Proyecto de Nueva Educación Pública: renovada administración bajo los mismos principios
23.10.2015
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23.10.2015
En medio de un complejo escenario para la reforma educacional -marcado por la aprobación en la Cámara de Diputados de un cuestionado proyecto de reforma docente y el debate presupuestario sobre la gratuidad en educación superior para el 2016-, el Gobierno ha dado a conocer los primeros elementos del proyecto de Nueva Educación Pública, que se espera sea enviado al Congreso durante los próximos días.
A partir de estos aspectos preliminares, buscamos analizar las principales propuestas de cambio del sistema de administración educacional vigente. Para ello, es necesario remontarse a elementos históricos e ideológicos que permiten identificar las continuidades y los discretos cambios que trae el proyecto.
Tras el grandilocuentetitular de “Nueva Educación Pública”, que hace pensar en una auténtica revolución de lo público, hay más bien un ajuste organizacional al actual mercado educacional, en vez de una propuesta que aborde el desafío de devolver a la educación pública su papel central en la orientación y provisión de enseñanza.
Para entender el contexto y sentido de la reforma que construyó la institucionalidad escolar vigente, es útil remontarse a El Ladrillo que -escrito en la década de 1970- es el documento base de los ideólogos neoliberales y se convertirá en fundamento de las reformas y el modelo económico impuesto por la dictadura cívico-militar. El documento propone volver objetos de la política económica áreas que antes nunca fueron consideradas materias sometidas al mercado, tales como la salud, la previsión social y la educación. En el ámbito educativo se proponen las directrices que cambiarían radicalmente el sistema chileno, sentando las bases de un modelo que, con pequeñas modificaciones, se mantiene estable hasta hoy.
La propuesta contenida en El Ladrillo se basa en un diagnóstico crítico de la educación estatal, debido a su escasa eficiencia de administración, toda vez que los “usuarios del servicio” -apoderados y estudiantes- no controlan la calidad ni el tipo de educación que quieren. Además, se argumenta que este tipo de administración representa un obstáculo para la libre proliferación de proyectos educativos, que puedan dar respuesta de mejor manera a intereses y necesidades específicas. Así se promueve un tipo de descentralización que genere un sistema donde la responsabilidad de la educación es depositada en la elección familiar, reposicionando al Estado en un papel de formulador de requisitos mínimos de funcionamiento de las escuelas y lineamientos básicos del currículum, a partir de los que las escuelas pueden elaborar propuestas educativas propias.
La estructura que se escogió para llevar adelante la descentralización fueron los municipios. Se argumentó que estos organismos permitirían una participación adecuada de la comunidad, por encontrarse más cerca de las necesidades locales. Sin embargo, al mismo tiempo, esta reforma cumplió una función política significativa en el proceso de desarticulación de las fuerzas democráticas conformadas en el espacio educativo, al traspasar las escuelas a organismos que se encontraban bajo el control autoritario del gobierno dictatorial.
Para que el sistema de escuelas comience a operar como un mercado -en el paradigma neoliberal-, junto al traspaso de las escuelas a los municipios se hace necesario reformar el esquema de financiamiento, estableciendo unidades de medida equiparables para el financiamiento de los distintos proyectos. De este modo, junto al proceso de municipalización, desde 1980 se incorpora a las escuelas municipales al régimen de subsidio a la demanda o voucher, con la subvención escolar por alumno.
De esta manera, la arquitectura del sistema resta protagonismo al Estado en el impulso de un proyecto educativo nacional, dando una creciente cabida a la “sociedad civil”, en una ampliación del ejercicio del principio de libertad de enseñanza. Sin el empuje de un proyecto nacional y discursivo del Estado de por medio, ni el financiamiento adecuado para garantizar su funcionamiento, la educación pública fue progresivamente perdiendo legitimidad entre la ciudadanía como también valor en el mercado educativo, lo que se expresa en un largo ciclo de pérdida de matrícula, que llega hasta nuestros días.
A partir de la vuelta a la democracia, los sucesivos gobiernos han pretendido combatir estos “efectos no deseados” sobre la educación pública con distintas iniciativas que no han logrado, en lo sustantivo, revertir esta decadencia. Sin embargo, dichas iniciativas, desde la reforma educacional de 1994 en adelante, han impuesto una mirada tecnocrática –en cuyo centro ha estado la efectividad de las escuelas- donde la discusión y el debate ciudadano ha estado prácticamente ausente. Así, durante la década de los 90’ aparece el boom de los programas de “focalización”, con el fin de reducir las desigualdades en sus límites más impresentables: P900, Liceo para Todos, Liceos Prioritarios, entre otros. Posteriormente, bajo la misma óptica subsidiaria, se elabora uno de los proyectos más importantes en educación escolar que rige hasta la actualidad: la Ley de Subvención Escolar Preferencial (SEP).
En este esquema, la municipalización ha contribuido a construir la curiosa educación “a la chilena”, caracterizada por el rol subsidiario del Estado, a lo menos en dos niveles. Por un lado, ha supuesto la profundización de desigualdades territoriales en la educación, en la medida que la disposición de recursos a nivel municipal sigue las pautas de desigualdad socioeconómica que presenta el territorio y, por otro lado, ha entregado amplias ventajas a la gestión privada de proyectos educativos, en la medida que el Estado ha establecido igualdad de trato respecto a los incentivos, dejando a las escuelas públicas echadas a la suerte de la competencia entre proyecto, con más responsabilidades que derechos.
La “Revolución Pingüina” del 2006 supuso un hito de los movimientos de estudiantes secundarios que exigían en las calles cambios profundos al sistema escolar. Lamentablemente, la respuesta del sistema político a la amplia manifestación ciudadana, no se hizo cargo de reformar la estructura del sistema, sino -al contrario- perfeccionó el sistema de competencias -y rendición de cuentas- con la Ley de Aseguramiento de la Calidad.
Las masivas movilizaciones sociales del 2011 volvieron a poner en el centro del debate público la desmercantilización de la educación. Con ello, se logró instalar la necesidad de desmunicipalizar la educación y articular un nuevo sistema de educación pública. Dichas consignas fueron tomadas por el actual gobierno, quien comprometió con la ciudadanía “terminar con la municipalización de la educación que nos dejó como herencia la dictadura (…) la educación tiene que ser un bien social garantizado por el Estado, y por eso es que vamos a devolver al Estado los colegios públicos”[1]. La intención es esperanzadora, pues en ella anida la posibilidad de recuperar para el ámbito democrático la tuición sobre la educación pública, perdida en los oscuros años de la dictadura.
Al darle una primera mirada a los anuncios hechos por el Gobierno, es de sentido común preguntarse: ¿Desmunicipalización es sinónimo de Nueva Educación Pública? El nombre del proyecto presupone una recuperación del rol del Estado. La idea de una Nueva Educación Pública también parece aludir al avance de la participación de la ciudadanía en la definición de los destinos de la educación. Sin embargo, poco de eso se puede encontrar en las propuestas que se han conocido hasta ahora.
En primer lugar, la propuesta apunta a cambiar la administración desde los municipios a una nueva figura denominada Servicios Locales de Educación. Debemos reconocer que sin duda es un cambio necesario por diversos motivos, principalmente por la desigualdad de recursos de los municipios para administrar la educación. Sin embargo, nada se dice respecto a aspectos estructurales de la relación del Estado con las escuelas, tales como el financiamiento portable a la demanda (por matrícula y asistencia) y las subvenciones adicionales, mecanismos a través de los cuales las escuelas hoy compiten entre sí. Parece difícil compatibilizar un concepto inclusivo de educación pública con la lógica de Estado subsidiario vigente, por lo que es presumible, que así planteada la Nueva Educación Pública, seguirá siendo una promesa más que transformaciones sustantivas.
En un nivel de jerarquía mayor, se encuentra la Dirección de Educación Pública (DEP), organismo estatal que dirigirá a los Servicios Locales de Educación al que se le delegarán funciones cruciales que en la actualidad ejerce un ya decaído Ministerio de Educación: propuesta de planes y programas de estudio, coordinación y supervigilancia a los Servicios Locales, monitoreo y gestión de los convenios de desempeño de sus Directores Ejecutivos, junto con la distribución de fondos para infraestructura, apoyo a la gestión y recursos educativos. Por lo tanto, tanto el MINEDUC como sus representantes en los territorios -SEREMI y DEPROV- con este proyecto pierden injerencia y se distancian más aún de lo que sucede en las escuelas. Una vez más la implementación de la política educativa y la intervención estatal viene de la mano de la creación de un grupo de agencias desligadas del control democrático, cuyos responsables son elegidos por Alta Dirección Pública, bajo el supuesto de que un proceso de elección técnico permitiría seleccionar a los mejores directivos, fuera de toda dependencia política, y así reemplazar la desprestigiada burocracia estatal. Hasta ahora esta alternativa sólo da muestra del robustecimiento del rol regulador del Estado (accountability) por sobre el de responsable y proveedor.
Este mismo ánimo de “gerenciamiento” se traspasa a la definición de Comunidad Escolar: en ella se excluye a los directivos. Puede considerarse una sutileza, pero deja varios elementos para reflexionar. ¿Es acaso una forma de diferenciar deliberadamente el estamento directivo de los otros integrantes de la comunidad?, ¿será una señal de que tendremos una carrera directiva y una docente que corren en vías paralelas? Si es ese el sentido de esta exclusión, se corre el riesgo de desvincular definitivamente la función educativa de la directiva, como si esta última tuviera más que ver con la gestión que con la educación.
En síntesis, se presenta una nueva manera de administrar, con mayores o menores aciertos técnicos, pero donde la “educación pública” es la gran ausente. Existen variados elementos de continuidad que generan más dudas que certezas respecto a lo que viene. La nueva arquitectura es un traspaso sin una redefinición de sentidos educativos, pues no se evidencian propuestas sustantivas para que el futuro de la educación escolar entre progresivamente al control democrático, restando poder a la determinación del mercado sobre ella.
Comenzamos esta columna comentando El Ladrillo por dos motivos fundamentales: el primero, es para dar el contexto “ideológico” en que se produjo la municipalización de la educación escolar y, el segundo, para constatar que los pilares del sistema educativo chileno siguen incólumes debido a una escasa voluntad política para ser modificados. Todas las reformas posteriores se han movido dentro del mismo marco, las que han tendido a profundizar el rol subsidiario del Estado y sin recuperar la tuición pública de la educación. Este proyecto no es la excepción.
El traspaso de las escuelas a los municipios no fue una decisión técnica, tomada en abstracto, ajena a la instalación de un mercado educativo. Del mismo modo, al desmunicipalizar no se pueden ignorar las determinantes de la competencia y el mercado de escuelas. Necesariamente debe plantearse como una medida desmercantilizadora, pues si no se termina con los elementos constitutivos del mercado educativo -financiamiento vía voucher y una relación aséptica del Estado con sus escuelas- es perfectamente plausible el fin de la provisión municipal, sin fortalecer un ápice la educación pública.
El proyecto del gobierno reconoce la incapacidad de los municipios para estar a cargo de la administración de los establecimientos, pero crea una figura de administración que continúa con la lógica del Estado subsidiario, toda vez que los recursos seguirán siendo entregados a través de voucher (redefinido) y sin una reposición de la tuición pública de la educación, dando prioridad a la definición tecnocrática por sobre la democrática.
Ello se relaciona con el aspecto más preocupante de los anuncios: un proyecto de Nueva Educación Pública omite lo fundamental: ¿para qué educar desde lo público?, ¿cuál es el rol de la escuela dentro de la comunidad? En definitiva, ¿qué sentido tiene hablar de Nueva Educación Pública si no discutimos los sentidos profundos de la educación y las formas en que los actores democráticos pueden determinar su orientación?
1) El Mostrador (2014). Bachelet anuncia fin de la municipalización y del financiamiento compartido entre medidas clave de la reforma educacional.