Las adopciones ilegales o irregulares constituyen un delito permanente
16.06.2014
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16.06.2014
Hasta la irrupción del reportaje de CIPER el 11 de abril pasado, en Chile no se había destacado en forma masiva la eufemísticamente denominada “adopción ilegal de menores”. En esa investigación periodística, se han develado, dramáticamente, las irregularidades perpetradas en el procedimiento absolutamente ilícito, mantenido en penumbras durante la dictadura cívico militar, diseñado para arrebatar niños o niñas a sus padres, para luego entregarlos a otra pareja empeñada en tener un hijo en la familia.
Las adopciones ilegales, irregulares o tráfico de niños que ocurrieron en las décadas de los años 70 y 80, descritas por CIPER, se pueden catalogar como delitos cometidos por personas (sacerdotes, abogados, médicos, matronas) o instituciones (clínicas y hospitales y servicios como el Registro Civil), los cuales participaron, promovieron, toleraron o se lucraron de la adopción ilegal de un menor. Sin olvidar que, además, estas sustracciones habitualmente van unidas a delitos de tráfico de personas, falsificación documental, alteración de la identidad y, en ocasiones, abuso sexual de menores y prostitución infantil.
La Ley Nº 5.343, del 6 de enero de 1934, fue el primer cuerpo legal que reguló la adopción en nuestro país. Fue sustituida por la Ley Nº 7.613 (21 de octubre de 1943), que sólo producía efecto entre adoptante y adoptado, sin constituir estado civil, continuando así el adoptado como miembro de su familia de origen. Para evitar esa situación y tratándose de matrimonios que no podían tener hijos, muchos decidieron inscribir un niño ajeno como hijo propio (biológico).
Para subsanar esta situación, la Ley Nº 16.346, del 20 de octubre de 1965, incorporó la legitimación adoptiva, una figura cuyo objeto era conceder al adoptado el estado civil de hijo legítimo de los padres adoptivos, con todos sus derechos y obligaciones. Sin embargo, esa ley estableció procedimientos tan engorrosos que, en la práctica, hacían imposible el acto de adopción.
Luego, la Ley Nº 18.703, del 10 de mayo de 1988, derogó la Nº 16.346, pero mantuvo vigente en parte la Ley Nº 7.613 y contempló dos tipos de adopción: la simple y la plena. Sólo en esta última el niño adoptado quedaba sujeto a la autoridad paterna. Bajo ese estatuto, un matrimonio podía adoptar a un menor siempre y cuando se encontrara en ciertas situaciones: debía ser huérfano de padre y madre, tener filiación desconocida, encontrarse abandonado o ser hijo de cualquiera de los adoptantes. Esta adopción se otorgaba por sentencia judicial.
Dicho procedimiento se mantuvo vigente durante varios años, hasta que el 25 de junio de 1999 fue promulgada la Ley Nº 19.620 (que derogó las leyes 7.613 y 18.703), la que consideró la adopción como una medida de protección para menores carentes de una familia de origen, estableciendo además, una serie de novedades respecto a la legislación anterior y subsanando sus deficiencias.
Es interesante advertir las semejanzas de conductas ocurridas durante las dictaduras del Cono Sur -además de la represión- en contra de parte importante de la población. Se pueden observar expresiones similares en el ámbito social, entre muchos otros temas, por ejemplo, en las sustracciones de menores de manos de sus padres “izquierdistas”, para ser entregados a matrimonios de otros sectores ideológicos.
Sabemos que durante la dictadura militar argentina, entre 1976 y 1983 se consumaron secuestros de niños con fines políticos. En investigaciones llevadas a cabo por organizaciones de derechos humanos de ese país y también en los tribunales, se ha estimado que no menos de 500 menores fueron secuestrados y crecieron sin saber quiénes eran sus verdaderos padres, pues fueron dados ilegalmente en adopciones con los apellidos de los padres ficticios. Se ha dicho que hasta el año 2013 habían sido recuperados 109 nietos por la agrupación denominada “Abuelas de Plaza de Mayo”.
En España, en otro capítulo judicial de este mismo delito, el juez Baltasar Garzón, en resoluciones del año 2008, consideró la sustracción de menores a sus padres como un crimen contra la Humanidad, por lo cual el delito no había prescrito. Por este motivo, el juez Garzón recomendó al Ministerio Fiscal y a los jueces investigar para castigar a los culpables y reparar a las víctimas pudiendo así ellas recuperar su identidad arrebatada. Garzón mencionó en su resolución a más de 30.000 niños “protegidos” por la dictadura de Francisco Franco entre 1944 y 1954, a los cuales les cambiaron los apellidos para entregarlos a familias afines al régimen franquista.
En Chile, ante la sola sugerencia periodística de investigar las denominadas “adopciones ilegales” cometidas durante la dictadura cívico militar, se ha expresado que aquello no tendría un fin adecuado puesto que, si se tratare de delitos, éstos se encontrarían prescritos.
Estimamos equivocadas tales afirmaciones puesto que, en nuestro régimen jurídico, el denominado delito de sustracción de menores, contemplado en el artículo 142 del Código Penal, configura un delito de ejecución permanente.
Debemos precisar que, según el estatuto punitivo chileno, el delito consiste en la sustracción de una persona menor de 18 años, pues por sobre esa edad el delito es de secuestro y en él se encierra o detiene a otro, sin derecho, privándolo de libertad. Podemos advertir que, tratándose de un niño, el concepto de libertad no es el mismo que respecto de un adulto, ya que, prácticamente, no concurre, pues el menor no tiene conciencia de estar privado de la facultad de autodeterminación, lo que conduce a pensar que lo que protege la ley, en este caso, es su seguridad. Por ello, se ha dicho que la sustracción de niños o niñas contiene la idea de arrebatar a éstos de la esfera de cuidado de ambos padres -o del que lo tenga- para entregarlo a otras personas.
En cuanto al carácter permanente del ilícito, recordemos lo que la jurisprudencia de nuestros tribunales ha establecido respecto de la prescripción de la acción penal en procesos por violaciones a los derechos humanos: “…en cuanto al delito de secuestro…tiene el carácter de permanente, esto es, se trata de un estado delictuoso que se prolonga en el ámbito temporal mientras subsista la lesión del bien jurídico afectado. Por lo tanto, mientras se prolongue tal situación no se puede, racionalmente, indicar el momento en que comienza el cómputo (de la prescripción)”.
Al respecto, es necesario recordar la sentencia de la Corte Suprema del 17 de noviembre de 2004, por la cual se validó el fallo que condenó a miembros del Ejército por su responsabilidad como autores y cómplices en el delito de secuestro de Miguel Ángel Sandoval Rodríguez. En ella, encontramos desarrollada la estructura del delito de secuestro como delito permanente, al reproducir del fallo de primera instancia, confirmado por la Corte de Apelaciones, las expresiones siguientes:
“…como se ha expresado, reiteradamente, por la doctrina y la jurisprudencia, el delito de secuestro…es permanente, esto es, se trata de un estado delictuoso que se prolonga en el ámbito temporal mientras subsista la lesión del bien jurídico afectado; así lo enseña la doctrina: ‘En cuanto a su consumación, este delito es permanente, y se prolonga mientras dura la privación de libertad. Sólo al cesar ésta comienza a contarse el plazo de prescripción’”.(Alfredo Etcheberry, «Derecho Penal«, Editora Nacional Gabriela Mistral, 1976, Tomo III, pág.154).
Y agrega: «La acción que lo consuma crea un estado delictuoso que se prolonga en el tiempo mientras subsiste la lesión del bien jurídico afectado. Su característica esencial es la persistencia de la acción y del resultado. Gráficamente, el delito instantáneo se representa por un punto y el permanente, por una línea«. (Gustavo Labatut, «Derecho Penal«, Tomo I, 8ª edición, 1979, pág.193).
La doctrina estima además, que la sustracción de menores y su posterior retención y ocultación, constituye un tipo especial y muy grave de una privación ilegítima de la libertad, concebida como una derivación del delito de plagio de niños, previsto tradicionalmente por el antiguo derecho español y germano como una infracción gravísima, en virtud del complejo de intereses y bienes jurídicos protegidos por tales disposiciones.
Por otra parte, debemos destacar que, en relación a los menores, el bien jurídico tutelado por la ley no se limita a la libertad en sí misma, sino que se extiende al conjunto de derechos de los que se ve privado el ofendido durante el tiempo que dura la permanencia de la conducta ilícita. En cuanto al tipo objetivo, puede decirse que, para que se configure la sustracción, la ley requiere que el autor del hecho aparte al niño de la esfera de custodia en que se encuentra, sea de sus padres, tutores u otros encargados. Esto es, el delito se concibe como el traslado del menor a un lugar distinto de aquel donde se encuentra bajo el amparo de las personas mencionadas; y se consuma en el momento mismo en que ese poder de custodia es interrumpido sin justificación legal alguna.
Una vez consumada la sustracción, comienza a ejecutarse la etapa de la retención del menor. En este caso, se requiere que durante un tiempo más o menos prolongado el autor impida que los padres o responsables legales ejerzan sus facultades de tutela. Ello se debe llevar a cabo mediante la privación de la libertad de la víctima, impidiendo, por cualquier medio, que ésta vuelva a la custodia de su madre o de sus padres -cambiando sus apellidos, por ejemplo-, quedando así bajo el dominio de los hechores.
En este ámbito, conviene tener presente las altísimas sanciones que contempla la Ley Nº 19.241 (del 28 de agosto de 1993), la que modificó artículos del Código Penal, estableciendo para el delito de sustracción de menores penas superiores a los 15 años y un día, aún cuando no concurrieran las circunstancias agravantes que menciona ni tampoco causaren un grave daño en la persona del menor.
Para concluir, es preciso tener presente que cualquiera que sea el nombre que le demos al retiro doloso de un niño o niña de manos de su madre -o de ambos padres- para ser entregado a otras personas que aspiraban a tener descendencia, empleando métodos ilícitos, como la falsificación de un certificado de defunción o de nacimiento, estamos en presencia de delitos cuya investigación debe conducir al castigo de los responsables, sin que se pueda invocar en su defensa la prescripción de la acción penal.