La verdad sin dueño
29.05.2008
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29.05.2008
La elección como presidente del Paraguay de un obispo de la Iglesia Católica suspendido ad divinis, Fernando Lugo, ha venido a significar el fin del reinado de casi 70 años del Partido Colorado, el mismo del dictador Alfredo Strossner. Pero no sólo eso. Esa elección amplía el mapa de la izquierda en el poder en América Latina; y si el FMLN, la vieja guerrilla marxista convertida en partido político en El Salvador, gana las elecciones presidenciales del año próximo, con su candidato el periodista Mauricio Funes, quitaría la hegemonía política de manos de la derecha, pues el partido ARENA, fundado por el coronel D’Aubisson, ha estado en el poder desde 1989. De esta manera, sólo dos presidentes provenientes de partidos conservadores, en México y en Colombia, quedarían en el continente.
Se gastaron las viejas promesas de la derecha, y la izquierda está en los palacios presidenciales. ¿Pero cuál izquierda? En el mapa, no todo su territorio es del mismo color. Líderes obreros, dirigentes indígenas, viejos guerrilleros, militares rebeldes, obispos que dejaron la sotana. Una oncólogo en Uruguay. Una pediatra en Chile. ¿Por qué están allí? ¿Qué los une, y qué los desune?
Pero uno no puede imaginar un bloque de países de izquierda en América Latina, bajo una ideología socialista única, como ocurrió hasta antes del fin de la guerra fría con el campo soviético, cuando había en Europa Oriental estados de una estructura y una conducta uniforme. Partido único, economía planificada, el estado dueño de los instrumentos de producción. Lejos de eso. Las diferencias sobran, y no son sólo de matices.
Es probable que los partidarios y seguidores de la doctrina bolivariana del presidente Chávez, o quienes se reconocen en los discursos encendidos de antiimperialismo del comandante Daniel Ortega, ni siquiera aceptarían que se pusiera en la lista de presidentes de izquierda a Michele Bachelet, por ejemplo, que es socialista, o a Martín Torrijos, de Panamá, que es socialdemócrata. Ya no digamos a Leonel Fernández, de República Dominicana, recién electo por tercera vez como candidato del Partido de la Liberación Dominicana que fundó Juan Bosch.
Entre los países gobernados por líderes de izquierda, están de por medio diversos intereses y realidades. El poderío económico o el tamaño geográfico, para empezar. Quiénes son ricos, y quienes son pobres. Quienes extienden la mano para dar, y quienes la extienden para pedir. Qué clase de viejos o nuevos conflictos fronterizos existen entre esos países, desde una fábrica de celulosa, hasta una salida al mar.
Hay variados ejemplos que marcan esas diferencias que no pocas veces se convierten en abiertas contradicciones, y aún conflictos. Pero existe una entre todas que es decisiva: si los líderes de izquierda, una vez alcanzada la presidencia, quieren quedarse, o aceptan como regla la alternabilidad en el poder. Es una diferencia sencilla, pero crucial, porque señala la frontera entre la voluntad democrática, y la voluntad autoritaria.
Lula da Silva, el dirigente obrero metalúrgico que llegó a la presidencia respaldado por una variada coalición de partidos de izquierda, sindicatos y movimientos populares, se encamina hacia el fin de su segundo mandato, y hasta ahora ha dicho que no pretenden un tercero. La propuesta de partidarios suyos, de que se presente de nuevo a las elecciones, la ha calificado como “insensatez pura”.
“Una vez en Managua, con motivo del Primer Congreso del Frente Sandinista en 1991, recién después que habíamos perdido las elecciones que ganó Violeta de Chamorro, escuché a Lula decir en un discurso que el gran error de la izquierda había sido crear una diferencia artificial entre democracia burguesa y democracia proletaria, cuando, en verdad, sólo había una clase de democracia. La izquierda había adquirido así el mal prestigio de presentarse como enemiga de la democracia que significa votar, y escoger gobernantes, y reconocer que en sistema democrático se gana y se pierde”.
En cambio, una de las reformas claves a la Constitución de Venezuela, que Chávez sometió a consulta popular a fines del año pasado, era la reelección indefinida. Perdió el plebiscito, y esa posibilidad está cerrada “por el momento”, como él mismo ha dicho, lo que significa que volverá a intentarlo.
Alternabilidad, o reelección indefinida. Son dos caminos claros y diferentes que se abren para la izquierda. Cuando antes del plebiscito de Venezuela le preguntaron a Lula qué pensaba de la reelección indefinida propuesta por Chávez, respondió: «yo sólo puedo hablar por Brasil y pienso que Brasil no puede jugar con una cosa llamada democracia. Nosotros nos demoramos mucho y mucha gente sufrió para consolidarla».
Con esto no hacía sino recordar que Brasil había padecido una dictadura militar de 20 años, entre 1964 y 1985, y antes, la dictadura de un líder populista, Getulio Vargas. Lo cual no es una referencia gratuita para un continente que ha soportado en el pasado las dictaduras como una maldición de la historia. Dictaduras en Brasil, en Argentina, en Uruguay, en Venezuela, en Nicaragua, en Colombia, en Bolivia, en Dominicana, en Cuba, en Argentina, en Chile, en Guatemala.
Es aquí, en la voluntad de quedarse en el poder, en eso que siempre hemos llamado continuismo, donde la frontera entre izquierda y derecha se borra. La misma respuesta que dio Lula a la pregunta sobre la reelección en Venezuela, merecerían los intentos del presidente Uribe de Colombia, de reelegirse por tercera vez.
Una vez en Managua, con motivo del Primer Congreso del Frente Sandinista en 1991, recién después que habíamos perdido las elecciones que ganó Violeta de Chamorro, escuché a Lula decir en un discurso que el gran error de la izquierda había sido crear una diferencia artificial entre democracia burguesa y democracia proletaria, cuando, en verdad, sólo había una clase de democracia. La izquierda había adquirido así el mal prestigio de presentarse como enemiga de la democracia que significa votar, y escoger gobernantes, y reconocer que en sistema democrático se gana y se pierde.
Es algo que nunca olvidé. Quienes piensan que la democracia que permite la alternabilidad en el poder corresponde a un sistema caduco, piensan aún en la democracia burguesa. Y piensan que desde el poder, usando los mismos mecanismos de la democracia burguesa, se puede construir una democracia proletaria, o algo parecido.
Cuando se habla hoy en día en algunos países de barrer las instituciones y establecer un nuevo sistema que debe surgir de las cenizas del viejo, los preceptos de la democracia proletaria cobran sus fueros. Y cuando ese nuevo sistema se construye para que el mismo líder reine sin plazos sobre la nación, la regla es entonces la misma del viejo autoritarismo de derecha. El caudillo debe quedarse donde está, porque se le juzga imprescindible. Y para eso, se necesita que la constitución le permita reelegirse cuantas veces sea necesario, o cuantas veces quiera.
No es entonces un sistema nuevo. Es el mismo, que hemos vivido de manera recurrente desde el siglo 19, fuente de vicios, de corrupción, de confrontación, de violencia, de pobreza.
El viejo líder insustituible de siempre. El iluminado que sólo él sabe lo que un país necesita. Una idea no precisamente de izquierda, que viene desde el oscuro fondo de la historia de América Latina, del profundo abismo de la sociedad patriarcal, cuando el terrateniente se convirtió en líder militar, y luego en presidente perpetuo. No hay ninguna novedad en la propuesta. Lo único es que se disfraza con virulenta retórica de izquierda.
Cuando el poder se piensa a largo plazo, necesita de instrumentos de largo plazo. Se apodera de todas las instituciones, del sistema judicial, de los tribunales electorales, y quiere apoderarse también del ejército y de la policía. Y no olvida en su lista a los medios de comunicación, la peor basura en el ojo. Y el proyecto autoritario que concibe siempre a la misma persona a la cabeza del poder, no ve a la oposición como una pieza del sistema democrático, sino como un elemento perturbador al que hay que dominar y hacer callar, partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil. Y los medios de comunicación. Periódicos, estaciones de radio y de televisión, redes de Internet, bloggers.
El poder que se arroga el derecho exclusivo de la razón, y la propiedad de la verdad, para decidir qué es lo que es tolerable, no es un poder democrático. Y cuando decide por sí mismo que es lo que es perjudicial para el orden político y lo que no lo es, inscribe a los demás, a los que piensan diferente, o expresan en los medios de comunicación opiniones independientes, del lado de la conspiración para minar el poder.
La democracia, además, implica transparencia y control, algo que el autoritarismo, y el continuismo niegan, y viene a engendrarse por tanto la corrupción. Cuando el sistema democrático funciona, funcionan sin estorbo los medios de comunicación, que son capaces de fiscalizar a los que gobiernan, y exigirles cuentas. Porque el autoritarismo encarna también este peligro, el de la falta de transparencia.
Si todos los poderes se confunden en un solo puño, aunque sea un puño de izquierda, y aunque sea un puño que se abre para regalar a los pobres, es más fácil que surjan las fortunas ilícitas, y que los que proclaman la redención de los pobres, se vuelvan ricos de la noche a la mañana, empezando por los familiares cercanos del presidente. Y todo es más fácil si nadie lo sabe, si el que manda consigue callar a los medios, porque puede mandar a cerrarlos, o porque pueden comprar su silencio.
Es una vieja idea ésta, la del líder insustituible, siempre reelegible, y no precisamente de izquierda. Viene desde el oscuro fondo de la historia de América Latina, del más profundo abismo de la sociedad patriarcal, donde el terrateniente se convirtió en líder militar, y luego en presidente perpetuo. No hay ninguna novedad en la propuesta del dueño del poder para siempre.
Cuando no se quiere la alternabilidad en el gobierno, tampoco se quieren las libertades individuales proclamadas en las constituciones que nacieron con la independencia, y que siempre han sido ingratas para las dictaduras en todos los tiempos, la primera de ellas la libertad de informar, y de opinar.
Hoy, el socialismo autoritario, o populista, habla de verdaderas revolucionarias que no pueden ser desafiadas, y ante esa proclamación sufren la libertad de prensa y la libertad de expresión. La verdad oficial, establecida desde el poder, no puede contemporizar con quienes la atacan para destruirla. Y así entramos en el territorio oscuro y pantanoso del pensamiento único.
Y retrocedemos así al tiempo de las verdades absolutas, que por coincidencia vienen a ser siempre las verdades oficiales, porque tampoco el pensamiento único es ninguna nueva invención. El poder, cuando se trata de proyecto para siempre, se arroga el derecho exclusivo de la razón, y la propiedad de la verdad, para decidir qué es lo que es justo en cuanto a la información pública, justo y sano; y lo que es perjudicial para el orden político y lo que no lo es, y al no serlo, se inscribe del lado de la conspiración para minar el poder. El poder se declara incompatible con la tolerancia frente al pensamiento ajeno, y por tanto se decide a impedir que ese pensamiento ajeno se exprese, o a amenazarlo para que no se exprese, porque las diferencias, vistas desde el poder, no son circunstanciales, sino de fondo.
Las reformas constitucionales que fracasaron en Venezuela, introducían controles a los medios de comunicación, que cambiaban de manera radical el concepto de libertad de expresión. Pero mientras tanto se había suspendido ya la licencia de operación a la Radio Caracas Televisión (RTCV), bajo la acusación de golpista y derechista, mientras el periódico Tal Cual, que es de izquierda, y nunca ha estado involucrado en ningún golpe de estado, ni en el que dio Chávez ni en el que le dieron a Chávez, fue castigado con una multa brutal por haber publicado un articulo humorista, en forma de una carta dirigida a una hija menor del presidente. Chávez se consideró por esto agraviado, y usó a la fiscalía y a los tribunales de justicia para castigar al periódico.
Estos no son más que avisos de una filosofía de estado que resucita, y que enseguida busca expresarse a través de mandamientos constitucionales y de leyes especificas, en los que la libertad de expresión debe ser regulada, es decir, sometida, en nombre de un tropel de razones siempre alegadas. Para la vieja derecha y su brazo militar, los intereses de la seguridad nacional. Para el socialismo autoritario, los intereses de las grandes mayorías populares.
En Nicaragua, las señales no son menos preocupantes. La esposa de Daniel Ortega, Rosario Murillo, que maneja un poderoso Consejo de Comunicación con atributos que desbordan los límites de las leyes vigentes, se preocupó en establecer desde el principio la frontera entre el bien y el mal en lo que concierne a la información.
En un instructivo llamado “Estrategia de Comunicación”, al anunciar el propósito de afianzar un “proyecto” ideológico y político de largo plazo, Murillo definió tajantemente los campos entre la información de derecha (toda la que no viene del gobierno) y la información “pedagógica” e “incontaminada”, (que viene por regla del gobierno), que debe ser pasada a los ciudadanos a través de los medios oficiales, tanto los del estado como aquellos que se suban al tren oficial.
No estamos regresando simplemente al viejo terreno en el que la autoridad, cuando se siente desafiada por las opiniones y por la información independiente, reacciona con el puño cerrado, y lo hace de manera arbitraria. Estamos frente a la articulación de un proyecto ideológico compartido por gobiernos de identidad común, bajo la cual la libertad de expresión y el funcionamiento de medios de comunicación quedan sujetos a las necesidades y conveniencias del estado, y al pensamiento que tratan de difundir.
Pero hay que tomar en cuenta la realidad modifica las intenciones. Los proyectos políticos que tienen carácter mesiánico, y que pretenden revolver las instituciones, necesitan siempre de grandes consensos. Sobre todo hoy, cuando, por mucho que se pretenda cambiar las instituciones democráticas, las consultas populares, los plebiscitos el voto popular, no pueden ser evadidos, ni sustituidos.
Los líderes que quieren todo el poder, y quedarse en el poder, cuentan con el respaldo de a una parte sustancial de la población, pero no de toda. Y frente a las propuestas radicales, sobreviene la polarización.
Las reformas constitucionales que permitirían a Chávez quedarse en la presidencia hasta su muerte, han sido congeladas por el plebiscito del año pasado. La propuesta original en la nueva constitución de Bolivia, era la reelección indefinida, pero en el texto aprobado por la Asamblea Constituyente en diciembre del año pasado, el presidente Evo Morales sólo podrá hacerlo por una vez. En Ecuador, la propuesta original fue también la reelección indefinida, pero el presidente Rafael Correa ha declarado ahora que la reelección debe ser, “por una sola vez, porque creemos sinceramente que democracia es alternabilidad».
En Nicaragua, la Constitución no permite la reelección continua, pero el presidente Ortega sigue empeñado en reformarla para quedarse, o en crear un régimen de carácter parlamentario que le permita ejercer como primer ministro, con un presidente decorativo. Son trampas demasiado visibles. Si las elecciones se celebrarán hoy, Ortega perdería por un 60% de los votos, según las encuestas.
Hay que recordar también, que los cambios de poder en esos países se han dado por la vía de los votos, y no por la vía de las armas, lo que establece unos límites muy severos a las propuestas de cambios radicales. Las revoluciones llegan a ser fuente de derecho, y utilizan el poder, que aún no tiene forma institucional, para cambiarla todo, sin consultar a nadie. Pero es un poder armado, que crea su propia legalidad. Ahora, los cambios deben pasar por procesos legales de consulta, y por tanto, la voz de los ciudadanos debe ser oída. Y tampoco pueden obviarse los mecanismos institucionales, por mucho que se les someta a manipulación.
Será difícil que los ciudadanos lleguen a renunciar a su derecho al voto, a elegir libremente. La democracia viene a ser así un proceso irreversible, y junto con ella, la libre opinión y la libre información, por muchos amagos de pensamiento único que veamos aparecer en el panorama.
Imaginar en América Latina más periódicos únicos de cuatro hojas impresos con las verdades oficiales, y estaciones de radio y televisión que repiten el mismo noticiero, no deja de parecer una fantasmagoría. Pero el espacio de la multiplicidad de opiniones, la existencia de diversas opciones de información, es algo que habrá que defender siempre. Nunca ha sido un regalo de los dioses, sino un bien terrenal que ha costado no poca sangre.