Patricia Politzer enjuicia primera Cuenta de Responsabilidad Social del Ejército
19.12.2007
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19.12.2007
Agradezco al Ejército el privilegio de comentar este Primer Reporte de Responsabilidad Social. Sospecho que muchos de ustedes están sorprendidos ante mi presencia en este podio. Lo cierto es que la más sorprendida soy yo.
Soy miembro del directorio del Capítulo Chileno de Transparencia Internacional, pero no soy especialista en Responsabilidad Social y mucho menos en Defensa. Tampoco soy particularmente amiga de las Fuerzas Armadas, por el contrario, durante gran parte de mi vida he sido muy crítica frente a su actuar.
En esta oportunidad, supongo que el Ejército pensó en mí como periodista. Asumo, entonces, que corresponde hablar desde esa posición.
Los periodistas -a diferencia de los sociólogos- entregamos la conclusión al comienzo. Es lo que llamamos el titular, la noticia. Esta mañana, al dar a conocer su Primer Reporte de Responsabilidad Social, el Ejército dio un paso más en su deseo de ser querido por la ciudadanía.
Sin duda una noticia curiosa. En el inconsciente colectivo, los ejércitos están para ser temidos y no amados. Sin embargo, el Ejército de Chile lleva varios años empeñado en ser comprendido, respetado, valorado y querido por todos los chilenos. Así se establece en numerosos documentos oficiales. En este informe, se reitera una vez más que el Ejército se reconoce como una empresa con 16 millones de accionistas a los que debe rendirle cuentas sobre su quehacer.
Este Reporte de Responsabilidad Social se elaboró en base a las normas establecidas por el Global Reporting Iniciative, una institución independiente y respetada internacionalmente, que nació al amparo del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente a fin de incrementar la calidad de las memorias de sostenibilidad.
Este no es un dato menor. Para cualquier organización se trata de una tarea compleja. Al Ejército nadie se la pidió. La Responsabilidad Social es un tema cada vez más relevante en el mundo empresarial, pero, al menos hasta ahora, no es una práctica que se haya puesto de moda entre las Fuerzas Armadas.
El Ejército cuenta con una Memoria Anual, con diversas publicaciones y, por cierto, con un sitio web, para que los interesados puedan informarse sobre los temas más diversos. Hoy se están comprometiendo, además, a contarnos -cada dos años- qué están haciendo en el ámbito económico, social y ambiental. Se trata de tareas a las cuales el Ejército no está obligado, pero que sus altos mandos consideraron como un compromiso ético frente a la sociedad chilena del siglo XXI.
Son actividades que dan cuenta de un Ejército que no volvió a los cuarteles para vivir como lo hacía antes de la dictadura. Son tareas que muestran un Ejército que desea insertarse activamente en la sociedad, más allá de que vivan en poblaciones militares y de que su profesión les otorgue beneficios que otros servidores públicos no tienen, como ocurre con la salud y la previsión.
En ciertos capítulos, el Reporte podría confundirse con el de una aplicada ONG. Se informa, por ejemplo, sobre la igualdad de género, adquisiciones a través de ChileCompra, recuperación de aguas servidas, reducción del consumo energético, iniciativas para la conservación de la biodiversidad y numerosos misiones de paz en el extranjero.
En síntesis, buenas prácticas comunitarias de un Ejército que busca ser querido.
El Reporte constituye, sin duda, un importante ejercicio de transparencia. Y es que para ser queridos tenemos que sacarnos las máscaras y mostrarnos tal como somos. El ex comandante en jefe, Juan Emilio Cheyre, solía decir que el Ejército debe desnudarse ante los chilenos. No parece una frase muy marcial, pero da cuenta de la fuerza con que el general quería que todos entendieran la importancia de la transparencia en el proceso de transformación del Ejército.
La transparencia es un factor clave en la convivencia democrática. Sin embargo, no es cosa fácil. Bien lo sabemos los periodistas cuando intentamos que se cumplan las disposiciones sobre acceso a la información.
Hace tres años, reporteando para mi último libro, decidí probar cuán transformado y transparente estaba el Ejército. El general Cheyre no dudó en autorizarme a visitar cualquier unidad y para hablar con quién quisiera.
A través de múltiples visitas y entrevistas, comprobé que el Ejército estaba en un proceso de cambio que iba mucho más allá de la modernización de los regimientos o la creación de un cuerpo de soldados profesionales. Saber que desde 1990 los generales disminuyeron de 45 a 36 o que los regimientos pasaron de 71 a 41 no refleja el verdadero cambio.
Hace unos días, el general Oscar Izurieta reiteró sin eufemismos que el Ejército está empeñado en un cambio de paradigma. Un desafío ambicioso. Lograrlo implica un cambio cultural que no se produce de un día para otro.
En mis conversaciones con oficiales, suboficiales y soldados, en diferentes recintos militares, pude palpar la dificultad de ese cambio cultural. Sentí la fuerza de la vocación militar, capaz de mantenerse inalterable aunque el barco gire bruscamente en otra dirección; supe de las contradicciones que la mayoría tiene para asumir un pasado que se resiste a rechazar; escuché lugares comunes y explicaciones políticas que no se sustentan en ninguna realidad; oí comentarios absurdos frente a crímenes inconcebibles. Percibí la lealtad que se tiene con el alto mando, aunque no se comparta o no se entienda bien la nueva doctrina.
Conocí profesores que enseñan a los militares sobre Sócrates y sobre los derechos humanos. Supe que para los soldados de hoy la guerra es un fracaso y que su misión es no sólo mantener la paz sino que promoverla globalmente.
Recuerdo especialmente un almuerzo en la Escuela Militar con un grupo de cadetes mujeres. Para mi sorpresa no todas provenían de familias militares. Fue una conversación larga e intensa. Pasamos por las anécdotas, la soledad, los llantos ahogados de las primeras noches hasta las exigencias en los estudios y un agitado debate político, que incluyó –por cierto- las violaciones a los derechos humanos.
Con indignación, una de ellas precisó que todas habían nacido mucho después del golpe militar, “nos dejan estancados en el ‘73 ¡estamos en el 2005!” –me dijo categórica. En un tono más triste, otra contó que, al verla de uniforme, un niño se le acercó en la calle mientras su padre se apuraba a retirarlo, explicándole que tuviera cuidado porque –le dijo- “ellos matan a la gente”.
Al terminar la reunión, me advirtieron sin tapujos que esperaban objetividad en mi libro. Obviamente lo que les preocupaba eran los temas políticos y de derechos humanos.
Espero haber cumplido, no sólo con ellas sino con todos los que en aquellos días me hablaron con honestidad y confianza.
Todos quieren mirar hacia el futuro, dar vuelta la página como insisten una y otra vez. Desean ser parte de ese Ejército querido que promueve el alto mando. Pero los fantasmas del pasado tienen la mala costumbre de volver a presentarse con una u otra excusa.
Desde hace algunas semanas, creo entender mejor esta tensión entre pasado y futuro. Se lo debo al escritor mexicano Carlos Fuentes, que dictó recientemente una conferencia en la Biblioteca de Santiago.
A propósito de la literatura, señaló que el presente es ese instante en que se unen la memoria del pasado y el deseo del futuro. En esa conjunción surge la palabra del presente.
Esta reflexión de Carlos Fuentes, me hizo percibir que, por más genuino y potente que sea el deseo del alto mando por convertirse en un Ejército querido y respetado por todos, no podrá lograrlo sin continuar dedicándole atención y reconocimiento a los dolores del pasado. Pienso que sólo así las palabras de hoy tendrán la fuerza necesaria para dar los frutos esperados.
Como todo informe sobre Responsabilidad Social, el Reporte del Ejército se centra en el ser humano. Para explicar su relación con el desarrollo sostenible enfatiza la renovada valoración de la persona humana, sin discriminación de raza, sexo, creencia u opinión. Al mismo tiempo, subraya que en el mundo se extendieron principios universales como la democracia y el respeto a los derechos humanos.
Pero las palabras suelen no ser suficientes, pueden convertirse rápidamente en letra muerta. Las Fuerzas Armadas conocen bien la importancia de los símbolos. Y en esta perspectiva, no cabe duda de que el homenaje que el ejército le rindió al ex comandante en jefe, el general Carlos Prats, a los 30 años de su asesinato fue un hecho de especial trascendencia.
Así también, no deja de ser significativo que esta semana, en vez de conmemorar una muerte, el Ejército esté aquí entregando al país un Reporte de Responsabilidad Social.
Quizás se requieran más actos simbólicos como éstos para que el pasado, que vive en la memoria, se acomode en forma fluida con el deseo de futuro. Ese nexo parece ineludible para consolidar un auténtico cambio cultural.
La voluntad del alto mando parece inamovible en esa dirección. Su tarea no ha sido fácil ni exenta de riesgos. Los oficiales que impulsaron la transformación del Ejército iniciaron su obra con Pinochet en la comandancia en jefe, y en oposición a un cuerpo de generales duros que se disputaba la sucesión. El elegido fue el general Ricardo Izurieta, un oficial de carrera intachable. Como comandante en jefe debió enfrentar la larga crisis política de la detención de Pinochet en Londres, pero eso no le impidió desechar el continuismo e iniciar la transición hacia un Ejército coherente con los principios democráticos.
Dentro del Ejército, a los oficiales que lideran la transformación se les conoce como los “oficiales del libro”. Se ganaron este apodo porque sumaron a su instrucción castrense una exigente formación académica. Son militares cultos, globalizados, con postgrados en Chile y en las mejores universidades del mundo, capaces de establecer relaciones de igual a igual con cualquier civil.
Su visión del Ejército para el Siglo XXI conlleva, entre otras cosas, el desafío modernizador, el respeto por la vida privada, la obligación ética y política de respetar los derechos humanos y la tesis de que el Ejército no es heredero de ningún gobierno.
Este Primer Reporte de Responsabilidad Social –el primero que emprende un ejército en el mundo- es un esfuerzo contundente en esa dirección. Sin embargo, un documento de esta naturaleza debe incluir también el reconocimiento de errores. En este punto, el Reporte parece débil. Se informa, por ejemplo, del daño causado al humedal de Lluta por un vehículo militar, de tres casos de abuso de autoridad, 24 casos de consumo de drogas y dos sumarios administrativos por faltas a la probidad.
Sin ser suspicaz, simplemente considerando el número de personas involucradas en el Reporte, intuyo que, estadísticamente, los errores publicados son escasos.
Para la inmensa mayoría de los seres humanos la autocrítica no es algo natural ni espontáneo. Sin embargo, esto es aún más difícil en una institución militar donde el ascenso -es decir el futuro profesional- depende de una calificación impecable.
Perry M. Smith, general en retiro de la Fuerza Aérea estadounidense decía que “hay personas que nunca mentirían en provecho propio, pero sí lo hacen en beneficio de la institución”. Sospecho que ése concepto –el mentir o el callar, para no ser tan duros- requiere de una revisión. Asumir un error es una responsabilidad ética.
Si el Ejército aspira a ser querido y respetado por el conjunto de la sociedad, el componente ético resulta esencial, y así lo establecen sus documentos oficiales.
Hoy los militares combinan su instrucción con una educación humanista. Entre ambas ha existido históricamente una cierta tensión. Muchos piensan que el pensamiento crítico, que surge del saber humanista, interfiere con la disciplina para cumplir órdenes. Esta idea, ampliamente discutida entre los teóricos, implica que el soldado que recibe educación humanista no podría diferenciar de manera correcta entre situaciones que exigen reflexión y aquellas que demandan acción.
Este es un concepto pobre de los militares. Pero es el pensamiento con el que se han justificado los mayores horrores del siglo XX. La peligrosa idea de estar obligado a cumplir una orden sin importar ni cuestionar su fundamento ético. Obedecer sin pensar puede llegar a ser inevitable en alguna situación extrema pero –en el siglo XXI- el mundo entiende que toda persona es responsable de su conducta.
En este punto, el Reporte de Responsabilidad Social reitera que el Ejército combina la disciplina y la jerarquía con la aplicación del discernimiento individual, con el buen criterio en el momento de tomar decisiones, y subraya también el derecho de todo subalterno de exponer su propio discernimiento y buen criterio.
Pero, por más que lo recalquen los instructivos, la disciplina militar y la necesidad de una hoja de vida intachable son cosa seria. Por lo tanto, es probable que, en este aspecto, el cambio cultural sea más complejo y la transformación requiera aún de más tiempo y mayores énfasis. En dos años más podremos comprobar si los soldados chilenos desarrollaron una mayor autocrítica y si se reconocen voluntariamente más equivocaciones en el quehacer cotidiano. Sería una buena señal de conducta ética y de discernimiento individual.
En el ámbito estrictamente militar, la tragedia de Antuco es hasta ahora la mayor prueba que han enfrentado los nuevos mandos. Ante una crisis de esa magnitud es muy fácil que se imponga la inercia de las prácticas históricas.
El destino suele jugar con la ironía. El general Cheyre insistió hasta el cansancio en que para mi libro debía visitar la Oficina de Información del Contingente. Quería que comprobara la preocupación y el trato respetuoso que se tenía hacia los conscriptos y sus familias.
El 18 de mayo de 2005 me encontraba entrevistándolo en su oficina cuando le dieron el primer aviso de que al parecer había un accidente grave en el regimiento de Los Angeles. Obviamente, la conversación quedó suspendida.
Desde ese momento, no sólo me conmoví con la horrenda tragedia de Antuco -como todos los chilenos- sino que, además, fui un testigo obsesivo de cómo el general Cheyre y sus encargados de comunicaciones se mantenían fieles a su política de transparencia.
La televisión mostraba a los familiares enardecidos pidiendo información y luego explicaciones. Los periodistas informaban sobre detalles horrendos e injustificables. La opinión pública supo casi de inmediato que el drama no fue responsabilidad del temido viento blanco sino de los errores cometidos en la instrucción de los conscriptos: vestimenta inadecuada, exigencias impropias para un contingente recién llegado, decisiones absurdas e inhumanas frente a un clima peligroso.
La política de transparencia fue criticada desde fuera por imprudente e insensible con quienes sufrían la tragedia. Dentro del Ejército, muchos oficiales -ofendidos por los ataques públicos- reclamaron un retorno a las fórmulas tradicionales de un Ejército capaz de restringir y controlar la información en forma estratégica, para evitar el daño institucional.
Pocas organizaciones han vivido una crisis como aquélla. Fue un duro examen para poner en práctica las buenas intenciones que se plasman con tanta facilidad en el papel.
Napoleón decía que “tres diarios adversos son más peligrosos que mil bayonetas”. Desde aquellos tiempos hemos aprendido que la verdad siempre se sabe y que ocultarla sólo provoca daños mayores.
El general Oscar Izurieta y su alto mando están convencidos de que ése es el camino a seguir y que no habrá vuelta atrás. Aseguran que Chile tiene un Ejército republicano que ha vivido una verdadera revolución, que ya no depende de la voluntad y visión de un comandante en jefe sino de una doctrina que está totalmente institucionalizada.
La transparencia y la responsabilidad social son parte esencial de esta nueva doctrina. Sin embargo, para que éstas tengan un efecto cierto se requiere de una contraparte que controle y pida cuentas. En una sociedad democrática, esa responsabilidad recae en nosotros, los civiles, más allá de las autoridades de gobierno. Como señala el fallecido militar y diputado español, Julio Busquets, en la medida en que el Ejército esté fuertemente unido a la ciudadanía será muy difícil que alguien logre usarlo en su contra.
Dije hace un momento que el Ejército sabe de símbolos. Al invitar a una periodista a comentar su Primer Reporte de Responsabilidad Social imagino que están llamando a la ciudadanía a leerlo, a comprenderlo y también a criticarlo.
Para que el Ejército logre su objetivo de ser respetado, valorado y querido por la gran mayoría de los chilenos, necesita ser conocido. Lo desconocido provoca temor. Más aún cuando la memoria nos golpea con un pasado doloroso.
El respeto y el cariño surgen de una relación mutua, de una relación recíproca.
En los últimos años, el Ejército ha hecho numerosos esfuerzos de transparencia y de inserción en la sociedad como una institución necesaria y cercana. No estoy segura que haya logrado despertar el interés que esperaba de parte de los civiles.
Al escuchar al comandante en jefe, general Oscar Izurieta, no cabe duda de que seguirán empeñados en la tarea. No siempre es fácil que el otro entienda que necesitamos su respeto y su cariño. A veces hay que insistir con mucha paciencia para despertar la comprensión del otro.
*Patricia Politzer es periodista y miembro del directorio del Capítulo Chileno de Transparencia Internacional. El texto corresponde al análisis que hizo durante la presentación del Primer Reporte de Responsabilidad Social del Ejército el pasado 12 de diciembre