Ex alumna de Medicina en la UPV: “Espero de parte del Estado una respuesta y una oportunidad para lograr mis sueños”

Vivo en Quinta Normal en el seno de una familia proletaria. Mi madre, profesora normalista, ha dedicado 40 años de su vida al ejercicio de la docencia en el sistema público. Hoy tiene 67 años y lo sigue haciendo. Mi padre recibe una escuálida pensión de exonerado y, con 72 años, aún trabaja en un colectivo.  A la edad de ambos, lo normal –o más bien, lo ideal– es estar jubilados y  gozando del tiempo libre, pero lamentablemente, yo soy estudiante.

Me eduqué desde el nivel pre-básico en el sistema público, con muchas carencias, compartiendo los libros con mis compañeros de banco porque los que entregaba en esa época el Ministerio de Educación (MINEDUC) no alcanzaban para todos. Sin embargo, destacaba entre mis compañeros por mis habilidades intelectuales. Tenía un promedio de 6,6, por lo que ingresé al Liceo Nº1 Javiera Carrera con 11 años a séptimo básico. Las condiciones cambiaron absolutamente: rigurosidad y exigencia de alto nivel de conocimientos, gran cantidad de contenidos y por cierto la apertura a un mundo de diversidad, de respeto hacia los pares, compañerismo y fraternidad. Entonces, todas éramos las mejores: puestas a prueba una y otra vez, compitiendo –siempre de manera sana– por conservar las elevadas calificaciones que traíamos de nuestros colegios de origen.

Terminé la enseñanza media en 2007 con un promedio de notas de 5,5. Con el objetivo de estudiar medicina y con mucha ansiedad e inmadurez, hice preuniversitario mientras también cursaba cuarto medio; un gran error. Di la PSU y ponderé 640 puntos entre Lenguaje y Matemática y obtuve 667 en Ciencias. Nada mal, pero totalmente insuficiente para lo que necesitaba.

Postulé y quedé en el programa de Bachillerato de la Universidad de Valparaíso, que en ese entonces tenía una sede en el centro de Santiago. Feliz y esperanzada en que podría ser mi gran oportunidad, me matriculé. Pero en ese mismo momento me avisaron que ese año no habría cupos para Medicina a través de Bachillerato y, con una gran disculpa, se quedaron con más de $200.000 de matrícula pagados al contado.

Fui después a la Universidad Mayor para ver cuál era la oferta académica de ese año. Desesperada, reservé una matrícula (previo pago de $15.000) para la carrera de Obstetricia y Puericultura, sin ningún problema de ponderaciones. Ya había asumido la realidad: no podría estudiar Medicina. Pero fue entonces que, yendo por el barrio República con mi mamá, vimos una gigantografía de la Universidad Pedro de Valdivia (UPV). Fuimos de inmediato a la facultad de Tobalaba y me matriculé: ya era estudiante de Medicina.

Había pocos cursos, por lo que la sede daba abasto a la cantidad de alumnos. No obstante, la matrícula iba acompañada de una interesante promesa: el “Campus El Alba”, con maqueta incluida que la universidad exponía orgullosa a la vista de quien entrara. El primer año fue bastante bueno: el equipo docente estaba con la camiseta puesta al 100% para lograr consolidar a mediano y largo plazo una Escuela de Medicina sólida y reconocida. Tuvimos excelentes profesores. La biblioteca era suficientemente eficiente y, a pesar de que no tuvimos la posibilidad de desarrollarnos en otras áreas que no fuera la nuestra, poco importaba para el primer año.

Sin embargo, con el correr del tiempo y cuando se empezaron a presentar necesidades que escapaban de “la universidad de pizarra y plumón”, comenzaron los problemas. El “Campus El Alba” jamás se construyó. En Tobalaba estuvimos extremadamente hacinados junto a los alumnos de Derecho, Enfermería y Tecnología Médica. La biblioteca ya no daba abasto. Para qué hablar de lugares como el casino y los baños.

Debo asumir con mucha responsabilidad que nunca fui una alumna destacada. Por el contrario, reprobé más de algún ramo, pero siempre tuve evaluaciones sobre 6,0 en las prácticas clínicas e interrogaciones. Congelé cuando tuve a mi hija y cuando volví, las carencias eran considerablemente más acentuadas.

Diversos centros de alumnos hicieron lo posible por proponer cambios para mejoras sustanciales en el desarrollo de la escuela y de la UPV como institución: convenios firmados con campos clínicos adecuados para prácticas clínicas e internado, aumento de horas de ramos importantes para el ejercicio de la Medicina, contrato de planta de los profesores titulares, inclusión de ramos para enriquecer la malla, mejoras en infraestructura y eficiencia de la administración, entre muchos.

En una ocasión se realizó un paro –en el que no participé porque había congelado–, pero terminó sin ninguna mejora y con una carta de amonestación en el domicilio de los alumnos que participaron. De a poco se fueron cerrando las puertas a los cambios y tuve que conformarme con lo que había. Muchas veces las autoridades nos respondieron con el argumento de que no reclamáramos más, porque afuera había una larga lista esperando ocupar nuestro lugar.

Fue así como la UPV logró, con el asombro de algunos, la tan ansiada acreditación; raro pero cierto. Esta situación le permitió a miles de alumnos acceder al CAE, lo que disparó la matrícula y con ello la apertura de carreras y de nuevas sedes. Pero de las mejoras, nada.

En 2012 se hizo pública la vergonzosa participación del accionista mayoritario y en ese entonces rector de la UPV, Ángel Maulén, en el conocido caso de corrupción para la obtención de la acreditación. En lo personal, esta situación fue la gota que rebasó el vaso. Se efectuaron numerosas reuniones con el rector en cada facultad para desmentir lo que ya era una realidad. Los mails que vinculaban a los rectores, tanto de la Universidad del Mar como de la nuestra, eran prueba fehaciente de que algo nunca anduvo bien. Vi con frustración cómo varios de mis compañeros y gente de otras carreras no sabían qué hacer. También había compañeros que nos acusaron de querer confabular en contra de nuestra polémica casa de estudios. Pero, ¿qué o quién podría perjudicar más a la UPV en ese momento? A mi parecer, nada ni nadie.

Desde ese momento, mi situación académica se convirtió en una odisea. Recorrí casas de estudios solicitando convalidación e incluso traslado sin convalidación después de tres años cursados de la carrera. Todas las puertas se cerraron. Curiosamente el MINEDUC no hizo más que “mediar” a través de un oficio enviado por el encargado de educación superior, solicitando muy relajadamente que se me diera la oportunidad de continuar mis estudios en otra universidad. Pero cada universidad es libre de decidir quién puede o no acceder a matrícula. Como era de esperar, la respuesta fue un rotundo no.

No los culpo. Entre muchos argumentos, me parecía muy sensato el hecho de que no tuvieran un parámetro objetivo de homologación entre mallas, sobre todo cuando no se tiene la certeza de que los contenidos incluidos en los programas son verdaderos o si realmente se realizaron. Salvo un par de alumnos, la mayoría nos quedamos de brazos cruzados asumiendo que ninguna persona natural o institución podría mediar por nuestro futuro. Jugaron con mis sueños y ahora ni siquiera la máxima autoridad de educación superior tiene la facultad para acoger la terrible situación que como yo, otros compañeros también están viviendo.

Actualmente estoy en un preuniversitario y, luego de los cambios de las ponderaciones en NEM y Ranking (que para los que egresamos de enseñanza media antes del 2009 tienen el mismo valor), veo cada vez más lejana mi meta. Es por esto que le planteo las siguientes preguntas a la autoridad educacional actual: ¿Cómo es posible que un alumno al salir de cuarto medio ya tenga cerradas las puertas a ciertas carreras por sus notas del colegio? ¿Cómo es posible que en un país con profundas falencias en el sistema educacional se aumente la importancia de las notas del colegio arbitrariamente? ¿Cómo en un país perteneciente a la OCDE, que tiene como misión el desarrollo y bienestar social, se puede producir esta suerte de inmovilidad en términos educacionales? ¿Cómo nadie va a tener la competencia en términos estadísticos para generar un sistema igualitario y justo para todos?

Luego de tres años cursados, he tenido la experiencia del ejercicio de la medicina como aprendiz: de acoger, de contener y a veces sólo de escuchar a más de alguno de los cientos de miles de usuarios que a diario acuden al sistema público de salud. Porque ser estudiante de Medicina no sólo ha significado para mí memorizar robóticamente la anatomía humana, sino que también empatizar con quien padece una enfermedad, conocer la miseria en la que aún parte importante de nuestros compatriotas viven a diario, a la madre soltera con sus dos hijos enfermos, al ciudadano semirural, a los extranjeros hacinados. Por sobre todo, he aprendido que los futuros médicos tenemos el deber de romper los muros del Olimpo en el que la misma sociedad ha situado a los médicos, que tenemos que estar ahí, donde más nos necesiten, que no estamos siete años en la universidad sólo para vestir un delantal y ostentar el auto del año. Que nos formamos para servir, para entregar y no para servirnos del sistema. A propósito de esto, no puedo dejar de rememorar lo trascendental que fue para mí ser parte de la audiencia en un par de ocasiones en las clases del doctor Arturo Jirón. A pesar de su corta estadía –por razones que se infieren fácilmente–, pude recibir su mensaje de vocación.

A los medios de comunicación, al Colegio Médico, a los directores de las escuelas de Medicina de las numerosas universidades públicas y privadas, pero por sobre todo, a la ministra Carolina Schmidt, les dirijo esta carta, apelando a su empatía como profesionales, como padres o madres en la búsqueda de una solución a este conflicto del que nadie ha querido responsabilizarse. Porque espero de parte del Estado de Chile una respuesta y una oportunidad para lograr mis sueños y el de muchos quienes se encuentran en esta misma situación. Porque sí, quiero contribuir a la construcción de un país más justo e igualitario.