Historia y pesadilla de 61 años de gobierno “colorado” en Paraguay
08.05.2008
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08.05.2008
La voz clara, cadenciosa y un poco asombrada del locutor aclaraba desde la televisión, primero en español y luego en guaraní: «El cuarto es oscuro, pero tiene luz». Era abril de 1989 y Paraguay se encaminaba a las primeras elecciones después de 36 años de dictadura del general Alfredo Stroessner. El primero de mayo de ese año, un Paraguay perplejo votó por primera vez en libertad y eligió al general Andrés Rodríguez, consuegro del tirano y líder del golpe que lo derrocó. El militar ganó por un margen mínimo en un país donde siempre el dictador «triunfaba» con el 98% de los sufragios.
Apenas tres meses antes, el 3 de febrero, Rodríguez había sacado los tanques a la calle y, después de 8 horas de combate y medio centenar de muertos, expulsó a la dictadura. La leyenda cuenta que el general de caballería Lino Oviedo, conocido como el jinete bonsai por su baja estatura, fue quien se apersonó al amo con una granada en cada mano para exigirle que se rindiera.
Ese golpe cerró uno de los gobiernos militares más siniestros y extravagantes de la región, la más extensa tiranía de la historia latinoamericana.
Paraguay, una «isla rodeada de tierra», como la definió el genial Augusto Roa Bastos, vivió esas décadas dentro de una probeta alejada del tiempo en su propia atmósfera y sudor. Stroessner, sostenido por el Partido Colorado, una agrupación cuyas raíces se remontaban a 1887, construyó una sociedad singular, donde todo -y el todo es absoluto- parecía permitido, menos desafiar al hombre fuerte que se sometía a elecciones truchas cada lustro, sin cuarto oscuro y defendía su invento como una democracia.
Paraguay siempre tuvo una Iglesia contestataria y eso explica la existencia hoy de Fernando Lugo. En los años de Stroessner, el líder con sotana era el obispo Melanio Medina, el obispo «rojo», según lo llamaba el régimen. En medio de las marchas en pleno centro de Asunción, era notable observar a los seminaristas que salían a apoyar a la gente y se trompeaban con la policía, que los atacaba con varas que disparaban descargas eléctricas.
Para quien le tocó cubrir al menos dos de esos comicios en ese espacio extraño, como este columnista, le queda la memoria de un Macondo. Aunque Paraguay era todo lo más parecido al Señor Presidente de Asturias. De tanto en tanto una larga fila de gente pobre se formaba como una hilera de hormigas frente al Palacio López desde donde Stroessner gobernaba. Era un acto notable. La gente entraba una a una hasta una oficina en la planta baja de ese bello edificio frente a las costas del río. En un gran sillón, el dictador uniformado de blanco y con entorchados dorados esperaba a cada uno. Les colocaba la mano en la cabeza y los escuchaba como si los bendijera.
Quien viajaba a Paraguay en esas épocas no sólo pasaba una frontera sino que tenía la sensación de cruzar al otro lado del espejo, a un mundo del revés.
Allí las empresas tenían doble o triple contabilidad, las quiebras eran un fraude, no había por lo tanto bolsa de comercio y el contrabando no era considerado un delito, sino un negocio encomiable y recomendado. El país vivía la bonanza final de los veinte años de plata dulce que le dejó la construcción de la represa binacional Itaipú. Y esa plata pagaba los favores y las formas delictivas del reparto del ingreso. El mismo Rodríguez fue acusado de contrabando y tráfico de drogas, lo que explicaría la fortuna que amasó, dueño además de la principal casa de cambios de Paraguay..
El país estaba desbordado de autos carísimos y se vendían a precio de bicoca. Todos contrabandeados, robados en Argentina o Brasil, y que en Paraguay eran legalizados con un simple trámite. Este cronista pudo ver en esas épocas, cuando la decadencia comenzaba a oscurecer a la dictadura, un gran cartel en la oficina de la Aduana en Asunción, que suplicaba: «No insista, no legalizamos más autos mau«, como eran conocidos estos vehículos en Paraguay.
Stroessner tenía un ministro del Interior, Sabino Montanaro, y un jefe policial especialmente cruel, Pastor Coronel, que llenaban las cárceles de opositores, muchos de ellos apenas leves críticos del régimen. Pero cualquier queja era traducida como un mensaje comunista, el nombre del demonio para el régimen.
Empujado por la apertura democrática en la región, el régimen comenzó a perder pie en los ‘80. Había marchas de protestas de una oposición que crecía y la represión consecuente. En la Argentina vivía todo el exilio paraguayo que, cada tanto, tomaba un avión que llegaba a Asunción, se les prohibía bajar, y eran devueltos a Buenos Aires en el mismo avión. Allí iban y venían gran parte de lo que fue la dirigencia democrática paraguaya: Domingo Laino, el profesor Luis Resck, Miguel Angel Casabianca, o los hermanos Saguier. Un abanico de socialdemócratas, demócratas cristianos y liberales.
Paraguay siempre tuvo una Iglesia contestataria y eso explica la existencia hoy de Fernando Lugo. En los años de Stroessner, el líder con sotana era el obispo Melanio Medina, el obispo «rojo», según lo llamaba el régimen. En medio de las marchas en pleno centro de Asunción, era notable observar a los seminaristas que salían a apoyar a la gente y se trompeaban con la policía, que los atacaba con varas que disparaban descargas eléctricas.
El golpe se llevó puesto a Stroessner y su tremenda probeta social y política, pero los estilos cambiaron poco. Rodríguez estuvo un rato en el poder, llamó a elecciones en 1993 y ganó por primera vez un civil: el magnate del oficialismo colorado Juan Carlos Wasmosy, también cruzado por denuncias de corrupción. Una marca que no abandonaría jamás a ese partido que llegó en una ocasión a ordenar el corte de la luz en toda Asunción para cambiar en la oscuridad resultados de una elección. La oposición creció, pero el estilo siguió, quizás hasta hoy.
*Marcelo Cantelmi es editor internacional del diario Clarín de Argentina.