche nos quedó corta, el sueño se coló a la fuerza y las velas se agotaron. Con Mariana recordé que yo no era el poseedor de ninguna verdad. Ambos aprendimos una lección: ella me enseñó que la vida se aprende viviendo y no con sermones de expertos, y creo que Mariana entendió que algunos pequeños cambios en su cotidianidad, que no implicaban sacrificios mayores, le podían mejorar en algo su vida y que, más allá de La Macarena, existen formas de vivir distintas de las que también algo se puede aprender. Eso mismo aprendí yo, desde mi mirada de citadino.
La reflexión que me suscitó el encuentro con Mariana sigue siendo vigente. En el año 2005 Profamilia publicó la última versión de la Encuesta Nacional de Demografía y Salud. En ella se describe el estado actual de la salud sexual y reproductiva en Colombia. La historia de Mariana no es la excepción, de alguna forma es la regla. Al igual que ella, en Colombia muchas mujeres inician su vida sexual cada vez más temprano. Para el año 2000 el 8% de las mujeres del país entre 25 y 49 años habían tenido su primera relación sexual antes de los 15 años; en el 2005 era el 11%, con grandes diferencias entre las de la ciudad (aproximadamente 9%) y las del campo (17%).
Si este inicio temprano respondiera a una decisión autónoma de disfrute de la sexualidad, la magnitud de embarazos en adolescentes iría en descenso, pero por el contrario, va en aumento. En Colombia, de cada cien mujeres menores de veinte años de la zona urbana, 15 ya son madres o han estado embarazadas; y en la zona rural, 22 de cien.
Dicho de otra forma una de cada cinco colombianas adolescentes ya ha estado embarazada. Como se ve, el deterioro progresivo de la salud sexual y reproductiva en Colombia es más severo en las zonas rurales que en las zonas urbanas. Afortunadamente la percepción que tiene Mariana de su propia vida es buena; sin embargo, refleja, al igual que los indicadores de salud, la inequidad en la falta de oportunidades que tienen las mujeres campesinas en el país. Mariana no decidió ser criadora de hijos ajenos y propios, ni una paridora incansable, fue la opción que la vida tomó por ella.
*Samuel Andrés Arias es médico epidemiólogo, narrador y periodista. Hasta las cuatro de la tarde ejerce como coordinador del área de investigaciones del Instituto Nacional de Cancerología de Colombia, luego escribe relatos, crónicas y ensayos que publica en revistas como El Malpensante, Etiqueta Negra, Odradek, Revista Universidad de Antioquia y en otros medios escritos de Latinoamérica.