Cómo reconfigurar la arquitectura de la Reforma a la Educación Superior
31.03.2017
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31.03.2017
Ver primera parte: La Reforma a la Educación Superior está muerta (¿vive la reforma?)
Muchas de las transformaciones en las políticas de educación chilenas han sido revolucionarias, ya que los intentos de cambios graduales han tenido poco éxito. Cuando la presión reformista ya no puede ser contenida, ella da lugar a cambios radicales, como los ocurridos con la reforma al gobierno de las universidades en 1968. Aunque significó otro cambio drástico de dirección, la reforma conservadora de 1981 fue apenas ajustada durante la transición de 1990-1992, generando las condiciones para un crecimiento explosivo y descontrolado de la matrícula que siguió.
Luego del fracaso de los proyectos de reforma de 1992 (al marco institucional) y 1996 (para las universidades públicas), las políticas neoliberales de 1997 significaron un nuevo cambio de dirección que generó las condiciones para un nuevo sistema de ayudas estudiantiles. También para la instalación de un régimen de acreditación y otro para promoción de la calidad, a los que posteriormente se sumaron otros cambios en el sistema de ciencia y tecnología[1].
¿Qué hizo que esa última estrategia fuera exitosa? Ella implicó una importante innovación: apostó por abandonar la idea que los cambios en las políticas de educación superior se hacen por ley.
En la práctica, tal opción no implicó despolitizar las reformas, sacarlas de la esfera de la ideología o restarlas de la discusión pública: sólo evitó que su viabilidad dependiera de los parlamentarios antes que el sector tuviera la ocasión de discutir y probar la aplicación de estos nuevos instrumentos, en el contexto de un cambio legislativo improbable y en un arena política que propende al statu quo. Por eso, más que concentrar una discusión legislativa con los partidos políticos, se apostó por desarrollar cambios mediante proyectos piloto –financiados a través del MECESUP– en colaboración con el sector.
Esas experiencias ayudaron a despejar dudas y concitar la adhesión de las instituciones más importantes hacia reformas que luego fueron formalizadas legalmente. Eso permitió que, desde fines de la década de los ‘90, Chile fuera observado como un laboratorio para el diseño de nuevos instrumentos y estrategias para una rápida masificación de la educación superior, objetivo de política que muchos países en vías de desarrollo aspiraban a alcanzar.
Hoy, cualquier reforma estructural que no ha tenido un ciclo experimental y participativo en su diseño parece poco plausible, a no ser que se oriente a inyectar nuevos flujos de recursos en las universidades. En eso inciden la natural propensión de estas instituciones a proteger su autonomía, su importante poder de lobby en el parlamento y el sistema político, y las significativas divergencias ideológicas que existen sobre la orientación que debe tomar la política sectorial. La activación simultánea de todos esos obstáculos opone una resistencia formidable a las ideas de cambio que cualquier gobierno quiera establecer legislativamente.
Por otra parte, tampoco parece tan importante contar con un marco regulatorio plenamente coherente. En Chile, eso sólo ha ocurrido con la reforma de 1981, cuya aplicación tampoco pudo ser integral a propósito de la crisis económica de 1982 y sus posteriores consecuencias. Además, con el paso del tiempo, el marco general que sostuvo esa reforma también perdió su coherencia. Las normas sobre la enseñanza de doctrinas políticas proscritas por el régimen militar y sobre la participación estudiantil en el gobierno universitario fueron letra muerta mucho antes de su derogación expresa. La incidencia de las academias del Instituto de Chile en la operación del marco de políticas es irrelevante desde hace varios años.
Eso hace necesario pensar en otras estrategias. Una gestión inteligente de las políticas públicas debería pone los énfasis en las iniciativas e instrumentos que parecen más importantes a los gobiernos, mientras sostiene la legitimidad de otros mecanismos que pueden ser útiles. Las líneas de trabajo que van perdiendo su importancia pueden ser postergadas y luego descartadas, como ha ido ocurriendo paulatinamente en el país con la examinación y el licenciamiento.
Esas lecciones son importantes a la hora de pensar otros instrumentos que podrían ser introducidos en el país para mejorar la regulación y coordinación de la educación superior. Los académicos especializados en las políticas de educación superior podrían contribuir a expandir el catálogo de reformas posibles. El sigiloso estudio que han estado realizando podría entregar pistas acerca de la gama de instrumentos de política disponibles en la experiencia comparada que pudieran ser adaptados a la realidad del país.
Aunque existen varias opciones a la mano, tres podría ser de especial interés para enfrentar algunos de los desafíos sectoriales críticos. Ellas podrían servir para que el gobierno, los partidos y sus expertos sean capaces de articular propuestas de reforma políticamente viables y técnicamente robustas.
Una de las opciones dice relación con el estudio del compromiso estudiantil, otra con la coordinación del sistema universitario estatal y, la última, con el marco para la evaluación de la excelencia en la investigación. Todas ellas, además, podrían ser llevadas a cabo bajo el alero del proyecto MECESUP 4, que el gobierno aspira a ejecutar a contar de este año con el apoyo del Banco Mundial.
Surgidas en Estados Unidos y luego exportadas a una buena parte del mundo industrializado durante la década pasada, las encuestas de compromiso estudiantil son un elemento crítico de los sistemas nacionales de sistemas de aseguramiento de la calidad. Como advierte Hamish Coates, ellas cubren una dimensión que las políticas de acreditación escasamente han podido desarrollar en la experiencia comparada: determinar si las universidades ofrecen las condiciones necesarias para que el aprendizaje significativo sea posible.
La National Survey of Student Engagement, por ejemplo, apunta a determinar las condiciones formativas que enfrentan los estudiantes en un conjunto de dimensiones clave (nivel de desafío académico, aprendizaje activo y colaborativo, interacción profesor/estudiante, espacios educativos que fomenten el aprendizaje, entre otras). Se aplica en más de 700 instituciones en Estados Unidos y Canadá, abarcando más de 470.000 estudiantes. Versiones ajustadas a las realidades locales se aplican en Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Irlanda, el Reino Unido y China.
La información que ella entrega a las universidades permite que éstas usen y evalúen estratégicamente los recursos que disponen para producir aprendizajes significativos, un aspecto generalmente postergado en las evaluaciones institucionales, que tienen un carácter más formalista. ¿Qué impide que Chile pueda avanzar en esta dirección? Se podría generar valiosa información cuantitativa y cualitativa que oriente los procesos de evaluación externa hacia lo que debería ser el centro de los procesos formativos: el aprendizaje.
La organización de las universidades estatales y su vínculo con el aparato público es otro aspecto que podría ser abordado análogamente. En el contexto de una educación superior masificada y que se articula principalmente a través de la competencia de mercado, parece insuficiente que el Estado chileno mantenga una relación más bien distante, inconsistente y desarticulada con sus universidades. Muchas veces, ellas parecen operar en el mercado de los estudios superiores como otro proveedor más, sin que su naturaleza estatal tenga implicancias relevantes, salvo en lo que se refiere a los mecanismos de control de la gestión pública.
El desarrollo de los multi-campus systems puede ofrecer una vía de solución a este problema que empezó a ser fraguada con la idea de Wisconsin, en 1911. Creados en Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo pasado, existen 51 sistemas en 38 estados de la unión, que atienden al 30% de la matrícula a nivel nacional. Ellos están integrados por grupos de universidades y otros proveedores de educación superior que son estatales y que se ubican dentro de un territorio dado. ¿Cómo operan? Aunque cada universidad se gobierna localmente y mantiene su autonomía, cada una también está sujeta a una instancia de coordinación que existe entre ellas y la autoridad política.
Tales instancias –conocidas genéricamente como system boards– integran autoridades políticas, académicas, sociales y productivas. Sus funciones se orientan a articular un crecimiento coordinado dentro del mismo sistema (aprobando cupos y programas académicos), canalizar los recursos públicos hacia las instituciones que los integran (cuidando, de paso, el desarrollo de economías de escala), y fijar los procedimientos y criterios para la contratación y promoción de los académicos. Adicionalmente, ellas sirven para dar soporte institucional a las organizaciones que integran un sistema territorial dado dentro del sistema político, a la vez que van configurando estrategias de desarrollo comunes que integran las necesidades y aspiraciones locales.
Si a propósito de la política de gratuidad el gobierno aspira a que las universidades estatales crezcan ordenadamente con apoyo del Tesoro público, entonces necesita crear un marco que facilite este proceso. Apostar por la instalación de sistemas territoriales a través de pilotos podría ser una solución razonable. Ellos podrían velar para que el crecimiento de unas instituciones estatales no produzca menoscabo en otras, evitando también el desperdicio de recursos. A su vez, podrían cuidar una mejor articulación del financiamiento público hacia estas instituciones, integrando los recursos que provienen del Fondo Nacional de Desarrollo regional y de otras agencias autónomas.
El marco para la evaluación de la excelencia en la investigación, por su parte, ha permitido apreciar el quehacer de las universidades en la creación de nuevo conocimiento científico y tecnológico. Al mismo tiempo, ha permitido una mejor gestión de los recursos que el gobierno destina a este rubro dentro de las universidades. Fue creado en 2007 en el Reino Unido y hoy opera en Australia, Canadá y Nueva Zelanda. En vez contar la cantidad de publicaciones académicas producidas y el número de citas que ellas producen (análisis que pierde importancia a medida que el número de artículos publicados crece), el marco permite una evaluación cualitativa de naturaleza más integral a través de pares académicos, que revisan la producción integral de cada profesor universitario durante un periodo dado.
Como resultado, la producción disciplinaria de cada departamento o facultad es comparada en cinco niveles de desempeño producidos, en función de su rigor, originalidad y significancia, local e internacional. La evaluación de impacto de esa producción sale de los indicadores bibliométricos tradicionalmente aplicados para más bien enfocarla en los efectos (entendidos como cambios o mejoramiento) en la economía, la cultura, el medio ambiente, la calidad de vida o en las políticas o instituciones públicas.
Con una creciente población de investigadores formados en el extranjero –gracias al programa Becas Chile– que se están insertando crecientemente en el sistema mundial de producción científica, parece relativamente evidente que están dadas las condiciones para que Chile produzca un nuevo marco para la evaluación de la investigación que se produce con subsidios públicos, especialmente si éstos están destinados a crecer en el futuro próximo.
Eso permitiría avanzar en relación con el sistema actual, que implica mantener un pesado aparato burocrático para la evaluación de proyectos puntuales que tampoco cuenta con herramientas suficientes para controlar la calidad e impacto de la investigación que se financia. Una solución de ese tipo también permitiría resolver mejor la integración de los comités de área de Conicyt y la designación de evaluadores externos para la revisión de los proyectos presentados, aspectos que levantan suspicacias en círculos académicos.
Ninguno de estos instrumentos está exento de defectos y críticas y su adopción en el caso de Chile implicaría su adaptación y ajuste a diferentes realidades locales, proceso en que debería participar activamente las universidades.
Es muy probable que otros instrumentos específicos también puedan sumarse a una agenda de modernización de las políticas públicas para la educación superior. Sin embargo, estas iniciativas tienen la virtud de avanzar hacia una reconfiguración de la relación entre el Estado y las universidades sin exigir, previamente, la autorización de una ley para su desarrollo. Ellas pueden facilitar la articulación de las políticas en ejecución, además de permitir una mejor coordinación sectorial, una orientación más clara hacia el logro de resultados y mayores niveles de transparencia. A fin de cuentas, se trata de objetivos largamente perseguidos por el gobierno y sobre los cuales todavía no parecen existir avances concretos durante esta década.
Es muy probable que no existan posibilidades de reformar la organización del marco regulatorio dentro de los próximos años. Luego del experimento de la presidenta Bachelet, lo más seguro es que las demandas por cambios sistémicos se vean frustradas: los movimientos sociales y la educación superior seguirán esperando reformas inalcanzables. Ante tal parálisis, es imperativo explorar nuevas alternativas que contribuyan a una mejor arquitectura de las políticas sectoriales. Lo que está en juego es la posibilidad de consolidación del sistema universitario y la contribución que éste pueda hacer al desarrollo de Chile, aspectos críticos en la agenda de todos los partidos y movimientos políticos.
El camino propuesto se aleja de la solución tecnocrática –que concentra la formulación en grupos expertos cerrados– a la vez que invita a las comunidades universitarias a adaptar los instrumentos planteados a su propia idiosincrasia. Sólo el tiempo dirá si la educación superior aprovechó la oportunidad de avanzar hacia una mejor batería de instrumentos de política, rompiendo el inmovilismo que nos afecta. De ello depende, a fin de cuentas, su legitimidad social.
[1] Para un estudio más detallado de estos procesos ver: Salazar, J. M. y Leihy, P. S. (2013), “El Manual Invisible: Tres décadas de políticas de educación superior en Chile (1980-2010)”, Archivos Analíticos de Políticas Educativas, 21(34), y Salazar, J. M., & Leihy, P. S. (2017), “El largo viaje: Los esquemas de coordinación de la educación superior chilena en perspectiva”, en Archivos Analíticos de Políticas Educativas, 25(4).